Paolo Soleri y Arcosanti: el laboratorio de la utopía
Roberto Segre
Para los actuales jóvenes estudiantes o arquitectos, probablemente, el nombre de Paolo Soleri resulte poco familiar. Es cierto que no aparece en las revistas del jet set ni concurre a los encuentros mediáticos donde resultan aclamados los astros de la profesión. Tampoco su obra está incluída en algunos recientes textos sobre la arquitectura moderna: apenas citado en las historias de Manfredo Tafuri o Josep María Montaner, es ignorado por William Curtis, Kenneth Frampton o Diane Ghirardo. Sin embargo, no está totalmente ausente del escenario actual de la cultura arquitectónica: al año pasado (2000), participó de la Bienal de Arquitectura de Venecia – dedicada al tema less aesthetics, more ethics, organizada por Massimiliano Fuksas –, donde recibió el "León de Oro" en reconocimiento a su trayectoria, y al mismo tiempo, A. J. Lima editó un lujoso libro que recoge sus principales obras, publicado por Jaca Book de Milán.
En realidad Soleri resulta una figura mítica para quienes nos iniciamos en el debate arquitectónico en la década de los años sesenta. Aquellos eran tiempos heroicos de fervor y esperanzas en el futuro de la Humanidad. La Revolución cubana y el Che Guevara; el movimiento estudiantil de mayo en París; los textos de Marcuse; los hippies, Martin Luther King y la oposición a la guerra de Viet Nam, implicaban un compromiso político y ético identificado con las propuestas ambientales que deseaban controlar el deterioro de la naturaleza y las contradicciones generadas por el gigantismo de las megalópolis. Por un lado planteaban la aplicación de métodos racionales para resolver los nuevos problemas ecológicos generados por la especie humana – la confianza de Tomás Maldonado en el acto proyectual; la búsqueda de un equilibrio entre ambiente y sociedad, planteado por Amos Rapoport, Edward Hall, John Mc. Hale, Christopher Alexander y J. Broadbent –; por otro, surgieron múltiples imágenes de un contexto físico dominado por la alta tecnología: las cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller; las ciudades "espaciales" y las megaestructuras – que tanto entusiasmaron a Reyner Banham –, de Yona Friedman, los Metabolistas japoneses, Archigram; las bioestructuras de Alfred Newman, Paul Maymont, Moshe Safdie, D. G. Emmerich, Walter Jonas, Zvi Hecker y otros.
En este contexto surge la obra de Soleri (1919). Al finalizar sus estudios universitarios en Turín, Italia, viaja a Arizona y se integra a la comunidad de Taliesin con Frank Lloyd Wright (1947-48). Luego regresa a Italia y dirige una fábrica de cerámica en las proximidades de Salerno. Finalmente, emigra a los Estados Unidos en 1956 y se instala en Scottsdale, Phoenix, y crea Cosanti, un centro de estudios sobre construcción, arquitectura, urbanismo y ecología, y una fundición de campanas de bronce, que hasta el presente, generaron la base económica esencial de investigaciones y edificaciones. Desde 1970 construye en el desierto la comunidad de Arcosanti, prototipo urbano que debía alcanzar una población de siete mil habitantes.
En aquella década comenzaron a difundirse los imaginativos dibujos de Soleri, luego publicados en un lujoso libro por la MIT Press. Lo que diferenciaba las imágenes utópicas de Soleri de las restantes – más inspiradas en la alta tecnología y en las rigurosas geometrías de células articuladas –, era la fusión entre hombre, naturaleza y tecnología, en una trama compacta de gigantescas unidades habitacionales enraizadas en la tierra, pero que al mismo tiempo parecían complejas naves espaciales. Integraban entre sí, la herencia orgánica de Wright, la tradición constructiva de los romanos y la visión de las megaciudades de la ciencia ficción, en un sistema gráfico totalmente inédito, cuyo monocromatismo recordaba las fantasías espaciales y formales de Piranesi.
El otro aspecto que despertaba la atención en Soleri, era su dedicación pasional a un proyecto totalizador, basado no sólo en una realidad construtiva, arquitectónica y urbanística, sino en un concepto de la vida social y de sus fundamentos filosóficos y religiosos, divergentes de la realidad imperante en la sociedad capitalista norteamericana. Su renunciamiento a los placeres y beneficios mundanos de la civilización tecnológica, lo llevaron a radicarse en el desierto con un reducido grupo de seguidores, y mantener a lo largo de estas décadas una cotidianidad ascética y monacal, distante del feroz individualismo, el economicismo, el consumismo, el derroche y el hedonismo superficial, que caracteriza la actual cultura "global’ del mundo desarrollado. Se trataba de organizar un laboratorio social y arquitectónico que eludía el concepto de utopía – como no lugar, o de perfección formal acabada y concluída –, y definir un modelo ambiental que articulase naturaleza, historia y sociedad, en busca de un futuro mejor. Estos ideales no fueron comprendidos por Reyner Banham, quién con injusta mordacidad definió esta experiencia como un encuentro entre las Termas de Caracalla y el Club Mediterranée.
Al participar recientemente en un seminario sobre "Geografía y Geometría" en la Escuela de Arquitectura de Tucson, Arizona, con la ayuda del profesor Ralph E. Hammann, obtuve una breve entrevista con Paolo Soleri en Cosanti, en un particular día poco común en el desierto, donde durante todo el año reina implacable el tórrido sol. Luego de una habitual temperatura de 30o C. al mediodía, la visita a Arcosanti se desarrolló bajo una negra tormenta que hizo descender el termómetro a 5o C., totalmente insoportable con nuestra vestimenta tropical.