Asomada sobre una barranca de no mas de diez metros de altura al chato paisaje de agua, barro y juncales que constituye la costa del Río de la Plata, los conquistadores españoles fundaron dos veces – porque no bastó el impulso de la primera – una plaza fuerte a la que el segundo de ellos, don Juan de Garay, llamó pomposamente Ciudad de la Santísima Trinidad. No había en el lugar ni oro ni piedras preciosas. Solo un retorcido curso de agua en el que los navíos podían protegerse de las furias del mar marrón que penetraba en el territorio y llevaba hasta el mismísimo Cerro Rico. A la boca de ese riachuelo de llanura, desencantado y tan joven que un par de siglos mas tarde mudó su salida unos centenares de metros hacia el sur, Garay la bautizó Puerto de Santa María de los Buenos Aires.
Muy poco importaba ese lugar a la corona española. Se había elegido la margen occidental del río porque de este modo su existencia misma protegía de posibles invasiones portuguesas desde el este. El caserío y el precario puerto eran mas bien una posta o un puesto de retaguardia en relación con el polo limeño, verdadero corazón del Imperio en la porción sur de América.
Pasaron los siglos españoles, y en 1810 la independencia de los territorios que se identificaban con el nombre del río que llevaba el virreinato creado apenas unas décadas antes, por su existencia misma auguraba los cambios profundos que el lugar experimentaría mas adelante. Tensada por las transformaciones capitalistas iniciadas en Gran Bretaña, y por ende sobre el Atlántico, no por casualidad fue la ciudad de Buenos Aires la cabeza de la rebelión. Para el sistema mundial montado por el imperio británico Buenos Aires era ahora, debía ser, la puerta hacia las llanuras fértiles de las pampas, hacia sus enormes reservas de esas proteínas cuya demanda comenzaba a crecer al ritmo del bienestar europeo. Y a cambio era también, lo sería, el destino de sus manufacturas, de sus excedentes de capital, de sus nuevos inventos.
La construcción de un puerto, un puerto verdadero en el que cargar y descargar los barcos de porte creciente que permitían ese intercambio, era pues la primera prioridad de los comerciantes, financistas y grandes propietarios de tierras que propulsaron las revueltas contra el anticuado sistema español. La empresa no era técnicamente sencilla porque el río es una enorme extensión chata con grandes bancos que dificultan la navegación, de modo que además de unas dársenas suficientemente protegidas de sus violentos temporales era imprescindible construir y mantener un sistema de canales de acceso.
Y no había que resolver solo un problema técnico. Los propietarios, los industriales, los artesanos, los campesinos, los burócratas y las jerarquías que se habían desarrollado en los territorios interiores vinculados al polo limeño, pero también grupos de ganaderos y agricultores de otras zonas de la llanura no se resignaron rápidamente a ser sometidos al proyecto de la elite porteña. De manera que las guerras civiles postrevolucionarias consumieron los recursos de la región a lo largo de setenta años y solo a partir de 1880 las fuerzas en pugna encontraron un sistema de estabilidad.
Durante casi todo el siglo XIX el puerto fue, por eso, el gran proyecto, la expresión mas ajustada del país imaginado y deseado en Buenos Aires. Y en la medida en que la buscada estabilidad parecía acercarse se iban acumulando las propuestas técnicas para su construcción. La mayoría de ellas consistían en el cavado de unas dársenas en las zonas mas bajas de la costa, preferentemente en la zona sur de la ciudad, en los alrededores del Riachuelo. Pero las hubo también que creaban islas artificiales a unos centenares de metros de la tierra firme y a ella conectadas por puentes, o que, a la inversa, prolongaban el trazado cuadricular de la ciudad sobre el agua dejando para el puerto una parte sin rellenar, o que construían sobre el río una superficie artificial sobre bóvedas de mampostería para instalar depósitos en su parte superior y usar la inferior para circulaciones y servicios, o que, como lo hizo el ingeniero Bateman, desarrollaban, a lo largo de la costa una única gran dársena con uno de sus lados mayores ligado a la ciudad y otro, construido sobre el río.
Pero ninguno de estos proyectos se llevó a cabo. Mientras el pleito entre los componentes de las viejas “provincias unidas” no se resolvía, los comerciantes, ganaderos e industriales de Buenos Aires y su hinterland, ampliado hacia el sur mediante el avance sobre territorios indígenas, encararon trabajos de mejoramiento técnico de la elemental rada del Riachuelo. Se abrió un canal para facilitar la entrada de los barcos de carga, se construyeron depósitos de aduana, y un provisorio muelle de madera penetraba en el agua para recoger a los pasajeros que hasta entonces solo podían desembarcar gracias a unos grandes carros con ruedas altas que los iban a buscar hasta donde podían llegar navegando.
