"Much literary criticism comes from people for whom extreme specialization is a cover for either grave cerebral inadequacy or terminal laziness, the latter being a much cherished aspect of academic freedom." John Kennetch Galbraith
– ¡Nos has insultado! You are a bully! You threatened us with your slanderous remarks! ¡Haces críticas ad hominem! What you say is nonsense! ¡Violento! You should by no means have sent this letter to the students!...
Durante unos segundos me deje bambolear por sus miradas excitadas y la pasión que encendía sus palabras. Me admiraba de la vehemencia de sus airados gestos,
– ¡Tu carta es humillante! You have damaged the department! Has dividido el departamento! Despicable! ¡Agresivo! You attacked us personally!...
La efusión y el calor de sus comentarios indicaban sin lugar a dudas una ocasión especial. El pequeño concilio, por llamarlo de algún modo, había sido convocado formalmente como un maratón intelectual en el que iban a debatirse la estrategia departamental, sus objetivos logísticos y sus planes de batalla. El chair había abierto la sesión de pie, algo inusual en esta clase de performances. Hablaba con el tono de voz sentencioso y engolado de quien preside un tribunal eclesiástico contra los crímenes de un relapso. La emoción contenida de sus palabras anunciaba algo tenebroso. Tras un par de frases protocolarias, dulzonas y vacías, sobre los fines e instrumentos departamentales, apuntó la causa y el cuerpo del delito, acentuándolo con una entonación más severa. Explicó a la audiencia que mi informe académico había sido ofensivo y que yo había puesto en duda la inocencia de todos los profesores allí presentes. Realzó el malestar que mi actitud de distanciamiento intelectual con respecto al cuerpo departamental había generado y, como corolario final, señaló con su dedo índice el carácter gratuito, amén de violento, de mis tesis, cuyas categorías ni siquiera consideró dignas de ser mencionadas.
Terminada su declamación se abrió el turno a las denuncias y recriminaciones de la audiencia. Rapto emocional, tensión nerviosa, arrebato o frenesí son palabras que describen en una cierta medida el clima dominante en aquella sombría farsa, lo que contrastaba con el tono vital más bien lánguido que suele coronar el tedio rutinario de esta clase de reuniones académicas. Supuse que habían aguardado durante varias horas, a lo largo de las reuniones funcionariales precedentes, para asaltarme ahora por sorpresa con todos sus arrestos.
– Why did you send this letter? This is offensive! ¡Las citas de los estudiantes son falsas! – comenzó a cañonear un coro de voces. La escabrosidad de las aseveraciones, que contrapunteaban las recriminaciones empalagosas del preámbulo, logró alterar mis nervios y durante unos minutos llegue a presentir un verdadero peligro. Traté de balbucear algunas respuestas automáticas con voz entrecortada. En vano. Lejos de protegerme de las acusaciones, mis argumentaciones bravearon más a mis fiscales. Era ostensible, por otra parte, el carácter desordenado y hasta contradictorio de los cargos que se lanzaban atropelladamente contra mí persona, y eso me hizo comprender que aquel juicio era una improvisación de escasa definición conceptual, excepto en lo que respectaba a un par de líneas de ataque probablemente cuchicheadas en los pasillos unas horas antes de celebrarse.
El frente principal del primer asalto salió a relucir de inmediato. En mi declaración había citado algunas observaciones de los estudiantes de doctorado. Eran comentarios brillantes, con cuyo espíritu de sofisticada rebeldía estaba plenamente identificado. “Pretender que un par de sesiones sobre Lacan significa hacer teoría es irresponsable” – se decía en una de estas declaraciones. “Es necesario el cuestionamiento de las definiciones existentes y el planteamiento de nuevas formas por parte de los estudiantes, y no caer en el recetario sobre como escribir un proposal exitoso para tesis doctoral. Es decir, tiene que haber una discusión abierta sobre las limitaciones en las formas existentes y las posibilidades de redefinición de un genero tan desdichado como la tesis” – señalaba otro de los testimonios. “El workshop para tesis doctorales es un ejercicio de uncreative writing destinado a mutilar la imaginación, someter a los estudiantes a modelos controlables de uniformidad intelectual y atemorizarlos bajo el ultimátum de la profesionalidad”, había expresado un tercer estudiante desde un precavido anonimato.
