Cuando uno termina de leer este hermoso libro, siente la impresión de que ha leído un texto escrito por alguien que ama la ciudad, su historia y, principalmente, sus habitantes. El autor, el arquitecto Edwin R. Quiles, examina las formas diversas en que las personas, agentes activos del cambio en la ciudad y sus suburbios, se apropian el espacio como tierra o como forma en el taíno bohío de paja, en la casa yoruba, en el barracón multifamiliar de los peones, en la casita de madera o de mampostería, en el estilo híbrido que aúna estructuras y materiales. Parte de la pasión con que el autor mira este espacio y se lo apropia afectiva y racionalmente permea la forma con que lo escribe: la intensidad rezuma de este texto que se ocupa del poblador y de su espacio, a saber, el puertorriqueño que habita San Juan y los suburbios que nacen alrededor de éste entre los siglos dieciseis y los albores del siglo veinte.
Esa mirada de Quiles incluye a todos: conquistadores, obreros, mujeres, artesanos, comerciantes blancos y españoles, especuladores de la tierra, propietarias negras, lavanderas y costureras, pequeños burgueses, capitalistas, mulatos, inquilinos, clérigos, arrendadores, dueños sólo de la casa, cimarrones, propietarios de cocales, de manglares, de tierras bajas, del San Juan intramuros, etc. Por aquí ronda también el Italo Calvino de ese texto maravilloso que es Las ciudades invisibles, cuando el autor rememora la diferencia entre las palabras y los gestos en el decir de Marco Polo al visitar un lugar: las palabras sirven para describir los sitios, pero los gestos y las miradas viven para lo que no puede decirse con palabras. Me parece que, en parte, ese es el valor que tienen las ilustraciones profusas de este libro: fotos, mapas, diagramas, dibujos, planos, vistas, fragmentos de serigrafías, pinturas, paisajes. La historia ilustrada viene acompañada de la representación de las personas que viven San Juan. Ahí se halla lo que Quiles no puede o no quiere expresar con palabras, porque en última instancia se trata de mirar larga, paciente y profundamente un objeto de amor. Quien se acerque a este libro, pues, terminará mirando de la misma forma, y con ello ya se habrá logrado mucho.
Antes que la ciudad murada, lo que recuerdo y veo en este texto es el agua. Agua por todas partes, agua en La Puntilla, en el mar de la Perla, agua del Puente Dos Hermanos, aguas de la Laguna del Condado en Miramar, aguas cerca de la arena en Punta Las Marías y Ocean Park, agua en el Caño Martín Peña, agua hacia Piñones y en el camino de Loíza. Aguas, pleamar, manglares, tierras bajas, litorales, lagunas y pantanos. El agua se avista desde la parte más alta de San Juan y la mirada la cifra en la bahía y circundando el puerto. Estas aguas que rodean la ciudad van replegándose a medida que los habitantes más pudientes se las apropian y cercan, domesticándolas o urbanizándolas en La Puntilla, Barrio Obrero, Alto del Cabro, San Mateo de Cangrejos, localidades cercanas a la ciudad oficial que al principio habitaron los sectores populares. La expansión extramuros que aplaca y acaso suprime esa agua constituye tres de los capítulos de este libro, que es tanto una historia del movimiento del capital sobre la tierra, así como un recuento de lo público y lo privado, de negros y de blancos, de ricos y de pobres, mezclándose a lo largo de un territorio, construyendo una carretera, erigiendo una plaza o una estatua, fundando una ermita o un colegio de niñas.
La historia de los nombres de los barrios aledaños al núcleo citadino oficial es igualmente interesante y apunta a la forma en que las clases, los oficios y la gente confluye en un mismo espacio, negocia la forma en que lo habitarán, además de la forma en que lo sienten. Tras esa fachada hay nombres que funcionan a manera de indicio pintoresco: los nombres de los barrios murados, originalmente ocupados por los sectores más pobres, cercanos al macelo, la mondonguería, el cuartel militar o el basurero, y luego los no murados o extramuros, asentamientos de cimarrones en busca de vivienda en tierras no sujetas aún a la especulación de los propietarios. El espacio va estratificándose para dar cabida a las clases que desplazan a las otras, y la historia de la Carretera Central servirá de eje orientador en el reparto y asignación de valor económico de las propiedades cercanas a ella, la infraestructura que la potencia: vías férreas, alambrado para la luz y el teléfono, acueducto, todo ello creado en las últimas dos décadas del siglo XIX, formando parte del recuento histórico del libro.
