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architexts ISSN 1809-6298


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A autora procura analisar num sentido histórico o papel do olhar, das imagens e da representação no conhecimento e reconhecimento de nosso entorno e composição de uma imagem própria do mundo


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GUÁQUETA, Mónica Cruz. La mirada: imagen y significado. Arquitextos, São Paulo, año 07, n. 074.06, Vitruvius, jul. 2006 <https://vitruvius.com.br/revistas/read/arquitextos/07.074/340/es>.

La primera pregunta partió de la observación. Muchas generaciones han intentado explicar el sistema que nos permite conocer y reconocer nuestro entorno y componer una imagen propia del mundo. Mirar, enfrentarse a una imagen, implica siempre el mismo proceso de aproximación. Más allá del ámbito físico, podemos decir que mirar es una forma de entender el mundo, una manera de reconocer que nos lleva a comprender. Ya lo decían las escuelas griegas, que hacer theoria – teorizar – era una acción basada en la observación y ella es la clave de la comprensión.

La mirada, esta vez en un sentido histórico, nos permitirá descubrir que ver, observar, es componer nuestra realidad, indistintamente en todos los tiempos. Ya Platón desconfiaba de las imágenes porque entendió que el ojo compone. De las cuevas de Altamira no podemos deducir nada más que aquella intención primaria, que nos llega por intuición, pero no su significado, porque nos falta una parte del sistema: los ojos del observador. Ellos llevan consigo la mitad del código simbólico, nunca mejor dicho, para poder entender aquello que nuestros antepasados grabaron en las piedras. Será imprescindible preguntarnos qué podemos deducir del hoy, del arte, de la arquitectura, transformada en imagen, en conclusión, de la forma. Si hemos planteado este camino en busca de los orígenes del fenómeno de la imagen, es porque estamos tan inmersos en ella que mirar resulta un acto mecánico e irreflexivo. ¿Qué ha sido de la contemplación extática por el puro placer de los Estoicos, o de la esperanza en la revelación de los medievales?

La imagen que se observa, tanto si es artística, arquitectónica o de cualquier otra clase, es un elemento que constituye el fundamento del sistema actual de las representaciones, en el juego de lo que se presenta y lo que se representa, entre el ser y el aparentar o, en términos platónicos, entre aparecer y comparecer. Y nosotros, que vemos el espectáculo sin participar de él, necios a las advertencias platónicas, jugamos, y creemos en aquello que vemos. Si estuviera en manos de un platónico explicar lo que Román Gubern ha llamado la “iconosfera contemporánea” (1) – el mundo mediatizado por los lenguajes icónicos – podría ampliamente referirse a La República (2).

Por representar, Platón, a quien podríamos considerar piedra angular en el discurso iconoclasta, entendía imitar. Una gran reflexión sobre la mimesis griega haría falta para explicar la diferencia entre una y otra, pero baste aquí con dejar sentado que, en términos platónicos, imitar – imitatio – era equivalente a engañar. Por lo tanto, si ya la realidad se encontraba en un plano metafísico – invisible – el de las ideas, representarlo: dibujarlo, cantarlo, actuarlo, era igual a mentir. El arte, ya desde el comienzo, estuvo asociado con el proceso representativo, y éste a su vez con la mentira y el engaño.

Uno de los momentos cumbre en la historia de las imágenes es la entrada en el escenario de la primera imaginería cristiana (3). El protagonismo que ha tenido el cristianismo como fenómeno sociológico en nuestra forma de ver, entender y relacionarnos con el mundo es indiscutible: no en vano contamos el tiempo de nuestra era a partir de la venida del hijo del Dios cristiano. Nos centraremos en los tres primeros siglos, no porque las creaciones artísticas anteriores, griegas y romanas, carezcan de interés – ya otros que se han encargado antes de explicarla en repetidas ocasiones (4) – sino porque el nacimiento de la imagen cristiana arrastra consigo varias de las claves – heredadas de oriente – sobre las cuales occidente ha edificado su manera de construir el discurso imagógico. Para esto será necesario entender que el fin último de toda imagen, y aquí podemos arriesgarnos a generalizar, está en representar algo.