Estas citas son expresiones de generalizado malestar frente a una academia que en nombre de una profesionalidad implícitamente definida como adecuación del conocimiento a las demandas de un mercado predominantemente lingüístico, cierra las puertas a la reflexión literaria y filosófica en un sentido riguroso, y destierra las dimensiones intelectuales y espirituales inherentes a todo estudio humanístico en nombre de su valor de compra-venta. Son también manifestaciones de su angustia frente a unos estudios literarios que en el ámbito del español y el portugués se ven cada día más apremiados por una concepción instrumental de la lengua que, en última instancia, degrada la literatura y el arte a la categoría de pretexto, y la reflexión al significado de una amenaza para los campos vigilados del conocimiento departamentalmente sancionado.
– You quote your students without their permission! – espetó el star-professor de turno, blandiendo en el aire con un gesto implícito las peligrosas consecuencias legales que podrían caerme encima. Encendido por mi indiferencia ante semejante desafío, el siguiente académico encajó la acusación contraria: – ¡Has divulgado tu carta a todos los estudiantes! ¡Esto es ignominioso! –. Unos segundos más tarde, y sin dejar que me repusiera a mi perplejidad, otro fiscal me incriminaba, con humor todavía más brumoso, que divulgar mi carta a los estudiantes que citaba era innecesario, y que hubiera sido de todo punto suficiente mostrarles la cita meramente deconstruida.
Fue en aquel instante cuando percibí que el cuerpo departamental había cerrado un círculo físico a mí en torno, dejándome prácticamente en su centro geométrico. Como si fuera un reo. Eso acrecentó todavía más mi temor. Nunca he podido librarme de esas pesadillas espantosas de juicios inquisitoriales que pintaba Goya. Y nunca he podido dejar de identificarme con esos convictos a los que el cuerpo eclesiástico arrancaba la lengua porque tenían algo que decir. También fue en este momento cuando caí en la cuenta que la siempre reiterada letanía de una privacidad protegida bajo la que esa academia legitima su tenaz secretismo administrativo es en realidad una ley del silencio. En este iluminador instante comprendí, en fin, que la única preocupación de mis improvisados fiscales era que yo rompiera el círculo mágico de mutismo institucional que habían levantado cuidadosamente a mi entorno a lo largo de los últimos años.
Con todo, es preciso reconocer que la verdadera cuestión de fondo bajo toda aquella palabrería recriminadora era otro cantar. El problema real, que los espacios académicamente controlados no permiten plantear, es la condición trágico-cómica del postintelectual de la universidad corporativa en la era de la guerra global. El “homo academicus”, hoy en una medida mucho más bochornosa que en la época en que Pierre Bourdieu pintó el retrato de su decadencia intelectual y moral, es un sujeto subalterno que vive en el medio de una cultura enteramente artificial, con todas las ventajas que le brindan la protección económica, su seguridad administrativa y el atrincheramiento urbanístico de sus campus, pero con todos los inconvenientes también de una existencia política y socialmente enclaustrada, y un aislamiento lingüístico y existencial que bien podría definirse como el estado mental de un autismo corporativamente organizado y micropolíticamente legitimado. Privado de toda mediación con una vida pública, que sólo representa en sus aulas como caricatura narcisista de su propia imagen especular, su trabajo de crítica literaria, sus análisis políticos, su visión histórica, o su reflexión metacientífica se convierten fatalmente en un ejercicio formalista y fragmentario de intertextualidades departamentalmente reguladas, en las que el único diálogo intelectual posible se reduce, en el mejor de los casos, a ser citado por el colega de turno a cambio de citarlo por decir lo mismo y tampoco decir nada. Estos académicos postintelectuales se identifican con las reglas de juego de un espacio institucionalmente vigilado e intelectualmente enrarecido, en el que constantemente se repiten, como en las letanías monacales, las mismas parcas letras, los mismos estrechos modelos de pensamiento y el mismo vacío. Todo ello acrecentado por el clima asfixiante de guerra y competencia por puestos de trabajo, patrocinios administrativos y aumentos salariales que de todos modos se estipulan sobre la base de unas categorías de productividad enteramente volátiles, y de los consabidos valores de corrección política dignos de un colegio de dominicos del siglo 16. En esas condiciones, el más superdotado no puede llevar a cabo sino una obra intelectual, literaria y humanamente gregaria y, por consiguiente, irrelevante. Por mucho que a esta mediocridad organizada se la haya pertrechado con galones académicos y estrellas de su industria editorial asociada.