Los sucesivos proyectos de urbanización, ensanche, fundación de edificios educativos que aspiraban a otra forma de “colonización”, tales como el Colegio del Sagrado Corazón, o de la ermita, lugares y calles que a veces coincidían y a veces borraban la trama de la barriada que los antecedía, son ejes claves de la convivencia. El recuento detallado del autor con relación a la parcelación y los planos de ensanche, la transformación de la vivienda y la fusión de estilos que se obra en los nuevos predios tiene mucho que ver con el proceso de socialización, así como con la forma de las casas; se trata de la fusión y negociación de un territorio ambiguo, elástico y opaco, resultado de un bricolaje sobre la marcha. El libro, que es, además, un libro de arquitectura, se ocupa de diagramar por dentro y por fuera, tomando en consideración las fachadas así como los patios interiores y traspatios, el plano completo de la casa, y la presencia o ausencia de ornamentaciones, la historia de la vivienda puertorriqueña, así como la razón que tienen los espacios particulares para sus habitantes a lo largo de la historia, desde los taínos, pasando por los esclavos, los cimarrones, los colonizadores, los comerciantes, los vendedores ambulantes, los españoles, los sirvientes por contrato, los terratenientes.
La fisonomía de la ciudad corresponde a la historia de la población y la forma en que diversos sectores sociales va haciendo suyo un espacio que pretende habitar, sujeto al bienestar y a la necesidad. La ciudad es la de San Juan, la cual después de ser desplazada Caparra como lugar apto para la vivienda, resulta ser el enclave de la oficialidad colonial española con sus conquistadores y militares, y luego el lugar de vivienda, primero intramuros protegida de invasores y luego desparramándose hacia el mar por La Perla, hacia la península por la Puerta de San Justo y de espaldas a Cataño o hacia el oeste derribando murallas por la Puerta de Tierra o la Puerta de Santiago. Al sur, el Caño San Antonio, zona de manglares y tierra anegada. Su límite es Cangrejos, hoy Miramar. Estos son los puntos cardinales de esta mirada que tiende Quiles al entorno hoy urbano de la ciudad de San Juan. Los nombres mismos nos dan un indicio de cómo se sentían sus habitantes y el autor del libro reflexiona sobre su espacio, sobre el poder económico que le da forma, sobre las construcciones que se erigen en ella.
Pero además de la narración y descripción de esta historia entre íntima y oficial del espacio habitado, al autor le interesa, menos que la fachada, la parte que se halla detrás de ésta, los bateyes, el patio interior, las verjas, los callejones, los territorios intersticiales, las azoteas desde donde se aprecia otra vista que trascienda la edificación o el monumento. También le atrae lo que se oculta tras el estilo neoclásico del San Juan Antiguo, lo que no forma parte del “paisaje” porque es calificado como feo por el poder.
Dice el autor en la introducción del libro que en lugar de mirar la calle principal o asumir la iconografía oficial centrada en la ciudad colonial y turística, estática y museificada, le interesa la ciudad viva, funcional y dinámica de Le Corbusier. Y añade: “Las ciudades no muestran todas sus caras. Para conocerlas y descubrir sus partes ocultas, las imágenes y metáforas de sus ‘otros’ espacios, hay que ‘perderse en ellas’ como sugiere Calvino, descubrir los lienzos de las fachadas, descifrar los discursos omitidos. Es necesario interpretar las huellas que quedaron marcadas, como las líneas de la mano, en las calles, caminos, plazas, y edificios, así como en los traspatios y zaguanes y los lugares de la memoria” (14). Ese traspatio, la interioridad, la memoria escondida, los legajos y escrituras que reposan en archivos, registros, actas notariales, novelas decimonónicas, detalles inadvertidos en un lienzo o en una serigrafía o en el acercamiento y ampliación repetida de una foto, son los lugares donde busca la mirada de Quiles. Con ello aspira a mostrar una historia diferente y otra, escrita por los pobres que “también sostienen la ciudad”.