El ingeniero que llevó adelante las tareas de mejoramiento del Riachuelo, Luis Huergo, era un técnico brillante y un no menos brillante polemista. Cuando a partir de 1880 las condiciones políticas y económicas permitieron atisbar la posibilidad de llevar finalmente a cabo las obras de un gran puerto Huergo imaginó una solución impecable y novedosa para la época: un sistema de dársenas en peine, oblicuas a la costa y protegidas por una escollera.
Como alternativa a la solución de Huergo, Eduardo Madero, un empresario vinculado al comercio internacional, encargó un proyecto al estudio de ingenieros británicos Hawkshaw, Son y Hayter (HSH), los que a su vez consiguieron para la operación el apoyo financiero del Banco Baring. El puerto de HSH/Madero desarrollaba el proyecto de Bateman, con la diferencia que no se trataba de una única gran dársena sino de una secuencia de recintos.
Puede decirse que el proyecto de Huergo tenía una flexibilidad de la que carecía el de HSH/Madero. También que el de HSH/Madero incorporaba una palafernalia de puentes, esclusas y maquinarias ausentes en el de Huergo. Huergo concentraba la circulación en un único canal de acceso, mientras que HSH/Madero la bifurcaban hacia el norte y el sur. Obviamente Huergo mantenía la importancia del sistema iniciado en el Riachuelo, mientras que HSH/Madero , con el nuevo canal parecían priorizar un desplazamiento de las actividades hacia el norte. Desde el lado de HSH/Madero se acusaba al proyecto de Huergo de no resolver el problema de la contaminación con la que mataderos y frigoríficos infectaban las aguas en el sur (y las epidemias que habían diezmado la población en los años anteriores todavía hacían temblar de pánico a los habitantes de Buenos Aires).
Finalmente el gobierno nacional otorgó la realización de las obras a HSH/Madero, y de allí el nombre del territorio urbano que estamos presentando y las obras se desarrollaron en etapas, desde 1889 hasta 1897.
Había, como puede verse numerosas razones de uno y otro lado de la contienda. Sobre ellas un aún mas amplio cúmulo de argumentos ha sido acopiado desde entonces en defensa de los dos bandos. El tema ha servido para emblematizar la vieja polaridad que recorre la historia de los argentinos, entre los presuntos cosmopolitas ligados a las fuerzas del Atlántico y los que dicen defender los valores del interior americano. Demasiado esquemática esta competencia entre dos equipos homogéneos y aparentemente antagónicos como para no ser tomado como excusa de banderías. La historia, como siempre, parece haber sido un poco mas complicada, pero dar cuenta del pleito nos permite mostrar el poderoso valor simbólico que el sitio aún conserva.
De todos modos, no tanto por imprevisiones o turbios intereses sino porque lo afectó la revolución de las cargas que convirtió en obsoletos a la mayoría de los puertos del mundo, lo cierto es que el Puerto de Madero ya no resultaba suficiente para absorber el tráfico que lo desbordaba a solo dos décadas de haber sido creado.
A comienzos del siglo XX comenzaron a proyectarse nuevas instalaciones de este tipo hacia el norte de la ciudad – el llamado Puerto Nuevo –, de modo que el área creada por inspiración de Madero fue paulatinamente albergando otras funciones urbanas, y convirtiéndose gracias a su cercanía con el centro de la ciudad y a la existencia de amplias zonas no ocupadas por edificios y a la presencia del río, en el sitio preferido por las familias mas modestas para pasear y descansar los domingos. El acceso a los poderes públicos -y en particular a nivel de la administración municipal- de representantes de esos sectores populares que se habían expandido con la modernización, la inmigración y el vertiginoso crecimiento del país, impulso el equipamiento de aquel paseo con la construcción de bordes parquizados sobre el río, escalinatas y glorietas que se llenaban de multitudes en sus días de esplendor.
Pero el mismo proceso de expansión económica, que en los años treinta y cuarenta contagió también a las actividades industriales, produjo un fenómeno en sentido contrario al que había provocado el aprovechamiento del borde del río como lugar de recreo de masas: la polución de sus aguas. Este fenómeno, sumado a la paranoia y el autoritarismo de gobiernos militares o militarizados, condujo en los años que siguieron a un apagarse, también, de ese tipo de actividades. A comienzos de los años ochenta la languidez de unas pocas funciones portuarias, el deterioro o abandono de las instalaciones, la inaccesibilidad, caracterizaban a este lugar que a pesar de sus dimensiones casi había pasado a ser ignorado por la mayoría de los habitantes de la ciudad.
Pero no por todos. Los urbanistas – y algunos empresarios o financistas sagaces – siempre fueron concientes del potencial del sitio en relación con el funcionamiento de la ciudad.