Claro que es preciso reconocer la peculiaridad del hispanismo en este sistema universitario postmoderno. El pequeño mundo de los departamentos de español y portugués que he podido conocer como profesor en Princeton y New York University, y en mis visitas a las universidades de Harvard, Duke o Yale, incrementa de hecho esta condición viciada con las peculiaridades distintivas de las culturas ibéricas y latinoamericanas. Me refiero a la tradición clerical y “letrada” que a lo largo de siglos ha otorgado a estas culturas su inconfundible impronta de oscuridad y atraso. Me refiero también a su acceso tardío y recortado a la modernidad filosófica y estética cristalizada en la Aufklärung europea, la Independence norteamericana y la tecnociencia de la era industrial. Y me refiero, no en último lugar, a la ausencia de pensamiento y pensadores rigurosos, o en la predominancia de autores formal y conceptualmente inconsistentes en este vasto territorio lingüístico y geopolítico. Y me refiero, en otro orden interrelacionado de cosas, a los permanentes colapsos políticos que definen la condición post- o neocolonial de los países latinoamericanos, y la decadencia postimperial de las culturas ibéricas.
Recuerdo a este propósito a un poeta neoyorquino que en una reciente reunión del Literature Festival de Berlín pronunció en viva voz y frente a un grupo de escritores mexicanos que los departamentos de español en los Estados Unidos eran bastiones de la ignorancia. Y aunque rechacé al instante su desagradable sentencia, difícilmente podría señalar un solo hispanista capaz de examinar intelectualmente cuestiones globales sobre el lugar del intelectual en la sociedad postindustrial, la crisis de legitimidad de la tecnociencia postmoderna, el papel de los medios de comunicación en la degradación de las culturas lusohispanas, o que pudiera realizar un análisis de la teología política de la colonización o la crisis de la razón filosófica moderna a partir de su propia realidad cultural y social, histórica y política. Y si por acaso, algún pobre escritor exiliado en el medio de estas culturas hispanas o del hispanismo en general tuviese la desfachatez de pensar estas cuestiones, ya se cuidarían los profesionales del Spanish&Portuguese de liquidarlo con citas ventrílocuas de cualquier autor obligado del departamento de francés o inglés, con banalidades hibridistas y logos postcolonialistas de segunda o de tercera mano, o con el más preferido de sus ejercicios antiintelectuales, que es el silencio. Por todo lo demás, son raras las ocasiones en que esos hispanistas son capaces, siquiera, de realizar un análisis de las obras literarias canónicas de su propio “campo” que esté vertebrado por una perspectiva filosófica original capaz de rebasar las cortas miras de sus microculturas departamentales.
El hispanismo en los Estados Unidos es una industria lingüísticamente prominente y un campo intelectualmente irrelevante. En rigor, es una especialidad que no produce conocimiento. Sólo reproduce, difunde y rebaja esquemas conceptuales previamente sancionados por otros departamentos. Y sólo aplican irreflexivamente a sus territorialidades literarias esos modelos e ideas prê-à-porter para transformarlas en provincias subalternas de imaginarios universales producidos y empaquetados en las escalas superiores de la organización corporativa del conocimiento. Una interpretación deconstructivista de Lugones, una reconstrucción lacaniana de la Vanguardia antropofágica, y una teoría deleuziana sobre Rulfo, o la corriente coctelera deconstructivista que vemos todos los días en la mayoría de las defensas de tesis doctorales: esa es la clase de aproximación que en los suburbios hispánicos del conocimiento se propone y se impone como rigor del método y ejemplaridad profesional. Ni siquiera existe entre la mayoría de los profesores de Spanish&Portuguese una claridad conceptual sobre el significado y los límites propios de ese “hispanismo” cuyas pudibundas fronteras ciertamente había hecho estallar alegremente por los aires en mi Informe para la academia.