Vamos al inicio del proceso: no representaríamos si no existiese un espectador, no hay teatro sin público, ni pintura sin observador. No habría pensamiento si no hubiesen existido los pacientes theorikos griegos que pensaban el mundo a partir de una sola actividad: observar. Este ha sido siempre el primer paso: ciencia, arte, matemática, poesía han coincidido en el mismo punto de partida. El ojo fue supravalorado en las escuelas principales de la filosofía antigua de forma generalizada; en el Timeo, el mismo Platón explica que la posibilidad de mirar es un don invaluable (5). Cabe entender, entonces, que no sea la mirada la que se condena, eso vendrá con el cristianismo más tardío, se debe condenar, como hizo Platón, a las representaciones. El arte como tal, representativo, nació condenado a la mentira.

De esta manera, el Cristianismo dirige su mirada, valga la expresión, hacia las representaciones. Llegado este punto, es posible entender cuál era la actitud hacia las imágenes que traía consigo el cristianismo. Nacido en oriente, de raíz judía, por tanto sectaria, hereda la tradición anicónica (no representativa), la inefabilidad y la abstracción de la idea de Dios innombrable que se evoca a través de formas no figurativas. Por otra parte, se mezcla con la tradición neoplatónica venida de las escuelas bizantinas que condenaban la falsedad de las representaciones figurativas.

Sin embargo, podríamos preguntarnos: ¿es posible separar al hombre de una práctica que le acompaña desde los principios de su historia? Es deducible de las cuevas de Altamira que la intención de quienes allí dejaron su marca era representar: a sí mismos o a sus semejantes, sólo podemos saber que la intención primigenia, al menos, está planteada. ¿Cuál es la razón, entonces, para alejarlo de esta práctica ancestral? La simple idea, que tampoco es única ni original, de desmarcarse de las prácticas comunes a las religiones de la época: es decir, sentar un precedente. De la misma manera que el monoteísmo era un aspecto característico de las prácticas cristianas, aunque no exclusivo, la invisibilidad de su dios y su propia irrepresentabilidad eran también rasgos distintivos que se desprenden del carácter de falsedad conferido a las representaciones. Todo esto traía grandes dificultades llegado el momento de convertir “infieles” y explicarles que, a partir del momento de la conversión, debían creer en un dios invisible y además innombrable; por tanto, irrepresentable en todas las formas, incluida la verbal.

Efectivamente, el aspecto más interesante que tiene la tradición cristiana, que la llevó al ascenso al poder estatal, fue precisamente su paradójica confianza en las formas representativas. Partiendo de la condena a las imágenes escrita en el libro de la ley cristiana, la Biblia, resulta al menos curioso pensar en las razones por las cuales viene a nutrirse, después de tres siglos de aniconismo, de una disciplina pictórica que se convierte en institucional y en símbolo de su fuerza como comunidad social, política y religiosa. Durante el tiempo que se mantuvo al margen de las prácticas representativas, comunes en las demás religiones admitidas en el Imperio, se conformó la idea de idolatría, pues se basaba en la adoración que los cultos denominados paganos (nombre que se utilizaba antes para denominar a los gentiles) efectuaban a las imágenes de sus dioses. La idolatría condenaba estas prácticas, partiendo de la base que la adoración se efectuaba a los objetos y, ante la irrepresentabilidad de Dios, no al ser en sí mismo. Se adoraba la apariencia, no la comparecencia del dios. Es comprensible ahora la razón de que las disputas de la iconoclastia en el siglo VIII debatieran acerca de las imágenes y su grado de verdad.

Todo ello no es fruto de la casualidad. La bipolaridad del decadente imperio romano durante los primeros siglos de esta era fue determinante para el exitoso afianzamiento del cristianismo como religión estatal. La época que nos interesa abarca desde la aparición de las primeras figuras no narrativas en un lugar de culto colectivo – Doura-Europos, año 248, aproximadamente – hasta la consolidación del Cristianismo como religión estatal, representada emblemáticamente por la batalla del puente Milvio en 313. El paso de ser considerada una amenaza para la estabilidad imperial, condenada y perseguida – cabe recordar las sangrientas persecuciones a las que fueron sometidos en tiempos del emperador Diocleciano – a presidir aquella famosa batalla que es símbolo del comienzo del Imperio Romano-Cristiano, es la culminación de un proceso de transición en el cual pudo conformar un lenguaje figurativo propio que Constantino El Grande decidió utilizar a su favor.