Hemos visto que fueron muchas las propuestas para el puerto y que no pocas suponían cambios e incluso la expansión de la trama urbana. No pasó demasiado tiempo desde que comenzara a revelarse la temprana obsolescencia del puerto para que se presentaran propuestas de reurbanización del área. Una comisión organizada por la Municipalidad y con la que colaboró el paisajista francés Jean-Claude Nicolas Forestier proponía, en 1923 la remodelación del área central de la ciudad, la apertura de la Plaza de Mayo hacia el río, la construcción de sendos rascacielos a ambos lados a modo de portal y la expansión de un gran parque en el área del puerto. En 1927 el ingeniero Hardoy imaginó construir una plataforma que continuara el nivel de la barranca, debajo de la cual podrían construirse depósitos, a la manera del viejo plan mencionado mas arriba. De modo que cuando durante su visita a Buenos Aires en 1929 Le Corbusier plantó en su famoso croquis sus rascacielos sobre el río pasando por encima del puerto no estaba haciendo otra cosa que, con su enorme talento, dar dimensión poética a un conjunto de ideas que se venían considerando previamente. Incluso la propuesta de un aeropuerto sobre el agua, como culminación del eje que articularía su proyecto, era una posibilidad que en función del aun apreciado valor de los hidroaviones en la ciudad se discutía desde 1924. Como es sabido, con la ayuda de los argentinos Jorge Ferrari Hardoy y Juan Kurchan, esas intuiciones de 1929 se convirtieron en un Plan en 1938. En este Plan Le Corbusier y sus colaboradores mantenían el núcleo de rascacielos – la ciudad de los negocios – plantados sobre sendas islas artificiales en el río. El área del viejo puerto de Madero se concebía en cambio como una zona recreativa y deportiva.
En los años siguientes los urbanistas no abandonaron la idea de expandir el centro de la ciudad hacia el río. Tanto para la Organización del Plan Regulador de Buenos Aires en 1958, como para el “Plan Regional Metropolitano para el año 2000” de 1969, Puerto Madero se pensó, en distintas escalas y con diferentes funciones, como área de ampliación del centro. En 1972 el equipo URBIS desarrolló un nuevo plan en el que los terrenos se empleaban para la construcción de viviendas y se creaba un “archipiélago” de funciones deportivas y de esparcimiento.
El último de los proyectos, presentado durante la dictadura militar (1976-1983), adoptó explícitamente el nombre de “Ensanche del Area Central”. Simultáneamente la administración militar de la ciudad había emprendido la construcción de autopistas urbanas y los escombros que generaron las gigantescas demoliciones fueron a parar al río en la forma de unos albardones que consolidaron el perímetro de un relleno que tenía todo el ancho de la zona del viejo puerto y avanzaba unos cuatrocientos metros sobre el agua. Los dos principales propósitos del Ensanche eran ofrecer nuevas áreas de alta centralidad y crear un gran parque para el área sur de la ciudad.
Ni el Ensanche ni el parque se realizaron, y el relleno quedó incompleto, pero mientras en el resto del área continuaban languideciendo las actividades humanas, en ese nuevo territorio avanzaron los sauces, los juncales, los pájaros, nutrias, culebras, patos y garzas, y todas las especies animales y vegetales que el río trae desde siempre desde el corazón de las selvas en las que nace en las regiones subtropicales.
De manera que en los ochenta el área de Puerto Madero comenzó a interesar a dos de las nuevas fuerzas culturales que se expandían en ese momento por todo el planeta: la de la revalorización, recuperación y reciclaje del patrimonio histórico urbano, y la del ecologismo. La acción de ambas fuerzas recuperó para esta zona la visibilidad pública que con su languidecer había poco a poco perdido. Se promovieron entonces mas debates y proyectos, como los realizados en ocasión del concurso 20 ideas para Buenos Aires, ya recuperada la democracia. Pero la marcha de la economía en los ochenta no hacía prever ninguna transformación en los hechos.
Hasta que en los noventa se instaló en el país una política de liberalización salvaje basada en la venta del patrimonio estatal y en el aumento del endeudamiento externo. Y esta fue la tercera fuerza, decisiva, que condujo a la puesta en marcha del actual estado de transformación del área puesto que las tierras de Puerto Madero eran las mas valiosas de todo el territorio argentino.
Con el presidente Menem en el gobierno nacional, el licenciado Grosso en el de la Ciudad y el arquitecto Garay en la secretaría de planeamiento se sumó a las fuerzas antes descriptas la articulación de los poderes políticos y las capacidades técnicas que esa transformación requería. En relación a las últimas debe destacarse que fue la creación de una Corporación autónoma – intregrada por representantes de los gobiernos nacional y municipal – lo que permitió destrabar los múltiples conflictos de intereses que impedían todo tipo de acción, y lo que dio a la operación la agilidad sin la cual, al menos en el contexto de la Argentina, su puesta en práctica no hubiera sido posible.
