Su finca se encuentra tan solo a veinticinco verstas de la ciudad, el ferrocarril pasa cerca; si usted divide en parcelas el jardín de los cerezos y la tierra a lo largo del río para construir casitas de veraneo y luego las da en arriendo, obtendrá por lo menos 25.ooo rublos de rédito al año.
El jardín de los cerezos, acto I
Parecen palabras actuales pero fueron escritas hace justo 100 años por el dramaturgo y cuentista ruso Antón Chéjov en su última obra, El jardín de los cerezos. La protagoniza una familia aristocrática venida a menos que, para menguar sus deudas, se ve en el trance de subastar su fenomenal huerto, un cerezal simbólico donde coinciden el pasado poderoso y feliz –como en una prolongación de la habitación de los niños donde transcurre parte de la acción de la obra- con la modernidad industrial. El mismo año del estreno, 1904, la tuberculosis vencía su pulso con Chéjov, un médico de 44 años que nos dejaba en herencia espléndidas narraciones cortas, como La señora del perrito, y media docena de piezas teatrales (La gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas) que un siglo después reivindican todavía su vigencia sobre los escenarios de todo el mundo. En su época no consiguieron gran reconocimiento hasta que Stanislavski, el creador del método interpretativo tan en boga en el Hollywood de los 50, decidió montar El jardín de los cerezos con un estilo renovador y naturalista que resaltaba el mundo chejoviano: personajes paralizados por la rutina, que quieren pero no pueden o no se atreven, convencidos de que ni siquiera vale la pena intentarlo. En el horizonte de ese microcosmos planea omnipresente una cuestión que nos implica a diario: la huida del mundo rural a la ciudad y la transición hacia la vida urbana moderna.
En El jardín de los cerezos, la dueña de la finca, Liubov, viaja arruinada por Europa y, tras perder la propiedad, marcha para instalarse en la ciudad; en otras obras del autor aparecen también gentes que sueñan con la urbe. En el fin de siglo ruso ese lugar mágico estaba en plena transformación gracias a una revolución industrial que cambiaba la fisonomía de las ciudades neobarrocas, dominadas por una pequeña aristocracia que contemplaba desde sus jardines el ascenso imparable de la burguesía industrial. La nueva clase dominante modificaba la trama de la ciudad, racionalizaba el territorio, lo parcelaba y especulaba con él para adaptarlo a las exigencias de la producción, el consumo y los intercambios mercantiles. Es la propuesta que le hacen a Liubov pero que ella rechaza por encontrarlo de mal gusto. Los terratenientes no se sintieron involucrados en la creación de la ciudad, tan solo llamaban a sus puertas para pasear vestidos de seda por las avenidas de los nuevos ensanches.
Paradójicamente vivimos en el siglo XXI una situación de nueva expansión urbana que se enfrenta a la redefinición y liberación de los límites espaciales de la ciudad. En este caso son fenómenos como la mundialización de la economía, las nuevas tecnologías o la desaparición de los bloques geopolíticos –todos ellos actores de la globalización- los que marcan la redistribución del territorio. Pero esta economía se basa en actividades que no necesitan imperativamente ser realizadas en instalaciones urbanas por lo que es en la logística y la conexión con las grandes redes de transporte, en la accesibilidad, donde descansa la capacidad de desarrollo económico de las ciudades. La tercialización alcanza a la ciudad de pleno: ya no produce, gestiona. A la dicotomía clásica público/privado se le suma una tercera vía relacionada con ese cambio: el espacio colectivo a medio camino entre ambos del que serían ejemplo los centros comerciales. En esa fragmentación espacial que acoge relaciones sociales cada vez más fugaces intentamos reconocer nuestro cerezal. Entre las parcelas amenazadas existe una que también lo estaba en la revolución industrial del siglo XIX aunque no existiera conciencia de ello. Se trata del medio natural, la diversidad biológica que puede sucumbir a una colonización que desarticule la riqueza natural aprovechando el debilitamiento del Estado regulador. Por su parte, la cultura global, armada de gran despliegue mediático, reta a las manifestaciones locales, a sus producciones artísticas e imaginarios simbólicos.
La ciudad se desborda tras esta revolución y las estrategias configuradoras de territorio necesitan tener en cuenta ámbitos más amplios, regionales o áreas metropolitanas, que se gestionen de manera autónoma y configuren identidad. El mayor desarrollo de una democracia de ámbito local-regional con modelos políticos urbanos más operativos podría conseguir proyectos más dinámicos y adecuados a las necesidades de la revolución urbana. El jardín de los cerezos sucumbió al no adaptarse a las nuevas circunstancias porque, como nos enseña Chéjov, no hacer nada también tiene consecuencias, a veces graves.
Sobre los autores
Isabel Aparici, antropóloga y periodista
David Hernández Falagán, arquitecto
Artículo publicado originalmente en Arqscoal (Revista del Colegio Oficial de Arquitectos de León) nº 01, 2004.