El curso del Cristianismo en el primer siglo se movió en la clandestinidad. Durante este tiempo Roma, el costado occidental del imperio, se debatía entre los problemas políticos. Relegados a ser culto funerario, sus primeros lugares sagrados fueron las catacumbas; allí se encuentran las primeras figuraciones representativas de episodios bíblicos que mantuvieron, por imitación, las técnicas y elementos narrativos comunes al arte romano.

Las excavaciones arqueológicas que han encontrado la basílica-baptisterio de Doura-Europos, en medio de la Mesopotamia, lugar originario por demás, nos muestran un lugar que reúne en sus muros un repertorio de figuras totalmente novedosas en su forma de representar, al menos en lo que se refiere a las que se habían encontrado en Roma. Estas figuras no solamente aluden a episodios bíblicos, que como es natural se utilizaban con intenciones educativas, sino que abstraen en ellas mismas, en sus formas, su contenido. Es decir, se convierten en símbolos del mismo: una forma no descriptiva, no narrativa, pero que es identificada por asociación de conceptos con el hecho bíblico que ya no narra, sino que refiere.

Como hablábamos antes, las ideas neoplatónicas estaban sobre la mesa en las escuelas bizantinas ya desde el primer siglo de esta era, coincidiendo en tiempo y lugar con lo que se conoce como la época de las peregrinaciones de Pedro y Pablo. La principal consecuencia de este período fue la transformación de los ritos domésticos y de las prácticas cristianas cotidianas, antes localizadas en la intimidad, en ritos colectivos que tuvieron lugar en espacios públicos y representativos como las basílicas. La historia de este edificio es bien conocida; nos interesa destacar que es una tipología que en sus orígenes fue utilizada por los romanos como recinto de reunión, no de adoración. Se entiende entonces que el Cristianismo buscara instaurar un orden aún apropiándose de espacios que no le fueran característicos, sin ningún temor a confusiones; porque lo que empleó en su favor fue la capacidad representativa de este espacio a nivel urbano: cada ciudad, por pequeña que fuera, tenía al menos una basílica en un lugar emblemático que denotaba la comunión del pueblo.

Además de la apropiación de lugares simbólicos como las basílicas y de la institución del culto propio, el Cristianismo en oriente se vio siempre más libre que en occidente, gracias a la evidente lejanía del poder administrativo y político, con lo cual las facilidades geográficas permitieron buenamente su expansión. La consolidación del culto, que garantiza el contenido de la doctrina, y la del apostolado, proclamador de la palabra a los paganos, da inicio a una etapa en la cual las formas representativas se convierten en la piedra angular del sistema educativo, de adoctrinamiento de las almas que el apostolado, oral, había comenzado a convertir. Es en este momento cuando ocurre la transformación: de ser oral y anicónico, a complementarse con el contenido visual.

La batalla de Constantino contra Magencio en el puente Milvio, muy cerca de Roma, es el final de la línea temporal que nos hemos trazado para entender algunas cosas con respecto al tema representativo. La religión en Roma era un asunto político: es decir, de la polis; en tanto que el pueblo no cumpliera con los ritos que el estado exigía para mantenerse estable, podía venirse abajo y está de más recordar los problemas políticos que tenía el Imperio en aquel momento. El gran inconveniente que los cristianos representaban para los romanos estaba basado en su monoteísmo, la imposibilidad de adorar a los dioses estatales para garantizar la estabilidad imperial. Por lo tanto, la astucia de Constantino consistió en declarar el Cristianismo religión estatal y hacer que todos los demás – politeístas en su mayoría – adoraran al Dios cristiano. Al final el objetivo era consolidar las fuerzas y conseguir la reunificación de un Imperio; era un asunto político, no religioso. Ahora podemos entender lo que significaba, en términos de imagen, de representación, levantar sobre los ejércitos romanos el estandarte con el símbolo de la cruz cristiana (6): abstracto, no narrativo, sino simbólico en el sentido más estricto, sobre los ejércitos que encontraron allí el contenido necesario para arrojarse sin pensarlo a la guerra. Sobra recordar que el ejército romano resultó vencedor y a raíz de este triunfo Constantino declaró al Cristianismo religión estatal.

