Mirando la historia
Antes de la revolución industrial, los pueblos realizaron transformaciones de lo que la naturaleza ofrecía. Pero sólo con el tiempo pudo llegar a hablarse de una verdadera producción manufacturera. En nuestro entorno americano a esa producción podemos hallarla en las grandes civilizaciones precolombinas, pero será en la época de la dominación hispánica en la que podremos documentar con más exactitud centros de producción. Entre ellos se contaban los que atendían el abastecimiento de alimentos –molinos, lagares, ingenios, destilerías– así como el de vestimenta –chorrillos, batanes, telares– y de otra gran variedad de utensilios como las olerías, las fábricas de vidrio y las fraguas. Pero al lado de ello se encontraban otras actividades que, ubicadas en tierras americanas, serían las que abastecieran a las metrópolis de la península ibérica. Nos estamos refiriendo a todo lo relacionado con la minería, no sólo de la extracción de piedras y metales preciosos, sino también con los sistemas de procesamiento de ellos hasta sus fases finales en muchas ocasiones.
No es el caso de ponernos en este momento a detallar ejemplos de sistemas industriales que con tanta variedad podemos documentar, sino que aquí apuntamos más bien a dar una idea de qué es lo que nos queda como resto material de esa actividad.
La documentación colonial nos muestra la ubicación de molinos en los planos de las ciudades y nos comenta en sus textos las características que ellos tenían. Actas de cabildos, escrituras públicas, papeles eclesiásticos, cartografía, nos darán estas pautas, aunque de aquellas instalaciones poco ha perdurado. Quizás lo más notorio sean los molinos harineros, algunos de los cuales han seguido operativos aun hasta el siglo XX. Pero también hubo saladeros en los que se trabajaban las carnes y los cueros.
En los pueblos de misión y en las estancias, especialmente los atendidos por la Compañía de Jesús, se llevaban a cabo tareas fabriles para el sustento del propio núcleo y para el de otros puntos de la región. De ello nos han quedado registros documentales, algunas herramientas y los restos de edificios que albergaban esas actividades, aunque aun resta mucho por investigar. Sabemos que había molinos de harina, secaderos de yerba, así como hornos de cal, tanto en Córdoba cuanto en la zona misionera. En todos lados hubo telares e hilanderías de lana y de algodón. También hubo talleres de lutería, imprenta, escultura y pintura, aunque por lo general ellos no llegaron al nivel industrial ni dejaron una impronta arquitectónica.
A mediados del siglo XVIII, cuando Carlos III llegara al trono de España y se multiplicaran los avances técnicos, hubo cambios en los sistemas extractivos pero más aun en los de transformación. Científicos y aventureros proponían novedades en el tratamiento de las materias primas, aunque no todos tuvieran éxito. Muchas propuestas hubo a partir de entonces en el beneficio de metales, en los ingenios de azúcar y en la producción textil.
Con las guerras de independencia, la producción tendría un cierto freno y –sobre todo– una acentuación de las disparidades en el territorio, como sucediera en el conjunto de actividades. En la primera mitad del siglo XIX habría países que se modernizarían, como Cuba y Puerto Rico que aun eran españoles, como Brasil por ser sede de la corona, como Paraguay por su propio impulso. Pero el verdadero cambio se produciría en las últimas décadas de esa centuria cuando muchos países mejoraran sus comunicaciones internas con el trazado de ferrocarriles y puertos, y conectaran sus tierras con centros de extracción y laboreo, integrándose a la economía mundial.
Es en este período en que harán su contundente aparición las empresas extranjeras –principalmente británicas– que renovarán no sólo procesos industriales, sino también concepciones laborales que dejarán marcas claras en el territorio con sus poblados ubicados en sitios estratégicos. Como se propiciaba que la transformación se produjera al lado de la materia prima y sólo se trasladara una vez tratada, muchos pueblos fueron fundándose en lugares poco poblados pues estaban trabajándose materiales poco aprovechados hasta entonces. Las posibilidades que abrían los ferrocarriles con la llegada de provisiones y la salida de productos, facilitó esa colocación en lugares casi desérticos. Pero no se trataba de casos aislados, sino de conjuntos más o menos vecinos pertenecientes a los mismos empresarios que, por lo general, también controlaban los sistemas viales y, por ende, el acceso a los pueblos.
