A raíz de la convulsión de las revueltas populares en el mundo árabe que están provocando la caída uno a uno de dictadores que estuvieron impunemente anquilosados en su poder y que significaron sus gobiernos a través de fastos excesivos de toda clase, se vuelve a poner sobre la mesa la bien conocida realidad del uso político y propagandístico de la arquitectura. Las actuales circunstancias se convierten en una incómoda situación para muchos arquitectos occidentales que exhibieron grandilocuentemente sus magnificentes proyectos para estos dictadores en un amasijo retórico sobre vanguardia, progreso y democracia, por cuanto se delata que la única realidad fue su interesada connivencia con esos poderes absolutistas.
Los arquitectos no han desperdiciado la menor ocasión de servir a estos regímenes, amparándose con falsa ingenuidad en la interesada legitimidad que Occidente les ha estado otorgando mientras eran útiles para mantener la estructura política y económica de un status quo global cuyo trasfondo se revela cada vez más turbio. Lo han hecho sin expresar adhesión ideológica alguna, pero también sin cuestionamientos, relegando cualquier posibilidad de plantearse algún dilema ético, ya que sus edificios no iban a ser en ningún momento objetos inocuos sino elementos que seguirían escenificando y reforzando el poder que esos tiranos están o estaban detentando.
Es seguramente contraproducente limitar la crítica de esas producciones a su estricto valor formal o estético (aunque pueda debatirse si alguno de ellos trascenderá a los anales de la historia de la arquitectura). Pero sí es necesaria una reflexión sobre esa actitud liderada por la oligarquía de la arquitectura: los hechos recientes en Libia llevaban a recordar el proyecto de un resort de lujo y ecológico en Libia diseñado por Norman Foster en 2007 que se presentaba como una evidencia de las intenciones ‘reformadoras’ de Saif-al-Islam Gadafi, segundo hijo del dictador. Una actitud que hoy se revitaliza en personajes como Bjarke Ingels, convertido en el último portavoz de las justificaciones de las excelencias de ser un arquitecto-estrella occidental que se pone al servicio de un dictador con afirmaciones del tipo: “Firmamos el contrato en Kazakhastan y el cliente dijo: ‘Queremos trasladar el edificio para que quede 800 metros más cercano al palacio del presidente’. Observamos el lugar. Ya estaba acordonado y empezaron a excavar al día siguiente. No encuentras este tipo de debates públicos cuando trabajas en otros países excesivamente democráticos”. Esa perversa frivolidad que Ingels ofrece en versión de supuesto descaro juvenil es la misma obliteración de la verdad que subyace en las argumentaciones de otros significativos nombres como Norman Foster o Jacques Herzog, que han insistido en defender con fraudulenta seriedad proyectos vacuos y producidos con fecha de caducidad inmediata, hechos en cuestionables contextos políticos con la recurrente excusa de que los edificios potenciarán sentimientos de libertad y democracia, que no son ‘monumentos al líder’ sino edificios ‘para el pueblo’, que es una actitud políticamente más legítima construir un gran edificio que apoyar boicots contra esos países.
Con declaraciones de este tipo, esos arquitectos han travestido cualquier consideración ética en la impostación de esos mesiánicos argumentos sobre ‘un mundo mejor’ únicamente en la persecución del camino más corto y rápido para el afianzamiento de las propias ambiciones personales de poder y gloria que facilita el servilismo al dinero fácil y sucio de las dictaduras, para los que parecen resultar molestos los filtros a los que otros sistemas políticos les obligarían a someterse. Su a-ideologización ha desembocado, consciente o inconscientemente, en un temible cinismo enmascarado de una (supuesta) vocación de portadores del progreso, en la emergencia de una especie de nueva meta neo-colonialista que se vale de las dictaduras / democracias corruptas como laboratorios para sus desaforados, vacuos e imposibles juegos formales mientras éstas son útiles.
Por este último factor, el de esa utilidad de esos regímenes, posiblemente debamos ir más al fondo y comprender que estas compras y ventas de ficciones democráticas en forma de edificio son el reflejo de una civilización en la que, en los tiempos de globalización e hiperconsumo, se ha hecho transparente el modo en que se basurean y bastardean a gran escala los principios democráticos de tal manera que mentiras y opiniones temerarias como las de estos arquitectos –que se saben protegidos por su calidad de ciudadanos de lugares relativamente más libres que los de esos ‘otros’ regímenes- se hacen apoyo a los poderes y decisiones de estos dictadores, convirtiéndose ellos en otros cómplices más en el sostenimiento de los espejismos que el gran imperio político global crea sobre esos regímenes.
Publicado en el suplemento cultural de ABC, Madrid - Número 997