El proceso relativo a la imagen es claro: es identificada con un concepto, es decir, es entendida. ¿Por quién? En este momento juega la mirada un papel fundamental. Mirar, ya se ha dicho, está en el inicio de toda actividad representativa y científica. Se representa únicamente ante los ojos de otro, lo que indica una conciencia de la presencia de uno que está fuera de nuestra mente, de nuestros límites y con quien nos queremos comunicar. Y aquél que está fuera, es ese que busca de la imagen entenderla, descifrarla, desmenuzarla con sus ojos, aquel que busca en la imagen la respuesta, el significado, el observador preparado que puede reconocer, tras la abstracción de las formas, el mensaje, la cifra.

La mirada, el observador, recuerdan a la física euclidiana, el cono de visión y la mágica coincidencia de substancias, el pneuma, equivalentes entre los ojos, la luz y el alma. De la misma manera que coinciden los elementos físicos, la mirada se convierte en un juego de identidades, donde igual con igual componen la imagen resultante (7). El observador, los ojos, son el medio que permite el desarrollo del fenómeno, es decir, el que mira ajusta, a su vez, la imagen. De ahí las analogías populares al proceso visual: no hay peor ciego que el que no quiere ver, lo ojos son el espejo del alma, o la que alude a la máxima ambigüedad de la mirada: todo depende de cómo se mire

De la misma manera que la mirada es un proceso que revela la existencia de un objeto, el destinatario del rayo visual o la imagen misma, ésta desarrolla sus propios modos de presentarse de acuerdo con el observador. En consecuencia, la imagen cambia para hacerse acorde con la manera de mirar. La transformación más evidente de las formas representativas de ésta época está en la simplificación de sus trazos. Si vemos las imágenes talladas en las catacumbas romanas, entenderemos que las manos que elaboraban aquellas formas refinadas, herederas de la manera de hacer romana no son, definitivamente, las mismas que dibujan figuras en las cuales se ha eliminado todo detalle, donde lo que se ve es intrascendente: la importancia de la imagen está en lo que no se ve, en la misma tradición de invisibilidad de donde viene, en el concepto que esconde detrás de la forma física, dibujada, en resumen, del engaño.

La imagen, entonces, se descarga de ornamentos, elimina de sí todo aquello que le sobra y se concentra en representar lo que el observador ya conoce, pero no ve. La imagen se deshace de excesos, no narra ya lo que no es esencial, y aquello de lo que prescinde es lo mismo que está en el fondo del observador, es el pneuma que juega a las coincidencias y por imitación descifra lo que a primera vista le es velado, conoce el mensaje que solo el observador preparado puede adivinar. El espectador ha sido ya entrenado para completar lo que a la imagen le hace falta y entonces, como en un rapto de iluminación divina, entiende la imagen, capta su contenido y reagrupa los conocimientos que un día fueron separados, la idea y su representación.

La imagen es entonces símbolo, simbolon – sym-bolon (8), reúne en ella misma los contenidos dados por el autor para que sean reconocidos por el observador y el medio son los ojos, es el aire por el que viajan las partículas representativas del objeto, como pensaba Euclides (9), que no podían entrar en el alma si no estaban compuestas de la misma substancia. El alma – psyche –, aquella que debe estar limpia para recibir la verdad – como retomaría muchos siglos más tarde San Agustín – es el receptáculo de la información y es allí donde debe ser complementada, unir las dos partes, como antiguamente los pactos comerciales, y comprobar su encaje, evidenciar así que el origen de la imagen y su destinatario se corresponden. Es él quien lleva dentro los contenidos que la imagen no narra, no explica, aquello de lo cual prescinde, y se arriesga a descifrarla.

El conocimiento velado ha sido objeto de la curiosidad del hombre, y en tiempos de sectarismos y persecuciones, de desconfianza, ha sido simbolizado a través de las colectividades para convertirse en expresión de identidad; como el símbolo, sirve para reconocer a los otros, los que pertenecen a la misma unidad. Solo el observador preparado, educado e iniciado en los misterios sagrados puede encontrar en el escueto dibujo de una persona con los brazos levantados, la imagen más elocuente de un cristiano en estado de oración, que es el más puro de los estados en los que pueda estar hombre alguno mientras viva, un significado místico que se presume con la lectura de la imagen. El observador, entonces, infiere, deduce, entiende y explica los significados velados de la imagen, el principio oculto de su creación.