La ciudad ganó así un área nueva y sobre todo un espacio público a escala metropolitana que posee una fuerza sin lugar a dudas excepcional y que la enriquece desde numerosos puntos de vista en un momento, como el presente, en el que estos factores son de suma importancia en la “guerra” intermetropolitana desatada por la globalización.
Sin embargo no puede ignorarse que la eficacia política y económica de la operación – mas allá de sus numerosos aspectos discutibles o dudosos – no se condice con sus resultados sociales y culturales. En relación con lo primero porque mas allá del aporte como espacio público el área constituye un asentamiento para los sectores mas privilegiados y ninguno de los recursos potenciales o efectivamente generados por ella se emplearon para equitativamente favorecer a otros sectores necesitados.
Pero tampoco, como queda dicho, la operación generó consecuencias culturales a la altura de su envergadura física y económica. Y en especial en los campos del urbanismo y la arquitectura que aquí principalmente nos interesan. Y esto no ocurrió en primer lugar por una razón de política local que se vincula a su vez a la historia de la profesión en la Argentina. De lo segundo recordaremos rápidamente que las valencias culturales de la disciplina arquitectónica han tenido en el país un desarrollo débil y que las expresiones de alta densidad en este sentido han sido excepcionales. Ha primado y prima en cambio la valorización de la habilidad proyectual y especialmente en términos de eficacia profesional inmediata.
En sus inicios en los primeros noventa el montaje de la operación Corporación Puerto Madero tuvo su principal obstáculo precisamente en la corporación de los arquitectos, en la medida en que como parte de su búsqueda de celeridad, las autoridades cometieron el “error” de encargar los estudios a una consultora española asociada a un grupo de arquitectos locales. La oposición se generaba, como es obvio, en la demanda de un protagonismo no solamente mayor sino absoluto de los arquitectos y planificadores locales en la generación del plan.
El obstáculo, menor si se quiere, se saldó rápidamente con el llamado aun concurso nacional de ideas que, para colmo de males, terminaba en la selección de varios equipos obligados a elaborar, en conjunto y sin jerarquizaciones, una propuesta común. De este modo no solamente se perdió una oportunidad de colocar a la ciudad en la consideración internacional y de ampliar el patrimonio de ideas para la resolución de un tema sobre el que pocas experiencias reales locales podían servir de antecedente, sino que además se obligó a la constitución de un híbrido cuyo resultado final no podía ser mucho mas que mediocre.
No sostengo con esto que necesariamente el resultado podría haber sido mejor de no haber primado pequeños intereses corporativos locales. Ahí están los ejemplos de otras intervenciones de similar escala como las de Postdamer Platz, los docks de Londres, o incluso la mas reciente de Rotterdam para testimoniar que la participación de grandes nombres internacionales en la construcción de nuevos espacios urbanos no siempre o no inevitablemente es garantía de resultados celebrables. Lo cierto es que, ceñido por su trazado demasiado esquemático y en buena medida anacrónico, el barrio de Puerto Madero tampoco constituye en lo que hace a sus propuestas arquitectónicas un aporte considerable al debate internacional. Aunque por cierto pueden señalarse excepciones e intentos valiosos, varios de los cuales aquí se presentan, su contribución mas importante consiste en la incorporación a la vida urbana de un espacio de una calidad y una fuerza extraordinarias, reveladoras de las maravillosas energías del trabajo humano. Y por si sola esta revelación es tan potente que puede y debe ser apreciada como patrimonio propio no solamente en Buenos Aires sino mucho mas allá del horizonte de su mar marrón.
notas
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Publicación original: LIERNUR, Jorge Francisco. "Il Porto di Buenos Aires", Casabella, n.723. Milano, jul. 2004, p. 60-65.
sobre el autor
Jorge Francisco (Pancho) Liernur es arquitecto graduado en la Universidad de Buenos Aires y discipulo de Manfredo Tafuri (Venecia) y Tillmann Buddensieg (Bonn). Ha ejercido la profesion de arquitecto entre 1973 y 1983, dedicandose exclusivamente a la critica e historia de la arquitectura desde entonces. Ha publicado libros como "Arquitectura en la Argentina del siglo XX. La construccion de la modernidad", "Arquitectura del siglo XX en America Latina", "Hannes Meyer en Mexico" (con Adrian Gorelik); y ensayos sobre su especialidad en America, Europa y Asia. Es director del Centro de Estudios de Arquitectura Contemporanea de la Universidad Torcuato Di Tella e Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Cientificas y Tecnicas de la Argentina. Ha actuado como profesor en numerosas universidades como las de Navarra, Catolica de Chile, de Buenos Aires, Harvard, Litoral, Roma "La Sapienza", y otras