Acostumbrados a festejar los quintos centenarios en los últimos años del traspaso del milenio, podríamos asumir el libro de Rem Koolhaas Project on the City 2, dedicado al “elogio al Shopping Center”, como homenaje a la celebración del Elogio a la locura de otro prestigioso holandés, Erasmo de Rotterdam, escrito en 1508 para denunciar las falsedades de la “ciencia” escolástica medieval. Pero así como Erasmo estaba acertado en sus afirmaciones, hoy dudamos del entierro de la ciudad tradicional y de sus íconos arquitectónicos, sustituidos por la cambiante obsolescencia de las dinámicas estructuras comerciales, admiradas por Koolhaas. Afortunadamente, la perennidad de los símbolos no ha sido todavía reemplazada por la futilidad del hardboard y los paneles de yeso. Una vez más, la identificación social con los monumentos – nuevos o viejos – y los espacios históricos, quedó demostrada por los festejos mundiales en el inicio del nuevo año: la multitud reunida en la Plaza Roja para escuchar las campanadas de San Basilio; las del siglo XV, en la Plaza de Tianmen en Pekín; las de San Pedro en Roma. Un millón de personas celebraron la fiesta en Time Square de Nueva York; otras tantas en la avenida Unter der Linden de Berlín; dos millones asistieron a los fuegos en la playa de Copacabana; una multitud se instaló frente a la Ópera de Sydney, a escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven; 200 mil entre los Champs Elisées y la Torre Eiffel de París; 50 mil debajo de la Cúpula del Milenio de Rogers en Londres.
De todas las celebraciones, resultó trascendente la toma de posesión de la presidencia en Brasilia por Luiz Inacio Lula da Silva, líder y fundador del Partido de los Trabajadores, acontecida el primero de enero del 2003. Votado por 52 millones de habitantes – de un total de 170 millones –, constituyó la participación popular más numerosa de una elección en la historia del Brasil, y quizás, una de las mayores del mundo. Este apoyo masivo de la población, tuvo su reflejo en Brasilia. Fundada en 1960, nunca antes la capital había albergado 200 mil personas provenientes de las regiones más distantes del país – en particular del Nordeste, de donde es originario Lula –, que, con banderas y estandartes tiñeron de rojo el césped y las aguas del Eje Monumental y la Plaza de los Tres Poderes, frente al palacio del Planalto, punto focal de la ceremonia de la entrega de la banda presidencial. Con anterioridad, sólo una vez, en 1962, ocurrió el traspaso democrático de un presidente elegido popularmente a otro – de Juscelino Kubitschek a Jânio Quadros –, sin que se recuerde una asistencia significativa de público. Por el contrario, fue multitudinario el desfile en el Eje Monumental, cuando millares de personas desplegaron una gigantesca bandera brasileña para exigir el impeachement de Fernando Collor. Profundo contraste acontecido ahora, con la ondulante tela roja del PT, desplegada en el piso de la Plaza de los Tres Poderes, frente al Palacio de Justicia, sobre la que retozaba alegremente un enjambre de niños.
Cabe imaginar la emoción de Oscar Niemeyer al presenciar este acto. En la época de la dictadura militar, cuándo a finales de los años sesenta no le era permitido actuar en la capital, realizó un dibujo que representaba una Plaza de los Tres Poderes colmada de gente, con una nota al pie afirmando “un día el pueblo estará presente en esta plaza”. Finalmente, ocurrió su vaticinio. Y también debió vibrar al escuchar el breve discurso del presidente del Senado, Ramez Tebet, quién citó al nonagenario arquitecto – para ratificar su insistencia de supeditar a los contenidos sociales, la arquitectura “hecha con coraje e idealismo” –, en su persistente afirmación, “lo importante es la vida y este mundo injusto que necesitamos mejorar”. Existe una total identidad entre el pensamiento de Niemeyer y la propuesta inicial formulada por Lula. Al ser interrogado por la Policía Política durante la dictadura militar, le preguntaron al arquitecto “¿ Pero ustedes, qué pretenden ?. ¿Qué pretendemos ? respondió, cambiar la sociedad”. Y la primera frase del discurso de Lula fue: “el gran deseo del Brasil es el cambio”.
Reiteradamente cuestionamos los grandes vacíos de Brasilia, la excesiva monumentalidad del Eje y de la Plaza y el prolongado silencio de pueblo en los espacios ceremoniales. Sin embargo, al asistir al desarrollo de este acto, percibimos el antagonismo existente entre la monumentalidad académica y aquella que desde los años cuarenta, defendían Giedion, Sert y Legér, y que luego materializó Le Corbusier en Chandigarh, aunque sin lograr que el pueblo hindú colmara el centro cívico. Tanto Costa como Niemeyer, concibieron el núcleo esencial de Brasilia como el símbolo del encuentro entre sociedad, democracia y modernidad. Esto fue vivenciado en el breve discurso de Lula al pueblo allí congregado. En primer lugar, recordando las ceremonias tradicionales frente a los académicos edificios públicos urbanos decimonónicos, con las axialidades y simetrías reforzadas por las formaciones militares en plazas y avenidas; aquí, la transparencia y ligereza de fachadas de vidrio, y las rampas de acceso de finas losas de hormigón y mármol de los palacios gubernamentales, hacía de las formaciones lineales de los Dragones Imperiales que enmarcaban el circuito del Presidente, casi un ballet moderno bauhausiano, de diminutas figuras suspendidas en el aire.