Aunque ahora nos resulte evidente, este fenómeno se define mediante el proceso de conceptualización de la imagen que el Cristianismo trajo consigo. La especialización de las artes pictóricas y escultóricas en la antigüedad griega y su posterior uso en la romana, dan cuenta de una mecánica narrativa que es abandonada en los primeros años del Cristianismo, que, en consecuencia con su doctrina, renuncia a la preocupación por la forma y se centra en el contenido, cargando a la imagen de la condición simbólica que le conferimos ahora. El carácter icónico, en este sentido, es el que la convierte en representación automática de la idea que la origina, es la desintegración de los límites del mundo visible y el invisible y, por tanto, la sistematización del proceso visual.

Partiendo del sospechoso paso del aniconismo al iconismo más esencial, es necesario entender que en aquella época no viciada aún por el mito de las imágenes, no bombardeada por el conocimiento encapsulado, la imagen es medio, intermediación, es palabra, no significado. Nunca podría ser de otra forma, en tanto que la Biblia prohibiera la adoración a los objetos visibles fabricados por el hombre. El momento de transición en el cual estas imágenes aparecen en lugares de adoración, que les permite estar allí por ser intermediarios de la fuerza divina, para convertirse su encarnación, la presencia del hecho místico en sí mismo, desencadenará alrededor del siglo VIII las disputas iconoclastas que intentaron recuperar aquel instante perdido en el tiempo, en el cual los límites no se habían destruido y las imágenes eran inofensivas, referencias simbólicas que no alcanzaban su esplendor sin aquel observador privilegiado.

El icono ha venido especializándose desde aquel inicio primitivo hasta su cúspide en toda una disciplina práctica en la edad media, en una gran academia de estudios iconológicos en el siglo XIX, para llegar a nuestros días como parte de un sistema imagógico de alguna manera automatizado. Y, aunque aparentemente superficial, es posible explicar esta mecanización en su uso actual. Basta citar alguna de esas figuras que aparecen en la pantalla del computador tan pronto como lo encendemos. El objeto no describe, somos nosotros los que entendemos e interpretamos una forma abstracta. Rapidez: en la mirada, en la consecución del significado, en los resultados. Rapidez: está en la esencia del pensamiento abstracto. El icono ha perdido ese estadio intermedio, el acto contemplativo, el momento previo al encuentro de la comprensión. Es ahora igual al significado, e inmediato a éste, aunque ya no sea descriptivo, aunque, en ocasiones, difícilmente se asemeje a la representación de la idea que se quiere comunicar.

El mundo entero ha sido reconstruido en un sentido puramente visual y esta hecho para ser visto; en un sistema de imágenes que se superponen entre sí y buscan ser una cápsula de la menor cantidad de tiempo cargada de la máxima cantidad de datos. En la era de la información, no del conocimiento, ¿Qué ha sido del arte para ser visto? La respuesta es simple, una sola ya desde Duchamp, que mostró el camino a quienes aun corremos el riesgo de intentar buscarla en el arte. A partir de su condena inicial de engaño y mentira, la forma, el arte, ha recorrido un camino de liberación hasta llegar al famoso Fountain donde el artista ya no busca engañar al ojo ni a nadie, busca la realidad del acto propio, no representativo. La muerte del arte consiste en la muerte del engaño platónico, consiste en la abolición de la condena idólatra equivalente a los tiempos medievales, que es la ruptura que sienta Duchamp.

Qué ha sido de la arquitectura, entregada por completo al juego de las apariencias y de la representación, entregada a ser icono que no espacio habitable, a la búsqueda de la forma que no del fenómeno, del acto propio, excusándose en la mirada engañosa que se entretiene en los resquicios, la arquitectura que ha olvidado abolir aquello que le sobra al concepto para permitir de nuevo la implicación de quien observa. En la construcción de un mundo de simulacros, donde el colectivo de la fiesta, de la participación activa, humana, ha sido reemplazado por la mirada pasiva del espectador que no espera nada, ¿qué ha sido de la arquitectura que implica, que comparte, simbólica en cuanto del otro lado siempre hay alguien que participa, que genera el proceso creativo a raíz de su contenido? ¿Qué ha sido de la arquitectura de la fiesta, que no la del espectáculo?