Una excepción tiene que hacerse de todos modos frente a una corriente humanista que estos subalternos del hispanismo contemplan por lo general con petulante desdén. Me refiero a la vieja guardia de profesores de la escuela tradicional, a los que todavía he tenido el honor de conocer en Harvard y Princeton, y que representan o han representado ciertamente un conocimiento archivista, configurado con arreglo a los criterios de un humanismo literario y filosófico conservador, y que ha contado entre sus maestros a intelectuales de la generación crítica de los exilios latinoamericanos y español de la talla de un Américo Castro o de Ángel Rama, por ejemplo. Y subrayo este comentario con el mayor respeto, pues aún no siendo discípulo de esta generación de hispanistas norteamericanos, por haberme formado en Paris y en Berlín, y en el medio diferente de la filosofía y las ciencias de la religión, puedo decir que de ellos aprendí, si más no, lo poco que sé sobre estas materias hispánicas.
Pero los efectos subsiguientes a un deconstruccionismo degradado a citas caprichosas y slogans legitimatorios de una fragmentación esquizofrénica en los opacos laberintos burocráticos de la academia y las consecuencias de una teoría de la cultura entronada sobre esquemas repetitivos y a menudo mal formulados de feminismo, multiculturalismo o derechos humanos, siempre reducidos a la mínima expresión intelectual que exige la etiqueta de lo políticamente correcto en tiempos de barbarie, y para no dilatarme más, los daños colaterales de una definición corporativa de la cultura y el conocimiento como mercancía volátil y espectáculo, en fin, el resultado de este “great divide” de la academia anglosajona de las últimas décadas es un “hispanismo débil”, huérfano de todo proyecto intelectual consistente, y por tanto carente de un rigor filosófico, en un mundo o mundos culturales luso-hispánicos que, por si eso fuera poco, se está cayendo neoliberalmente a pedazos.
“Su saber no se autoriza sobre la base de sus conocimientos ni de un proyecto intelectual, ni siquiera sobre uno pedagógico – me había anticipado ya Sofía a propósito de la miseria de este hispanismo –. Todo lo que tienen como arma de sanción es una posición dentro de la institución que da al académico una preponderancia moral y un poder intelectual sobre sus estudiantes. No saben nada, no tienen que saberlo. Todo lo que necesitan es asegurar la reproducción del sistema, y que no se note que el emperador va desnudo…”
Por eso me emplazaban ahora en el banquillo de los acusados y me sometían a un humillante careo. La reunión había sido convocada formalmente para discutir las directrices intelectuales y organizativas del departamento a largo plazo. Sin embargo, nadie osaba salirse de su estricta función administrativa en lo más inmediato y lo más limitado. Plantear la posibilidad de una reforma, por mínima que fuera, de las premisas filosóficas, y los métodos de trabajo, y discutir abiertamente los horizontes históricos y políticos del hispanismo, y sus categorías programáticas, significaba desafiar el silencio de quienes no dicen nada al respecto porque nada tienen que decir. Poner además de manifiesto la ausencia de categorías históricas, estéticas y filosóficas de una mínima envergadura intelectual en los estudios hispanísticos, de las que mis propios fiscales eran las pruebas de cargo, suponía un acto de verdadera insumisión. Y, por si eso fuera poco, me emplazaban bajo el fuego de sus acusaciones por haberles recordado con un gesto risueño que la posición departamental de los estudiantes, o de su minoría intelectualmente más inquieta y creativa, era también más inteligente que la de sus maestros, por el simple hecho de haber llegado a la universidad con expectativas más verdaderas.
Pero el juicio sólo acaba de empezar y todavía me esperaban escenas bastante más aguerridas que la imputación de una conjura intertextual fraudulenta con mis estudiantes. Apenas había tratado de balbucear un par de descargos en mi defensa, cuando una voz digna de juez de última instancia pronunció las tres o cuatro escuetas palabras de un condena severa: – Your criticism undermines academic ethics! – exclamó, con el aire de quien gobierna soberanamente el espíritu departamental. Después del primer ataque legalista contra mis citas fraudulentas, pretendían meterme en la horma de un concepto loyoliano de ética como voto de silencio y de obediencia.
