El Hotel Guaraní es parte indisoluble de la sociedad paraguaya de la segunda mitad del siglo XX. El hecho tiene causas claras si hurgamos en los acontecimientos apoyados en la afirmación de su arquitectura.
En 1957, el Instituto de Previsión Social convocó a un Concurso Internacional de Arquitectura sugiriendo el diseño de un símbolo urbano del que aparentemente Asunción carecía. Teniendo obras singulares, necesitaba una identificación contemporánea, para una era que por razones políticas el país debía empezar a vislumbrar. El emplazamiento privilegiado reforzaba la tesis de que esta obra sería vital aporte a un sentido de permanencia tal que no debía pasar desapercibida.
La convocatoria reunió a 28 proyectos, contándose uno solo de nuestro país, con dominio de proyectos americanos, incluyendo Estados Unidos, y los países más próximos en mayoría. El jurado de ocho miembros, presidido nominalmente por Tomás Romero Pereira, tuvo efectivamente en Affonso Eduardo Reidy, proyectista del Colegio Experimental Paraguay-Brasil, su liderazgo natural. A todos les fue muy clara la propuesta de los brasileños Rubio Morales, Ricardo Sievers y Rubens Vianna, quienes al final resultaron vencedores.
La arquitectura es de una concepción transparente. Es la expresión racionalista que alcanzó poder para eclipsar cualquier proyecto fuera de esos cánones. Reidy y los demás lo entendieron muy bien. Acercaron la vanguardia a la posibilidad de instalar el nuevo ícono, participando en la creación de la ciudad, a partir de un diseño muy estilizado.
La idea del proyecto
Propusieron una plataforma como base, correspondiendo a las dos plantas bajas los servicios generales del hotel. Enlazaron el edificio con la ciudad mediante espacios intermedios, a la manera de las antiguas recovas, aunque luego funcionaron con limitaciones y reticencias. Estas plantas inferiores estructuraron un hall central como articulador de los espacios sociales. Sus balcones internos, a los que se accede mediante una escalera perfectamente proporcionada, crearon un vacío prolongado y continuo desde los salones a los jardines, a las plazas, a la terraza, de la piscina nuevamente a las plazas, y revaloraron todo el entorno hasta crear una condición única, espacialmente indisoluble.
Adoptaron el triángulo como apropiado elemento y lo usaron en todas las formas posibles, como dominador del prisma, como huecos para enlazar niveles, como línea para configurar la estructura. Para ampliar el espacio geométrico, retrocedieron la torre y la desplazaron ligeramente a uno de los lados, el extremo oeste. Al configurar el prisma, lo diseñaron ahusado, filoso, como proa de una nave, pero dejaron que el vacío extienda su dimensión al infinito. Una cinta acristalada, envolviendo el piso 13, separaba la cubierta dejándola flotar libremente.
Desde abajo, es fácil creer que la torre está instalada en el centro, pero ello no ocurre. La arista del prisma marca un espacio de amplio dominio visual, alcanzando en su proyección los vértices del frontón del entonces Banco Central y la cúpula del Panteón de los Héroes. Un modo de insertarse en la dimensión virtual del espacio disponible. El conjunto entró a participar de la configuración de la plaza, dejando a los edificios próximos como telón de fondo en la escena de la representación.
El prisma de la torre
Apoyada con sutileza, esta torre encierra las habitaciones en un diagrama sencillo en cada nivel. La posición central del sistema de circulación vertical facilita las conexiones con los departamentos. Todos quedan próximos, evitándose largos pasillos. Como resultado, las habitaciones disfrutan de la mejor vista, abiertas a la bahía y conforman un núcleo compacto que da carácter al edificio. Las condiciones fundamentales en la estructura del proyecto habían sido atendidas y el jurado fue benevolente, perdonando los pecados menores: el estacionamiento, las galerías, el cine en subsuelo.
Los arquitectos paulistas Morales, Sievers y Vianna motivaron la consideración general, especialmente europea. L'architecture d'aujourd'hui, de París, los señaló como noveles exponentes de la joven tercera generación de arquitectos, que desde allí fue proyectada al futuro.
En varias oportunidades, en mi cátedra de Arquitectura Contemporánea habíamos estudiado desde sus planos originales el proyecto del Hotel, abandonado entonces, y su inserción en el centro histórico. Escuché decir a un estudiante: “El edificio es demasiado viejo, tiene cuarenta años”. Les recordé entonces cómo Europa toda está aferrada al cuidado y veneración de sus ciudades y arquitectura de 2.000 años, pareciendo que cada uno de sus edificios es más contemporáneo que nunca.
A propósito, aseguraba Levi-Strauss que las ciudades del Nuevo Mundo, tratando de ser siempre jóvenes, pasan directamente de la lozanía a la decrepitud, se hacen viejas, aunque nunca antiguas, nunca sanas, perdiendo su carácter. Esta medida de los tiempos nos arrastra al abandono de la ciudad antes de haber empezado a sentirla como propia, envueltos en el frenesí de la novedad, sin haber iniciado la construcción de la estructura de la memoria.
El Hotel Guaraní es viejo... Yo diría que aun siendo inmensamente joven, ha capturado recuerdo y nostalgia, imagen y sentimiento, como instrumentos de la memoria definiendo las pautas del significado. La arquitectura impuso su presencia e instaló la marca del lugar. Por esta razón, la leyenda vuelve.
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Articulo originalmente publicado en Ultimahora.com, sábado, 3 mayo 2008 <http://www.ultimahora.com/home/index.php?p=nota&idNota=112953>.
sobre el autor
César Augusto Morra, arquitecto y Director de Investigación de la Facultad de Arquitectura UNA.
César Augusto Morra Assunción Paraguay