Éstos llegaron a tener organizaciones similares, con la fábrica, la estación, los barrios para cada grupo social y todos los servicios comerciales, educativos y de recreación. una serie de características se repetirán a lo largo de América –y no serán muy distintas a las de otras latitudes– pero también habrá detalles diferenciados en su traza y en sus componentes que harán de cada caso una singularidad dentro del conjunto.
A la vez que esto se producía en zonas rurales que iban transformándose de esta manera, en las zonas urbanas se modernizaban las viejas manufacturas, que entonces iban siendo desplazadas a las periferias y se relacionaban con cursos de agua y vías de tren. Eso generaría nuevos barrios que hoy han quedado englobados en las plantas urbanas de las ciudades. No se trataba sólo de la fábrica, sino también de centros de acopio, de servicios de infraestructura y de grandes terminales de transporte. El cambio de siglo encontró a los países en plena efervescencia y, algunos de ellos vieron así converger a mucha mano de obra extranjera o de provincias que pobló las urbes y las transformó con su presencia. Las dos contiendas europeas y la guerra civil española alimentaron el proceso.
Mientras tanto, la modernización de equipos, sistemas y relaciones laborales continuaron hasta poco después de promediar el siglo XX, a la vez que los productos sintéticos hacían su aparición desplazando a las materias naturales. Pero con la renovación general a partir de la computación, todo esos sistemas tuvieron un nuevo cambio que abarcó todos los aspectos de la producción, el transporte, el acopio y hasta el de los mismos productos, cuya demanda está en continua revisión. Lo mismo podríamos decir de las preocupaciones ambientales, que antes apenas se insinuaban y que actualmente reciben mucha atención, aunque no siempre por parte de los grupos responsables.
Esta situación ha hecho lugar a un novísimo panorama industrial que ha dejado obsoletos –es decir: sin uso– a muchas instalaciones tanto en las periferias urbanas cuanto en zonas rurales y poblados de antiguas empresas. Acompañando esto, muchos países fueron dejando de lado el uso del ferrocarril para dar lugar al transporte automotor, con lo que la organización territorial también tuvo nuevas reglas. Pero las instalaciones no han desaparecido, sino que por todos lados quedan reliquias de lo que fuera la actividad manufacturera y sus servicios e infraestructura. Esas reliquias son las que se nos presentan con sus pueblos, vías, postes, cables, chimeneas, señales y todo tipo de edificios y escombreras de residuos que han formado un nuevo paisaje.
Mirando lo patrimonial
Para unos la presencia industrial estaba llena de ensoñaciones de progreso, con sus chimeneas humeantes y las muchedumbres que allí trabajaban. Pero para otros estaba rodeada de ruidos y suciedad. Para quienes amaban las arquitecturas clásicas, estas construcciones no tenían ningún atractivo, y hasta era casi seguro que ni siquiera se las viera como verdadera arquitectura, sino como “mera construcción”. De allí que cuando se empieza a hablar de patrimonio, las fábricas, los muelles, las estaciones, los depósitos, no fueran siquiera mencionados. Se estimaba que lo funcional no llegaba a los niveles que se requerían para considerarse patrimonio, además ¡no tenía suficiente antigüedad!
Sólo al promediar el siglo XX se comienza a hablar de una arquitectura de la tradición funcional inglesa y se abre un hueco dentro de la historia de la arquitectura. Libros como La arquitectura del liberalismo en la Argentina ya muestran un interés por el tema. Aunque es cierto que otros trabajos extranjeros ya habían tratado temas conexos, si bien desde otras perspectivas, como el famoso Tiempo, espacio, arquitectura, que señalaba puentes, estructuras de hierro, estaciones y mercados como exponentes que superaban la funcionalidad que se les requería, a través de buenas soluciones. En nuestro país hubo algunos intentos por dar a conocer parte de lo que la revolución industrial había realizado, a través de libros y unos primeros artículos. Pero por el momento, sólo era una mirada histórica.