En estos años de guerra no se habla de crítica en los pasillos de la academia norteamericana. Mucho menos se emplea la palabra reflexión. Y los nombres de filosofía o de teoría se esgrimen bajo sus significados más triviales y con cierto resquemor. A cambio se insiste hasta la náusea en los principios inalienables de la moral institucional. He tratado de explicarme a mí mismo este curioso fenómeno sin alcanzar a comprenderlo. En algunos casos presiento que este acento moralista no está exento de un mal aliento clerical. Sin lugar a dudas debe relacionarse con las normas de una profesionalidad cuyo principio de obediencia a la disciplina de la academia se encuentra mucho más cerca de la profesión de fe eclesiástica de lo que sus promotores secularizados desearían admitir.
Es evidente por lo demás que una de las razones de ese ascendente ético en las instituciones educativas es la pira sacrificial a los valores de reflexión filosófica, la purificación neoliberal de todo proyecto de emancipación política, y la gran fosa común del humanismo secular y crítico que los clérigos del postmodern le cavaron a la tradición crítica europea, de Giordano Bruno a Ernst Bloch, bajo la bandera de la resistencia contra el eurocentrismo. Todo ello había sido enterrado confortablemente en una operación de limpieza intelectual sin que nadie se preocupase en saber muy a ciencia cierta qué es lo que realmente ardía en las nuevas hogueras del “great divide” postmoderno. Pero nadie mejor que un hispanista para asumir precisamente esta visión trivial de una “Ilustración” rebajada a positivismo lingüístico, reducido a un absolutismo estatal o disminuido a las exóticas instalaciones psiquiatritas del siglo 18, y al que se le habían sustraído por lo demás todas sus dimensiones estéticas, pedagógicas y políticas revolucionarias, ya que en su campo académicamente acotado nunca nadie ha sabido con claridad lo que esta palabra “ilustración” podía significar. Y mis hispanistas levantaban en lo alto el crucifijo de la moral por haber puesto en cuestión precisamente ese inefable vacío profesional y profesoral.
No intentaré explicar aquí las causas de este maligno “voided void” que ha inaugurado el siglo 21 y que infecta la maquinaria académica lo mismo que los campos de la cultura industrial. Sus signos, de todos modos, se encuentran por todas partes, desde los más altos rascacielos hasta los escenarios más sangrientos de nuestras guerras contra el Mal. Pero me permitiré dos definiciones a efectos pragmáticos e inmediatos. Primero: ausencia de una perspectiva histórica real de futuro, más allá de las bagatelas que se han venido vendiendo en las dos últimas décadas bajo los universales del Postmodern y el Global: desde la redención hibridista hasta la salvación multiculturalista, sin dejar de lado la emancipación triunfante de los sujetos subalternos. Segundo: las múltiples expresiones de un pensiero debole programadamente impotente frente a las violentas crisis sistémicas de nuestro tiempo y en desordenada retirada a los campos de refugiados de los cultural studies.
En la práctica académica cotidiana este vacío se traduce en una verdadera fobia a la reflexión. Se traduce subsiguientemente en una incapacidad estructural de pensar y discutir abiertamente tanto los problemas más concretos como los más abstractos: ya sea el concepto trágico de destino en la poesía de García Lorca o la legitimación administrativa del genocidio a través de la deconstrucción mediática de lo real. Pero este nihilismo histórico de nuestro tiempo también se pone de manifiesto en las estrategias de su enmascaramiento. Con las manos puestas en el timón de un barco zozobrante que navega a la deriva el hispanismo trata en vano de cegar las brechas abiertas en su mal definidido territorio lingüístico con discursos de la diferencia y la subalternidad, consignas de la salvación de la cultura en el reino del espectáculo, y microanálisis, micropolíticas y microtextos que no sabrían responder a la más elemental pregunta del por qué ni para qué. Con el consiguiente extravío institucionalmente dirigido de los estudiantes en las microculturas departamentales que definen los logos y slogans de una teoría prêt-à-porter y las subsiguientes cosméticas de compensación narcisista mejor o peor empaquetadas. A cambio de una perpetua minoría de edad, ciega a su profesionalizada condición infraintelectual, y muda frente a los dilemas de la política y la literatura contemporáneos.