También el podio (“parlatorio” o “arengarium”) colocado frente al Planalto, donde Lula hizo su alocución, resultó otra expresión de la modernidad democrática: pequeño volumen elíptico revestido en mármol blanco colocado asimétricamente, sólo diferenciaba en su altura al orador del espacio abierto que enmarcaba los asistentes. En el podio, se situaron el Presidente y el Vicepresidente con sus respectivas esposas, lo que restó a esta presencia, todo rasgo de individualismo y autoritarismo. Diferencia notable con el recuerdo de los grandes líderes modernos, tanto en el capitalismo como en el socialismo, dirigiéndose solitarios y distantes a la multitud; o rodeados de ancianos miembros de politburós nacionales. Aunque en alguna ocasión afirmamos que Brasilia había constituido un ámbito ideal para la dictadura militar, por los grandes vacíos adecuados a la represión policial, en este acto, con el pueblo presente congregado en democracia frente a los níveos y etéreos edificios, se demostró la validez de la “nueva monumentalidad”, imaginada por Lúcio Costa en el plano director de la ciudad.
Para quienes nos identificamos con los enunciados éticos y estéticos del Movimiento Moderno, el discurso de Lula en Brasilia, culminó un proceso nacional iniciado con Getúlio Vargas – recordado por su apoyo a la renovación arquitectónica simbolizada por el Ministerio de Educación y Salud, de Costa, Niemeyer, y un equipo, asistidos por Le Corbusier –; y continuado por Juscelino Kubitschek con la fundación de la nueva capital. Surgió así una arquitectura y un urbanismo inéditos, de formas y espacios bellos, que debían simbolizar un nuevo Brasil, moderno, democrático, sincrético, fusionando los divergentes intereses contenidos en la dimensión continental del país. Sin embargo, desde su inicio, el icono urbano había sido retaceado de su verdadero contenido por dos décadas, a partir de los gobiernos militares iniciados en 1964. Sin lugar a dudas, los ocho años del gobierno de Fernando Henrique Cardoso, constituyeron un avance en la estabilidad democrática y económica del país; rescató la imagen progresista de Brasilia, habitó con placer y alegría en el palacio de La Alvorada; pero en realidad, siguió representando los intereses de las elites nacionales más que las ansiedades y esperanzas de la mayoría de la población. Tampoco, el poder central llevó a cabo iniciativas constructivas que merezcan ser recordadas. El Estado fue el gran ausente en la arquitectura brasileña de la última década.
Al escuchar las asociaciones arquitectónicas de Lula, al hablar de “empreitada histórica” y de “mutirão cívico nacional” (“empreitada” y “mutirão” se utilizan para definir la construcción de viviendas populares), percibimos que las formas y espacios de Brasilia habían encontrado finalmente su verdadero contenido originario. Se reafirmó su simbolismo a nivel nacional, hasta para los estratos más modestos de la población: no olvidemos que Lula, ex-obrero metalúrgico, vivió en carne propia la miseria nordestina y la pobreza estética del suburbio paulista. Ahora, siente Brasilia como un universo urbano que también le pertenece, aunque, recordando la humilde casa donde nació, esperemos que resista habitar en la dimensión versallesca de La Alvorada. En el primer discurso pronunciado por el Presidente, resurgieron los principios que habían dado origen a la capital: el deseo de forjar el país del nuevo milenio; el amor a lo nuevo; el amor a la naturaleza; la humildad, la generosidad, el coraje, la osadía; consolidar el sincretismo original; tolerar las diferencias y lograr que el miedo fuese vencido por la esperanza; son los componentes de las formas y espacios democráticos de las ciudades que anhelamos. En esta nueva misión, que convoca al pueblo en su conjunto, los arquitectos y urbanistas tienen ahora un papel fundamental que jugar en los futuros cuatro años de gobierno. No es casual, que una de las primeras medidas de Lula en el palacio del Planalto, haya sido crear el Ministerio de las Ciudades, para ir transformando, sobre la base de los cambios sociales, económicos y culturales, las urgentes mejoras del entorno físico y urbano que necesita el país. Es la ilusión del regreso a la socialidad de los espacios públicos frente a la creciente segregación, asumiendo la tradicional función de la “fiesta” cívica, congregando cultura y participación popular; en contraposición al frenesí consumista, individualista y fugaz de los shopping centers que nos impuso la globalización neoliberal.
sobre el autor
Roberto Segre es coordinador del PROURB/FAU/UFRJ