La famosa pintura del gobernador Ustáriz, de José Campeche, podría servir de emblema a este importante planteamiento del texto-imagen-collage de Quiles. Apunta con el comentario a descartar la idea repetida de que San Juan representa al Estado español, y sugiere que imaginemos la transformación moderna del enclave urbano a partir de la movilidad de los oficios, la heterogénea composición de sus habitantes y el destino vario al que se somete la propiedad inmueble de la ciudad intramuros a principios del siglo XX. El autor sugiere mirar por la ventana del gobernador Ustáriz según la estampó Campeche y en la que otrora se veían esclavos y arquitectura de tipo monumental. Sugiere que imaginemos otra cosa y que lo que antes planificó e indicó la mano de un gobernador del siglo XVIII logre pensarse y narrarse desde otra época y otro sitio, desde la ciudad negociada por los otros, por los que conviven, comparten y carecen de espacios de poder. Esa es la exhortación mayor, una vez se recorre una historia casi perdida, apenas entrevista, y por eso el libro concluye sorpresivamente hablando del Cangrejos que por razón del agradecimiento de la corona española a un conocido conservador español radicado en San Juan, cambió su nombre por el lugar de origen de ese terrateniente más activo de la localidad a mediados de siglo, el lugar de Santurzit, pueblo natal de Pablo Ubarri. Si en el capítulo cuarto se recuenta el desplazamiento de los negros por los blancos en esta zona, dominada por los Cortijo, los Falú, los Andino, los Escalera, los Rosario, los Verdejo, los Febres y los Andrades, quienes obtuvieron el título de propiedad por sus hazañas militares, por usucapión, por herencia o por contratos de compra, mientras otros los pierden al conformarse con cesiones “de boca” que posteriormente los imposibilitan de reclamarlos legalmente, en el capítulo quinto hacen su aparición los advenedizos blancos o nuevos pobladores, es decir, los Ubarri, los Abreu, los Látimer, los Bolívar, los Coll y Toste, los Duffaut, los Colomer, para quienes el terreno representa principalmente valor de cambio. No obstante, para los allí asentados desde el siglo XVIII se le añadía el valor de uso y el valor sentimental, como lo recuenta el conmovedor testimonio de la vieja Margot, quien al ver derribada una antigua casa de mampostería que no era la suya en la calle De Diego reconoce los troncos de tres palmas de coco en torno a las que jugaba siendo niña. Quizás por eso el autor termina el texto abruptamente, evocando casi poéticamente los barrios populares en una frase que le sirve de epílogo: “Detengo la mirada. Recuerdo en silencio los rostros imaginados, los paisajes, algunos distantes, de esta ciudad siempre incompleta, siempre inconclusa, siempre presente”.
Finalmente, quiero hacer énfasis en la imaginación y en la vertiente literaria de este libro de Quiles, su relación con nombres tan conocidos como el de Calvino, su alusión a las memorias de Alejandro Tapia, a los cuatro pisos y al relato de José Luis González “En el fondo del caño hay un negrito”, a los manglares y tierras bajas tan presentes en las narraciones sitas en la Nueva Venecia, de Edgardo Rodríguez Juliá, a la aceleración estancada de la población en el hiperbólico tapón de Luis Rafael Sánchez, a las historias íntimas que naufragan en los relatos de urbanización de los poetas y narradores de los setenta y los noventa en Puerto Rico, en el graffiti y las fotografías de Los Pies de San Juan, de Eduardo Lalo.
Pero además, este recuento de Quiles da fe de las afinidades de esta narración con otras obras literarias respectivas a la geografía sentimental y política de poblados y ciudades: la de Texaco en Martinica, de Patrick Chamoiseau, la de La Habana de El acoso, de Carpentier y de Tres Tristes Tigres, de Cabrera Infante, a la lírica Buenos Aires de Borges o a la espeluznante de Sábato, al París existencial de Rayuela de Julio Cortázar, a la innoble Santa María de Juan Carlos Onetti, al Macondo rural de García Márquez, a la inventada utopía política citadina de Macedonio Fernández, al ardiente Comala de Juan Rulfo, al México metropolitano de Paz y de Fuentes, a los suburbios del Santiago de Chile de Diamela Eltit y a tantos otros. Respecto a esa filiación con la inventiva y el afecto habría que disponer de otro espacio que no me brinda esta reseña, pero basta por el momento con esta mi mirada e invito con el autor a otra exhortación, pues es justo pensar que este libro es una lectura obligada para todos: los que se hallan al frente y detrás de todas las fachadas.
sobre el autor Aurea María Sotomayor es poeta, crítica literaria y ensayista. Fue co-fundadora de las revistas “Postdata” y “Nómada”, en San Juan. Obtuvo el doctorado en literatura latinoamericana en Stanford University y se desempeña como catedrática en la Universidad de Puerto Rico. Entre sus libros de poesía figuran, entre otros, “Sitios de la memoria”, “La gula de la tinta”, “Rizoma”. De crítica, destacan la antología y estudio crítico “De lengua, razón y cuerpo”, (Instituto de Cultura Puertorriqueña) y los libros de crítica “Hilo de Aracne” (Editorial de la Universidad de Puerto Rico) y “Femina Faber: letras, música, ley” (Ediciones Calleján). Próximamente, se publicará su traducción anotada al español de “The Bounty”, de Derek Walcott, así como su libro de poesía más reciente, “Diseño del ala”.