Sofía ya me había alertado a este propósito: “La ‘teoría’ es apenas una forma de evitar ponerle nombre al vacío y llenarlo con juegos de palabras: No nos falta nada porque igual no sabríamos qué es”.
Decidí entonces enunciar ante mis jueces las tres o cuatro tesis de mí propuesta de reforma del hispanismo que había insinuado en mi ignominiosa Epistola departamental, proclamado en mis pérfidas Siete Tesis contra el Hispanismo, y desarrollado más tarde en el infamante Informe para la Academia y las diabólicas Ciento Trece Paradojas: Uno, rehabilitar y restaurar un horizonte espiritual y filosóficamente complejo en el mundo hispánico, con nombres como Maimonides, Ibn’ Arabi o Ramón Llull por un lado; dos, el reconocimiento de la centralidad de proyectos artísticos y políticos como los de Simón Rodríguez, Blanco White y Augusto Roa Bastos, eliminados parcial o totalmente del canon literario departamental y de la industria editorial global; tres, restablecer un concepto de tradición intelectual y cultural hispanística que había sido angostado artificialmente por el nacionalismo católico español por un lado, y su descendiente dilecto y directo, el nacionalismo colonial y postcolonial latinoamericano, por otro; cuatro, replantear, repensar y reconstituir el decapitado proyecto reformador de ilustrados, liberales, independentistas y republicanos condenados al exilio; cinco, redefinir las vanguardias a partir precisamente de la experiencia, marginal con respecto a las metrópolis industriales y coloniales del siglo 20, de las culturas luso-hispanas; seis, replantear las categorías generales de interpretación histórica desde el renacimiento y la edad colonial hasta las revoluciones del siglo 20… Asimismo debía de cuestionar el ritual litúrgico según el cual hay que pasar por una prueba de bendición bajo las aguas turbias de una teoría sin concepto de sí misma, y que en la práctica se reduce a un par de escuetas referencias al postestructuralismo, teoría performática e hibridismo como paradigma de los estudios culturales, citas consabidas de un feminismo trivial, un postcolonialismo de dudosa filiación en el mundo hispánico, y alguna referencia sumaria a tres páginas de Platón o dos párrafos de Foucault a título de fast food filosófico. Todo eso hubiera debido pronunciar en mi defensa. Pero comprendí sólo iba a encender todavía más e inútilmente las pasiones fiscalizadoras de mis hispanistas. Y apreté los labios.
– ¡Has puesto en ridículo nuestra dignidad! You are an instigator! The students were outraged by your letter! – siguieron execrándome, sin darme siquiera tiempo a respirar. –You undermined the academic code of honor! – repitió otra voz con un tono de voz más insolente todavía. La agitación del ruedo departamental se hacía asfixiante. Sentí que estaba sometido a un auténtico linchamiento académico en el que ninguno de los miembros del cuerpo profesoral quería desaprovechar la oportunidad de lanzarme su personal imprecación sobre mis costillas. Sus amonestaciones eran variadas en cuanto a su significado y rango condenatorios. Muchas de ellas se pronunciaban con el gesto firme de quien esta decidido a una hoguera disciplinaria. Incluso podía percibir, a pesar de mi aturdimiento, diferencias en el tono emocional que las animaba. Las frases que aludían al carácter violento de mi Epístola departamental se acentuaban con una severidad auténticamente cuartelaría que me hacían imaginar drásticos castigos de expulsión y técnicas de tortura psicológica, mientras que las incriminaciones sobre la dignidad ofendida de mis hispanistas se pronunciaban con la misma suavidad viscosa de un confesor generosamente dispuesto a perdonar mis herejías siempre que acatara formalmente mi culpa. Lo más curioso era, sin embargo, que en ningún caso se pronunciara argumento alguno, y mucho menos se ponía en cuestión la naturaleza de mi propuesta. Actuaban como si mis Tesis, mi Informe y mi Epístola fueran actas tan intelectualmente vacías como sus protocolos administrativos.