Esta actitud de veneración y de culto a las imágenes, en mi opinión, está cerca de la construcción de este discurso, el imagógico, que se ha mantenido durante siglos en el imaginario de la humanidad occidental y se ha encargado de componer una actitud relativamente unificada hacia la verdad de la imagen. La confianza en el hecho visual, ya en aquel lejano siglo III, fue duramente criticada por traer consigo el engaño de la apariencia platónica. De la misma manera, la actitud actual generalizada por los medios masivos, permite al observador, nunca mejor dicho, relacionarse con esa pequeña fracción de información – sin permitirse poner en tela de juicio su veracidad – y recibir lo que ella transmite como cierto. El icono, al final, rompe los límites entre el acto representativo y el concepto representado: la apariencia y la comparecencia se fusionan en la imagen icónica que ya no pasa por el tamiz del alma para revelar el halo de la verdad. La mirada, así, carece hoy de fundamento más allá de la propia sistematización del acto visual. El mundo medieval, que nos parece tan ajeno en el tiempo, revive en nuestros ojos hoy para volcar la mirada en el icono y hacerlo ídolo, dogmático e incuestionable, para aceptar la verdad de su mensaje y asumir una actitud religiosa, sumisa, frente al desproporcionado reduccionismo del mundo contemporáneo.

notas

1
GUBERN, Román. La mirada opulenta. Exploración de la iconosfera contemporánea. Colección “Mass Media”. Barcelona, Gustavo Gili, 2ª ed, 1992.

2
Conviene recordar que una de las primeras medidas que toma Platón en La República consiste en expulsar a los poetas – en tanto artistas que practicaban el acto representativo – de la ciudad. Aún considerándolos necesarios, decide que su actividad debe ubicarse extramuros. Ver PLATÓN. República. Diálogos, Tomo IV. Colección Biblioteca clásica. Editorial Gredos, Madrid. 1997.

3
Por cristianos me refiero a aquellas personas que se decían seguidoras de la doctrina de Cristo, la distinción entre cristianos y católicos vino mucho tiempo después. Se entiende que esta referencia es a un proceso sociológico en el que se pretende explicar la transición de una época a través de su pensamiento y su forma de representar.

4
Ernest H. Gombrich explica muy bien este proceso en “Reflexiones sobre la revolución griega” En Arte e Ilusión. Ed. Debate. Madrid, 1998. p. 105 y ss. También VERNANT, Jean-Pierre. La muerte en los ojos. Barcelona, Gedisa, 1999; y "Naissance d’images" en Religions, Histoires, Raisons. Paris, François Maspero, 1979.

5
Para la explicación del proceso de la mirada según Platón ver PLATÓN. Timeo. Diálogos, Tomo VI. Madrid, Gredos, 1997. Colección Biblioteca Clásica, nº 160, p. 196.

6
La leyenda cuenta que la noche previa a la batalla, un ángel lo visitó en sueños y le mostró el símbolo de la cruz en el cielo, con la inscripción "In hoc signo vinces" (Con esta señal vencerás).

7
MARTÍNEZ, Rafael. “Del ojo, Ciencia y Representación”. Revista de Ciencias UNAM, nº 66. México DF, abr./jun. 2002.

8
Símbolo designaba primitivamente un objeto partido en dos y cuyas mitades servían se señales de reconocimiento.

9
Euclides, el maestro de la geometría plana y del espacio, escribió su tratado De Óptica alrededor del año 300 a.C.

sobre el autor

Mónica Cruz Guáqueta es arquitecta de la Universidad de Los Andes, Bogotá, Colombia. Reside en Barcelona, allí cursó el Máster Historia, Arte, Arquitectura y Ciudad y es doctoranda en Historia y Teoría de la Arquitectura, ETSAB, UPC. Es investigadora en historia de la arquitectura y del arte, documentalista del Archivo histórico de la Cátedra Gaudí, miembro del consejo editorial de la revista Papeles DC, profesora del curso “Arquitectura y sociedad”, en el Máster de Diseño de Interiores y coordinadora del Máster Historia, arte, arquitectura y ciudad

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