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SUBIRATS, Eduardo. Estado nuclear: fin del mundo. Minha Cidade, São Paulo, año 11, n. 131.04, Vitruvius, jun. 2011 <https://vitruvius.com.br/revistas/read/minhacidade/11.131/3918>.


Hiroshima, Japão, después de la explosión de la bomba nuclear en 06 de agosto de 1945
Foto divulgación


El Leviatán nuclear

La desinformación y subinformación corporativas sobre la catástrofe nuclear de Fukushima no ha podido ocultar completamente una esclarecedora asociación: sus proporciones colosales ha despertado la memoria del Holocausto de Hiroshima y Nagasaki. Japón no había conocido una catástrofe de semejante magnitud desde 1945.

Esta relación no es fortuita. Nos hace recordar que el descubrimiento de la energía nuclear y su desarrollo industrial surgen históricamente como un proyecto militar ligado a la constitución de un superestado nuclear mundial único. La subsiguiente diseminación de la industria nuclear militar, primero en la Unión Soviética, más tarde en Francia y China, y finalmente en una gama multicolor de estados nucleares postcoloniales, ha perseguido fundamentalmente un objetivo político. Las tecnologías de destrucción nuclear son la condición material de soberanía y seguridad nacionales. El estado nuclear es el Leviatán posthistórico.

Hiroshima, Japão, después de la explosión de la bomba nuclear en 06 de agosto de 1945
Foto divulgación

El desmantelamiento de la producción nuclear y, en consecuencia, el desarme nuclear sería formalmente absurdo desde el punto de vista de la seguridad y supervivencia de este estado nuclear. Hoy podemos constatar confortablemente que medio siglo de retóricas de reducción del armamento nuclear global sólo han servido para solapar bajo sus pantallas mediáticas un ininterrumpido desarrollo cuantitativo y cualitativo de nuevas tecnologías de destrucción total.

Mientras tanto, las protestas mundiales contra el desarrollo y acumulación de ojivas nucleares han sido extirpadas administrativa y mediáticamente como acciones de violencia terrorista contra la seguridad y soberanía del estado.

Desarrollo autodestructivo

La catástrofe de Fukushima, lo mismo que las catástrofes de Chernóbil y Three Mile Island que la han precedido, ha puesto también de manifiesto que la desinformación o la neta censura sobre las causas, las consecuencias y la extensión de la contaminación ambiental, ligada tanto a la actividad nuclear normal, como a sus derivados, desechos y accidentes, es una condición necesaria para el desarrollo y la supervivencia del sistema económico capitalista. Por este motivo las corporaciones energéticas y sus representantes políticos han legitimado la expansión de la industria nuclear como fuente de energía verde y segura, libre de los efectos secundarios de calentamiento global y de la subsecuente destrucción de la biosfera directamente vinculada al consumo de carburantes fósiles. En última instancia la expansión mundial de la industria nuclear, y la minimización u ocultamiento de sus efectos letales a la opinión pública mediáticamente configurada se justifica a partir de un indisputable consumo de energía, un incontrovertible desarrollo económico y un indiscutible principio de supervivencia del sistema industrial.

Hiroshima, Japão, después de la explosión de la bomba nuclear en 06 de agosto de 1945
Foto divulgación


Así como el desarrollo de los átomos para la guerra constituye una premisa insoslayable para la soberanía del estado nuclear, así también el desarrollo de los átomos para la paz constituye una condición insoslayable de la economía capitalista. Y de la misma manera que las retóricas de desarmamento nuclear han solapado la ininterrumpida modernización y acumulación del armamento nuclear, así también el discurso de un desarrollo sostenible asiste impasible a la destrucción de ecosistemas y hábitats humanos, a la degradación mundial de las formas de vida, a la expansión del hambre y a la concomitante propagación de la violencia. Desde el punto de vista de la racionalidad formal que rige los procesos de desarrollo económico y concentración de poder militar y político sería tan absurdo suprimir la energía nuclear civil, como prescindir de sus usos militares.

Pero si el dilema de una racionalidad económica y energética materialmente suicida es concluyente, y si este dilema pone además de manifiesto un conflicto elemental de la civilización capitalista, en este caso es preciso hacerse una última pregunta: ¿Es racional una racionalidad civilizatoria que implemente la acumulación de un poder de destrucción capaz de acabar con la supervivencia de la vida en el planeta? ¿Es racional la lógica de un desarrollo económico cuyo consumo energético amenaza la perpetuación humana? ¿De qué clase de racionalidad material estamos hablando cuando confrontamos la racionalidad formal del final de la humanidad? ¿Qué significa la supervivencia de un sistema político y económico que pone en cuestión la supervivencia biológica del planeta?

En los medios de comunicación y en las rutinas de la producción corporativa de conocimiento la reflexión intelectual sobre las últimas consecuencias de esta racionalidad se descarta como una praxis ilegítima. Los lenguajes y las epistemes académicas se han impuesto institucionalmente con el objeto de eludir esta clase de preguntas. Desde la cumbre de Rio de Janeiro hasta la cumbre de Copenhague hemos asistido a una serie de estrategias retóricas que no tenían otra finalidad que desmentir los cambios climáticos generados por gases industriales y sus consecuencias biocidas, e impedir cualquier decisión que pudiera restringir el poder político de las corporaciones energéticas y del complejo industrial-militar asociado a ellas.