Hubo de todas maneras por lo menos una reprimenda que reunía los significados de una pintoresca patraña. El académico en cuestión reclamaba que se había presentado personal y propositalmente en mi oficina, y, con la mayor gentileza por su parte, me había explicado con puntillosa escrupulosidad que mi proyecto de introducir un seminario de estética en el marco del aprendizaje teórico de los doctorandos de literatura no era pertinente, porque una cosa era estética y otra teoría literaria. A continuación me incriminaba porque yo le había apremiado a abandonar inminentemente mi oficina con un gesto displicente, pues, en efecto, no me creía en la obligación de escuchar necedades si, de todos modos, lo único que quería la administración departamental era vetarme esos seminarios llamados teóricos, a sabiendas de que a no iba a impartir los cuatro preceptos capitales de los cultural studies, más los dos principios fundamentales del hibridismo, más los tres axiomas sagrados de los estudios subalternos, más los postulados del concepto de cultura como expediente corporativo y otros fraudes administrativamente sancionados. Y que tampoco iba a predicar unos gender studies que se repiten ad nauseam en la academia como las avesmarías de los conventos católicos de monjas, para conjurar los demonios que desde la manipulación genética, hasta los nuevos sistemas y redes de explotación sexual y feminicidio el feminismo corporativamente acolchado ni quiere, ni es capaz de poner en cuestión.
– ¡Qué no te enteras, hombre! ¡Qué no! ¡Que te digo que no!– me espetó otro profesor, acercándose tanto a mis oídos que tuve que apartarme para no percibir su aliento. – ¡Que one thing is aesthetics, y otra cosa la literary theory! ¡Hombre!
“En el fondo de su alma – me había dicho Sofía – temen o saben que lo que no tiene la menor posibilidad de supervivencia es la universidad como institución. La fusión entre saber crítico y saberes prácticos que suponía ésta en su versión moderna es insostenible. La universidad se ha convertido en su opuesto: un centro de preparación de cuerpos tecnificados. La crisis se manifiesta, naturalmente, en las así llamadas humanidades.”
En las facultades científicas la reflexión sobre los implicaciones humanas de la producción de conocimiento ya hace muchas décadas que ha sido eliminada lingüística y administrativamente: esta es la real situación institucional de una ciencia irreflexiva, y en muchos campos, como la biología y la genética, y todas las investigaciones relacionadas con la industria militar, una ciencia agresiva que las epistemologías postmodernas han ocultado bajo sus performances neodadaistas y neoanarquistas de discursos híbridos, realidades virtuales, deconstrucciones sistémicas y modernidades gaseosas o líquidas, o del simple cinismo del “todo vale” mientras no pongas nada en cuestión. Pero como en el campo de las humanidades este conflicto humano es más difícil de sustraer y de abstraer, es aquí también dónde tienen que aplicarse estrategias complementarias de vigilancia lingüística y castigo administrativo. Y dónde una creciente trivialización intelectual anuncia un próximo día en que su desaparición no signifique ya otra cosa que librarse efectivamente de un desecho.
Los recortes y rebajas del concepto de “teoría” son parte de esta cuestión. Más aún: constituyen su real estrategia. Y las imaginarias murallas departamentales entre estética y teoría literaria no eran a este despropósito sino una cita corriente de chusca ignorancia. El problema no reside de todas maneras en ofrecer un menú con Foucault u otro, alternativo, con Adorno. O adoctrinar a los estudiantes con estudios subalternos para evitar los peligros de una crítica de la teología política colonial que en sus últimas consecuencias políticas o poéticas pudiera poner en tela de juicio, por mencionar un ejemplo, el genocidio de indios en el Amazonas colombiano bajo los auspicios de la Guerra global y la subsiguiente destrucción de mitos y dioses milenarios de tradición oral. El problema que mis magistrados pretendían ocultarse a sí mismos por medio de sus recriminaciones morales es mucho más grosero y elemental. Es la misma eliminación de la teoría como reflexión rigurosa sobre un texto literario ya se trate del concepto de naturaleza, cosmos y destino en la obra José María Arguedas, o la teoría de las civilizaciones de Gilberto Freyre y Darcy Ribeiro. El objetivo implícito de la condena de toda auténtica reflexión filosófica y estética en la enseñanza de las humanidades es ignorar y hacer ignorar los contenidos y las tradiciones artísticas e intelectuales que puedan poseer una dimensión trascendente con respecto a las definiciones corporativas de la cultura como espectáculo y expediente burocrático. La demolición de las humanidades: esta es la cuestión.