Será en la década del ’70 en que comenzará tímidamente a hablarse de “arqueología industrial” primero, para llegarse a “patrimonio industrial” después. Desde diversos puntos del territorio se inician estudios y acciones para su conocimiento, dentro de lo cual se destaca la atención dada a los poblados industriales del norte del país. Así, se trabaja sobre los ingenios azucareros de Tucumán y los poblados forestales de la región chaqueña, que la revista Documentos de Arquitectura Nacional y Americana –DANA– que por entonces se editaba en Resistencia, presenta en sus páginas. Lo mismo que hace Construcción de la ciudad, que en Barcelona da a conocer estos temas argentinos a principios de los ’80.
Fue ésa la década de fuerte impulso del asunto, ya no sólo desde la historia urbana o arquitectónica, sino con una mirada realmente patrimonial. Comenzó a aparecer en los congresos, en las revistas, en algunos programas de estudio, en las investigaciones, en los inventarios, para pronto ser objeto de proyectos de planificación y para dar un vuelco en la mirada de las declaratorias. Los cambios en la Comisión Nacional de Monumentos con la presencia de Jorge Enrique Hardoy, y los que se fueron dando en las provincias, y hasta en algunos municipios, permitieron declarar “monumentos” a edificios antes impensables, como estaciones de trenes, fábricas y mercados. La normativa comenzó a proteger al patrimonio industrial y a reconocer su huella en el territorio, con lo cual el tema de los pueblos se amplió al de los grupos de poblados de un mismo rubro, y no sólo estuvieron los azucareros o los tanineros, sino que se estudiaron los emprendimientos vitivinícolas, los laneros, los talleres ferroviarios, los conjuntos portuarios.
Porque ya se tenían en claro dos asuntos: que la industria, el ferrocarril y el puerto debían estudiarse asociadamente y que la impronta dejada por esas actividades había dado nuevos aspectos y nuevas relaciones al conjunto del país. Pero también se vio que esos asuntos no se limitaban a la Argentina, sino que en un momento todos los países del área estaban sufriendo cambios bastante parecidos y que, cuando se empezaba a valorar a todo eso como patrimonio, la consideración debía también hacerse abarcativa. Si bien no en todos los países americanos el tema halló el mismo eco, casi ninguno dejó de estar presente de alguna manera y así pudieron emprenderse investigaciones y publicaciones de carácter más amplio.
Después del gran empuje de los ’80, la década siguiente presentó un panorama más claro y se emprendieron algunas obras de reciclaje interesantes en muchos países del subcontinente. Depósitos portuarios, cervecerías, chimeneas, silos, mercados, estaciones de ferrocarril, fueron rehabilitados con nuevos usos y lograron revitalizar zonas enteras de una ciudad y hasta generar nuevos barrios. También es cierto que en esta mirada patrimonial a esas antiguas instalaciones hubo diferentes criterios y se generaron no pocas discusiones. Porque había algunos desconciertos frente a ese patrimonio, que podía ser declarado como monumento o sitio histórico, pero para cuyo tratamiento se requería una flexibilidad que a veces no tenían las normativas creadas para los monumentos tradicionales. Así que si en los 90 estaba claro que el patrimonio industrial tenía valores y debía ser defendido, las ideas sobre cómo hacerlo correctamente estaban aun asentándose.
A ello contribuyeron las reuniones profesionales, las investigaciones y la nueva mirada de la Unesco, el Icomos y el World Monuments Fund. Estas instituciones, entre otras, le hicieron un importante lugar al patrimonio industrial de muchas partes del mundo. En el caso de nuestro continente, ha sido sobre todo Chile el país que hasta el momento ha estado más presente en las declaratorias de Patrimonio de la Humanidad y en las listas de los monumentos en peligro.
El eco dentro de nuestro país no se quedó atrás y hoy hay entidades públicas y privadas que dedican esfuerzos a estos temas. El siglo XXI nos encuentra con la idea ya instalada en muchos órganos de gestión, que reciclan espacios, que promueven estudios, que publican investigaciones, que incluyen al patrimonio industrial en sus inventarios de protección. En algunas provincias argentinas las entidades públicas hacen convenios con personas o instituciones privadas para preservar barrios, chimeneas, depósitos y darles nueva vida.
