Si hablamos del espacio público desde el punto de vista de quienes lo usan de forma diaria y directa, sus protagonistas son las mujeres, de quienes hablaremos en una próxima ocasión y, sin duda, los grupos de edad que son más dependientes, como la gente mayor o las niñas y niños. De cómo la ciudad sea pensada, articulada y programada dependerá el grado de autonomía de las personas más débiles. Desde esta óptica, el espacio público no es diferente en concepto pero si en necesidades y usos. Por lo tanto, para que sea usado y apropiado por niñas y niños ha de tener en cuenta como experimentan los espacios y ha de aportar seguridad.
Nuestra tradición del espacio público, como contenedor de la “res pública”, arranca en el ágora griega. Pero este era un ideal filosófico, abstracto e irreal, ya que quienes lo usaban no eran todos ni todas, sino unos pocos privilegiados. El ágora fue el espacio de los hombres libres, adultos y de las clases poderosas, produciéndose una exclusión por clase, raza, edad y género. Por ello aún hoy es un debate abierto el para quién y para qué es el espacio público.
Pensar las ciudades desde la perspectiva de esos “locos bajitos”, como les cantara Joan Manuel Serrat, es hacerlo desde la máxima inclusión. Su experiencia corporal es tan diferente de la de los adultos, su capacidad de asombro y descubrimiento tan enorme, que deberíamos hacer un esfuerzo por pensar desde ellos y con ellos los espacios públicos. Lo que significa de manera simplificada que la mejor ciudad es aquella en la cual la calle es de niñas y niños. Es decir es segura, cómoda y amigable.
En este sentido, una experiencia maravillosa de legislación a partir de la participación directa fue el sistema de unas 1000 pequeñas plazas esparcido por toda la ciudad de Ámsterdam, que Aldo van Eyck tuvo la oportunidad de proyectar a partir de 1947 y durante 20 años, desde su empleo en la oficina de trabajos públicos de la ciudad. La idea fue de la arquitecta Jacoba Mulder, jefa del Departamento de Planificación Urbana. Según cuenta Liane Lefaivre en el libro Ground-up City Play as a design tool (2007), al ver Jacoba Mulder desde su ventana a una niña jugando en un rincón de la calle sin más recursos que imaginación, tierra y una lata, se le ocurrió que era posible crear un espacio económico y lleno de posibilidades, para cuyo diseño se ofreció voluntario Aldo van Eyck. Una serie de elementos simples permitían conformar espacios de juegos adecuados a cada superficie, resultando cada uno diferente y, lo que es más importante, con una gran variedad de formas, texturas y posibilidades capaces de provocar la utilización creativa de dichos elementos por los niños y niñas. El mecanismo seguido era siempre que una persona o grupo de ciudadanos identificaran y propusieran solares vacíos, esquinas, aceras y otros pequeños terrenos urbanos no utilizados para uno de estos espacios de juego; a lo que el ayuntamiento respondía una vez comprobada su viabilidad con un diseño específico.
En este sentido, muchos de los equipamientos de juegos en nuestras plazas son demasiado condicionantes, dejando poco margen para la creatividad. Predomina una falsa idea de seguridad, vallando y limitando usos, seguridad y limpieza con suelos fijos, a diferencia de lo que aun hoy encontramos en los países del norte de Europa. En muchos de nuestros espacios de juego falta el contacto con la naturaleza, sin tener en cuenta que la mirada y el interés de la infancia en la calle y en los parques se deposita en la naturaleza que los envuelve, por muy urbana que sea. Su interés va detrás de palomas, hormigas, perros y gatos; y también les gusta el agua, la tierra y la hierba. Experimentar con las texturas es parte del crecimiento. En el norte de Europa nos encontramos con espacios de juego abiertos, con agua, arena, tierra y juegos variados que no se reducen a toboganes, hamacas y subibajas que parecen máquinas de rendimiento. Los niños aprenden y maduran con el tiempo perdido; deteniéndose, mirando con curiosidad, descubriendo e imaginando. Por tanto, tienen valor que, dentro de un parque seguro y con buena visibilidad, se permita un mínimo de aventura y ocultación a los niños en metáforas de casas; que manifiesten las cualidades de lo blando; emanen perfumes, utilicen colores y expresen sonidos; pongan énfasis en diversas texturas, explorando diversidad de pavimentos y utilizando hierba y arena; en definitiva, todo lo que estimule los sentidos y la diversidad de experiencias.
Esta reflexión de la ciudad y los niños tiene un referente contemporáneo ineludible en los textos y las experiencias de Francesco Tonucci, creador en Turín del proyecto internacional “La ciudad de los niños”, que propone a las administraciones de diversas ciudades del planeta pequeños cambios urbanos para hacerlas más seguras, amistosas con la infancia, como parámetros de calidad ambiental y sostenibilidad. Se trata de un tipo de pensamiento y acción que surge a finales de los años sesenta, cuando el paradigma unitario de la Ilustración se fragmenta, enfatizando las visiones de los otros: género, infancia, poscolonialismo. Desde este punto de vista, la calle, la plaza y la escuela son los lugares de sociabilización para niños y niñas, donde desarrollan su autonomía y van aprendiendo a superar miedos y dificultades. A partir de la experiencia de la ciudad de los niños, en países como Italia, España y Argentina, entre otros, se han hecho proyectos de modificación del espacio público: plazas, calles y aceras se ven transformados siguiendo los deseos que plantean niñas y niños. En este sentido, sus exigencias reclaman una cultura del espacio público que en ciertas ciudades se está perdiendo.