Hiroshima, Japão, después de la explosión de la bomba nuclear en 06 de agosto de 1945
Foto divulgación


Frente a la catástrofe nuclear de Fukushima los representantes corporativos de Japón han formulado el mismo dilema: la energía nuclear es insoslayable para poder sostener un imperio industrial. Frente a la destrucción sostenida de las selvas y las civilizaciones tropicales del planeta se reitera una idéntica argumentación: su destrucción es inevitable porque estas regiones albergan minerales y fuentes energéticas de importancia estratégica para el desarrollo económico mundial. A las guerras por el control y monopolio de los centros petrolíferos del planeta, les subyace el mismo conflicto elemental entre la supremacía de la civilización capitalista y la conservación de ecosistemas y hábitats humanos. La naturaleza incontrovertible e indisputable de este dilema garantiza en los próximos decenios la reiteración de catástrofes climatológicas y ecológicas derivadas del desarrollo económico, nuevos accidentes generados por los imponderables de la industria nuclear, una creciente miseria humana, y el subsiguiente desorden y violencia globales.

Prometeo y Sísifo

Nuestra situación histórica extrema impone necesariamente una última pregunta. Todas las culturas poseen un sistema de principios y de símbolos que garantizan la convivencia humana en un sentido moral, jurídico y cósmico. Este “axis mundi” tiene por función la conservación de la unidad y la armonía de las  comunidades humanas a lo largo de sus cambios históricos. Sus valores y normas son asimismo la garantía de la realización individual y la perpetuación de la vida. Una serie de categorías han definido a lo largo de la historia de las religiones este orden al mismo tiempo legal y cósmico, y subjetivo y colectivo, el dharma hindú y el halaka hebreo entre ellas. El orden ético formulado por Spinoza, que comprende al mismo tiempo la naturaleza externa y humana, y las normas e instituciones sociales y políticas, es la expresión filosófica más cercana a este fundamento de la existencia en la cultura “occidental.”

Estas concepciones filosóficas y religiosas de un equilibrio a la vez cósmico y político, y ético y metafísico descubren un aspecto esencial de nuestro colapso histórico. Revelan por contraste la orfandad ontológica y la alienación ética de la civilización moderna. De pronto, percibimos que nuestra supremacía tecnológica global nos ha despojado del fundamento ontológico de nuestra existencia. Confiados en el poder titánico sobre la naturaleza de una razón tecnológica progresivamente agresiva no hemos dudado en retarla – como esta desafiante central nuclear de Fukushima construida sobre una zona de intensa actividad sísmica y al borde de un océano embestido por frecuentes tsunamis. Y este mismo sujeto histórico que somos nosotros tiene que confrontar ahora un paisaje de destrucción y muerte biológica irreversibles. Como un Prometeo que, tras arrebatarle triunfalmente el fuego sagrado a Zeus, regresa a la civilización que él mismo ha fundado con la conciencia abatida de un Sísifo.

Hiroshima, Japão, después de la explosión de la bomba nuclear en 06 de agosto de 1945
Foto divulgación


La pretensión de un progreso infinito, la ilusión de un orden racional de la evolución histórica de la humanidad o la creencia en una naturaleza creadora y armónica se han derrumbado bajo el triunfo de aquella misma razón instrumental que pretendía preservarlos. Sabemos que la vida planetaria es finita. Sabemos que su perpetuación ha sido depuesta por el propio poder tecnocientífico. Sabemos que no es posible el retorno a un tiempo primordial en que la existencia individual, el orden social y los ciclos infinitos de la naturaleza pudieran concertarse armónicamente. Y sabemos que la realización humana, en aquel sentido que han sostenido todas las religiones de la humanidad, es imposible.

La conciencia de este límite histórico ha estigmatizado la cultura occidental del siglo pasado y del siglo que comienza bajo un dilema: el nihilismo. El análisis del nihilismo moderno tiene una larga historia. Sólo desearía señalar sus definiciones más elementales: el nihilismo como renuncia al ser, a la experiencia, a la plenitud vital e individual; nihilismo como ascetismo y academicismo; nihilismo como culto a la muerte y a la nada; un nihilismo cristalizado en los resentimientos religiosos y racistas; el nihilismo como goce de la violencia; nihilismo como propaganda de guerra. Su expresión más trivial son los héroes de la industria cinematográfica: hombres y mujeres sin memoria y sin vínculos con la sociedad y la naturaleza, arrojados al torbellino de una perpetua violencia en pos de una supervivencia inmediata, amenazada por su propio vacío. Su expresión política global es una comunidad de naciones dispuestas a despedazarse entre sí con ejércitos cada día más destructivos en su frenética carrera por los monopolios de un consumo energético que inevitablemente conduce a la humanidad a su propia extinción.

sobre el autor

Eduardo Subirats es autor de una serie de obras sobre teoría de la modernidad, estética de las vanguardias, así como sobre la crisis de la filosofía contemporánea y la colonización de América. Escribe asiduamente en la prensa latinoamericana y española artículos de crítica cultural y social. Dentre otros libros, es autor de A existência sitiada (Romano Guerra, 2010).

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