Mirando el panorama argentino
Las investigaciones de este libro nos proponen una mirada general sobre nuestro país, que va de los temas concretos de diferentes actividades industriales a los de poblaciones que esas actividades generaron, agregando luego algunos ejemplos claves de rescate patrimonial.
Así podemos ver las arquitecturas de las diferentes “usinas”, especialmente las que abastecían de gas y de electricidad a las ciudades y todos los otros edificios y conjuntos que complementaban a aquellos grandes establecimientos. Porque el patrimonio que estamos estudiando no se compone de obras aisladas, sino que trata de conjuntos que en zonas urbanas existentes han dado la nota distintiva con su presencia. Si bien en algunos casos puede haber construcciones repetitivas como para solucionar problemas semejantes, cada uno de ellos tendrá sus características particulares sin dejar de lado su identidad empresarial y el rubro al que pertenece.
Dentro de los servicios urbanos, también el agua y el saneamiento fueron fundamentales y dieron un vuelco hasta en la forma de pensar las ciudades. Muchas de sus obras están hoy a la vista con sus tanques, sus plantas de tratamiento y sus innumerables estaciones intermediarias. Pero otra gran cantidad se encuentra en los subsuelos con sus cañerías, cajas, accesos, desagües de diferentes tipos y demás instalaciones que por algo las llamamos “infraestructura”.
Parte de las industrias se relacionaron muy directamente con el campo, que desde antiguo fue un sustento económico de nuestro país. Así surgieron las agroindustrias unidas a tareas de cultivo, pero también a las ganaderas. Dentro de tal conjunto, los molinos de harina, así como las panaderías han tenido presencia desde la primera colonización, para luego ampliarse a las fábricas de pastas y galletitas, que hoy podemos encontrar aun operativas en muchos puntos del país.
Depósitos, silos y sitios de almacenaje y transferencia han proveído de hitos significativos a no pocas localidades de nuestro interior. Como asimismo lo han hecho –y con más razón– las grandes terminales ferroviarias y portuarias que jalonan nuestro litoral atlántico y fluvial. Y si algunos puntos del territorio costero se vieron como los más destacados en un momento, no hay que dejar de lado que ciertos centros mediterráneos tuvieron fuerte presencia, que en muchos casos aun perdura, relacionados con actividades de extracción o de planes de industrialización que fueron decisivos en su desarrollo.
Para ello ya había sido importante la idea de formar poblados alrededor de las zonas productivas, como lo fueron los grandes conjuntos de los ingenios azucareros en el noroeste o los núcleos forestales en el nordeste. La suerte y la visión patrimonial que de ellos puede hacerse presenta diferentes características. Lo mismo podríamos decir de las bodegas que tanto en Cuyo como en los Valles Calchaquíes hoy proponen una nueva mirada, con la recuperación de sus valores históricos, pero también con una renovación industrial y una nueva presencia comercial.
No debemos dejar de considerar a los ferrocarriles como parte de este patrimonio industrial, ya sea por su incidencia como complemento de las actividades, cuanto por la misma arquitectura que los distinguiera. Aunque no son sólo las estaciones, las vías, los depósitos, sino también los conjuntos de talleres que, ubicados en puntos claves del país, apoyaron el buen manejo de las instalaciones fijas y el material rodante, así como constituyeron otro tipo de poblados industriales generadores de agrupaciones humanas y desarrollos urbanos.
Ligadas a esto se encuentran las llamadas “obras de arte” de ingeniería que, en forma de puentes, viaductos y otras construcciones, hoy podemos ver en muchos sitios de nuestro territorio. Por lo general están relacionadas con el ferrocarril, pero también con los puertos y algunas rutas camineras importantes. A fines del siglo XIX y principios del XX fueron emprendimientos que convocaron a muchos brazos, tanto de ingenieros especializados cuanto de innumerables obreros, pasando por diversos cuadros intermedios.
Pero la mirada a nuestro patrimonio industrial no termina en el rescate documental y en la investigación histórica. Si bien ello nos muestra lo que ha pasado con el tema, con lo que ha sido y sigue siendo nuestra herencia cultural, la mirada también llega a lo que ya se ha ido poniendo en valor y ha alcanzado nuevos usos.