La propuesta de Tonucci, argumentando que la ciudad vuelva a ser acogedora para los niños, hereda concepciones urbanas biologistas de Pattrick Geddes, Lewis Mumford, Jane Jacobs o Christopher Alexander: una ciudad en la que conviven todas las generaciones y actividades, enriqueciéndose unas a otras, en la que se potencia un completo ciclo de la vida urbana y en la que se intenta evitar los grandes desastres de la especialización, la dispersión y la segregación.
Siguiendo su enseñanza, algunas ciudades han comenzado a integrar sus ideas en la planificación; no en toda la ciudad, si no en determinadas zonas. Una de las prácticas más extendidas son los “caminos escolares”. Éstos consisten en crear recorridos seguros y agradables para que los escolares adquieran una mayor autonomía al poder desplazarse sin acompañantes hasta escuelas y equipamientos cercanos a su casa. Son proyectos de escala barrial, que se basan en un acuerdo compartido entre diferentes agentes y usuarios que intervienen en el espacio público, con una especial colaboración de los comerciantes que tienen sus tiendas en dichos recorridos y que puedan formar una red de referencia, simpatía y protección. Para potenciar estos itinerarios escolares, enriqueciendo la autonomía y la propia red social infantil, es relevante la discusión que se ha instaurado en la comunidad educativa sobre la oportunidad que los patios escolares sean plazas en horario extraescolar. Lo que aquí es una novedad a debate para otras sociedades, como la canadiense, es una cuestión aceptada: los patios de la escuela son espacios de juego más allá del calendario y del horario escolar. Con ello se obtienen al menos dos beneficios: la capacidad de movilidad e independencia de los menores para fortalecer su entorno social, y el uso eficiente de un recurso escaso como es el suelo, dándole el máximo de utilidad.
Ciudades catalanas, como Reus o Granollers, y valencianas, como Carcaixent, han puesto en práctica las ideas de Tonucci, creando el “bus a pie” y el “camino escolar”. Y, lógicamente, la práctica de la Slow City, que comenzó en Bra, Italia, también sintoniza con la ciudad de los niños y en este caso se ha implantado el “piedibus”.
La ciudad de Rosario, en Argentina, intenta crear ciudadanía democrática en convivencia urbana desde la infancia, para contrarrestar los efectos de una ciudad en continuo crecimiento, privatización del proyecto urbano y especialización funcional que dificulta la vida en la calle. Siguiendo también a Tonucci, se ha creado el Consejo de los Niños (de 10 a 14 años), también llamado “la fábrica de ideas”, que se reúne cada sábado en los siete consejos de distrito. La actividad de Rosario como ciudad de los niños fue reconocida en 1999 por la UNESCO y en 2003 recibió un nuevo premio del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) por sus prácticas de gobernabilidad. Entre los equipamientos creados destacan la Granja de la Infancia, la Isla de los Inventos y el Jardín de los Niños, tres espacios orientados a una educación ambiental, científica y artística a través del juego.
Sin embargo, aunque el espacio público se pretenda proyectar específicamente para niños, muchas veces se hace inadecuadamente. Por ejemplo, en Barcelona hay zonas de juegos delimitadas según edades y, generalmente, valladas, faltando bancos de descanso para el cuidador o cuidadora. Esta división dificulta el uso de los espacios de juego para hermanos o amigos de diferentes edades, eliminando el aprendizaje entre iguales. Se construyen espacios fragmentados, con poca posibilidad de desarrollar la creatividad y la imaginación. Espacios en los que muchas veces se colocan uno o dos elementos de juego, utilizables solo por dos niños, impidiendo la socialización con otros. Y no se trata solo de espacios marginales o viejos, sino que una plaza de reciente creación, como la de Lesseps, contiene dos zonas de juegos infantiles cada una con una hamaca, un tobogán y un subibaja. Basta pasar por allí cualquier tarde para ver a los niños haciendo interminables colas, para poder jugar un ratito ante la impaciente mirada de los que esperan. Contrariamente, encontramos magníficos ejemplos de integración lúdica intergeneracional en aquellas plazas o parques que proponen mecanismos y actividades próximas para todas las edades.
La ciudad para niñas y niños no constituyen una dádiva sino un derecho, que les permita crecer seguros, en sociedad y libertad, como bien se refleja en una de las viñetas de Frato, el alter ego de Tonucci, en el que un niño aclara “Señor alcalde, no queremos toboganes ni hamacas, queremos la ciudad”
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Artículo originalmente publicado en el cuaderno Culturas de La Vanguardia de 28 de octubre 2009
sobre los autores
Josep Maria Montaner es arquitecto, doctor y catedrático de la Escola Tècnica Superior d'Arquitectura de Barcelona de la Universitad Politécnica de Cataluña. Es director del Master Laboratorio de la vivienda del siglo XXI en la ETSAB.
Zaida Muxí Martínez es arquitecta, doctora, professora y coordinadora de la Escola Tècnica Superior d'Arquitectura de Barcelona y codirectora junto Josep Maria Montaner del Master Laboratorio de la vivienda del siglo XXI en la ETSAB.