Porque la arquitectura industrial hoy nos ofrece grandes superficies cubiertas que hace décadas eran necesarias para la actividad manufacturera, pero que hoy puede tener nuevos usos. La fábricas han cambiado en sus necesidades de espacios y sus exigencias de ubicación dentro de las ciudades, mientras que otras funciones van requiriendo lo que aquellas ya no usan. Esto ha abierto posibilidades impensadas hace un par de décadas. Una de esas posibilidades ha sido la de albergar centros de estudio, como las universidades. El caso de la de Quilmes en una antigua fábrica y la de Lanús en unos talleres ferroviarios, se unen al rescate que se ha hecho de tres de los depósitos de Puerto Madero para la Universidad Católica.
Este último caso pertenece a un conjunto mayor que es el del antiguo puerto de Buenos Aires cuyos almacenes han sido reciclados y hoy han constituido un nuevo barrio. Sus funciones han abarcado oficinas, viviendas, terminales de pasajeros y oferta gastronómica. Junto a ello, la recuperación de zonas de paseo, nuevos puentes y la presencia de dos buques históricos han revertido la situación urbana de ese trozo de ciudad. Otros puertos argentinos también han ido cambiando en estos últimos tiempos, como el de Santa Fe y el de Rosario.
Para el conocimiento de todo este patrimonio, se revela como documento fundamental la fotografía, no sólo por ser una herramienta importante en cualquier trabajo de campo, sino porque en la época en que se edificó buena parte de esta arquitectura, la fotografía abría posibilidades hasta entonces desconocidas. Por ello, las empresas solían acompañar sus trabajos con un detallado registro de los avances de obra, de los grupos que allí operaban, de sus máquinas y de los paisajes en que se insertaban, mostrando también los escollos que debían salvar.
Lógicamente, esta investigación es una mirada general al tema del patrimonio industrial en nuestro país. Pero no debemos olvidar que por razones propias o por las de la procedencia de algunas empresas, este patrimonio argentino está fuertemente ligado al de otros países hermanos, por lo que el presente trabajo ha querido complementarse con una mirada bibliográfica sobre lo atinente a Iberoamérica. Con ello se pretende que desde otros puntos se abran nuevas miradas y haya entusiasmos por investigar estos temas industriales, portuarios, ferroviarios y tantos otros que a ellos se relacionan.
Mirando las perspectivas
Hemos llegado entonces a tener una mirada bastante más abarcante que la que vislumbrábamos hace algunos lustros. Se han creado museos cuyo principal tema es el de la industria o alguna de sus expresiones. Hay entidades diversas que han integrado el tema del patrimonio industrial entre sus objetos de estudio y de proyecto. Se han fundado centros dedicados concretamente al patrimonio industrial, mientras que comités internacionales como el TICCIH –The International Committee for the Conservation of the Industrial Heritage– tiene hoy su capítulo argentino. Este año la ciudad de Buenos Aires es la anfitriona del Vº Coloquio Latinoamericano del TICCIH, que es auspiciado por el CEDODAL.
De aquí en adelante nos queda aun mucho por hacer. Por lo pronto habrá que afirmar el tema dentro de los programas de estudio, no sólo en cuanto a la valoración en sí, sino también en cuáles son las técnicas apropiadas para su tratamiento. Por otro lado, deberemos hacer que el tema sea conocido en muchos lugares en que hoy se sigue viendo con las miradas que se tenían hace treinta años o más.
Tendremos que propiciar la revitalización de áreas urbanas y de pequeños poblados relacionados con la industria, reciclar o refuncionalizar los edificios que puedan dar nuevos servicios y albergar nuevas funciones.
En fin, que hay tarea por delante, pero las puertas están abiertas.
nota
1
Tomado de: Miradas sobre el patrimonio industrial, Buenos Aires, CEDODAL, 2007, pp.7-14. ISBN: 978-987-1033-23-2.
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VIÑUALES, Graciela María: “La Escondida. La Industria como génesis de un pueblo”, Summa, Buenos Aires, Nº 275, julio 1990, pp.93-95.
sobre el autor
Graciela María Viñuales, arquitecta, Universidad de Buenos Aires. Doctora en Arquitectura, Universidad Nacional de Tucumán. Fundadora del Centro de Documentación de Arquitectura Latinoamericana, CEDODAL.