No hace falta decir que nada de todo eso se plantea en y por sí mismo en la academia. Hacerlo supondría abrir espacios para la reforma de los estudios humanísticos cuyos potenciales de crítica y cuyas posibilidades intelectuales pudiera poner en cuestión el tedioso estado de cosas en cuyo medio vivimos. Frente a este ostensible proceso de deshumanización de la enseñanza, de trivialización de sus contenidos reflexivos y de anulación de cualquier dimensión crítica del pensamiento la burocracia académica que he conocido, lo mismo en los Estados Unidos, que en Europa y América latina, todo lo que sabe hacer es cruzarse de brazos. Cierto es que en todos los curricula de la academia se pone en escena y a menudo con verdadera ostentación algo que luce de la manera más tiesa y pedante la etiqueta de teoría. Pero muy raras veces se deja construir esta teoría como pensamiento propio y como un proceso reflexivo autónomo, construido además a lo largo de un proceso de maduración moral de la persona y dotado de una dimensión auténticamente intelectual. La teoría se concibe más bien como algo que se deja caer del cielo a título de modelo conceptual previa y exteriomente establecido y sancionado. No es una visión de las cosas construída a lo largo de una experiencia reflexiva e individual de la realidad. Se identifica esa teoría con una simplísima superposición de esquemas preconcebidos a fragmentos textuales correspondientes a un campo literario de límites e intensidades por lo demás mal definidos. Teoría como colonización lingüística de una realidad fragmentada y distorsionada a partir de los ready mades categoriales filtrados por los departamentos de inglés y de literatura comparada, y patrullados por los agentes de la industria editorial. Por eso no se hacen ni se pueden hacer tesis doctorales que traten de analizar sistemáticamente las grandes obras canónicas de arte y literatura, ni las grandes líneas de pensamiento filosófico, ni las tradiciones verdaderamente intelectuales y auténticamente críticas del mundo o los mundos lusohispanos. Por eso se tiende a encerrar la vida académica en visiones de mínimo alcance intelectual y autores lo más secundarios posibles. Por eso se descarta departamental y subdepartamentalmente la posibilidad misma de ensayos en los que pudiera construirse experimentalmente un auténtico pensamiento. Hasta que en un día algún global guru suelte lacónica y simplemente “there is no such thing as theory", y entre risas y aplausos anuncie una edad posteórica con el mismo ademán estúpido que los administradores de la cultura global han proclamado ya el final del arte o la política, o el final del derecho a la supervivencia, en la infinita letanía agónica de un nihilismo corporativamente legitimado.
Por todo lo demás, ese día final ha llegado ya. Los mismos hispanistas que condenaban mis Tesis y mi Informe fungían como sus portavoces subalternos. Eran ellos los que proclamaban, con la ingenuidad que les otorgaba su profesión de profesionalidad la bagatelización del pensamiento, el desmantelamiento del canon literario, la eliminación de la conciencia intelectual. el fin de toda dimensión espiritual del pensamiento, la reducción de la obra de arte a espectáculo, la reinvención de una teoría literaria que en realidad era una sociología idiosincrásica de la literatura, la redefinición financiera de la cultura como expediente administrativo y, como corolario final, la elevación del conocimiento a los altares del valor del libre mercado y su subordinación a las manos invisibles que lo rigen: los seis o siete puntos cardinales de la demolición corporativa de las humanidades y la abdicación del pensamiento en nuestras universidades.
– You are attacking us! – repitió entonces otra voz. –You don’t propose anything! You say nothing! What do you mean by void of theory?! – resonó en la sala con acritud más prepotente todavía. Y, sin dejarme recoger mi aliento mis fiscales siguieron golpeándome con renovada furia: – You offended us! ¡Este informe es un critica ad hominem! Your letter is a personal attack! ¡Violento! Your assertions are outrageous!
Las acusaciones se sucedían en precipitado tropel. Los reproches al carácter meramente personal de mi Epístola, de las Siete Tesis contra el Hispanismo, y el Informe para la Academia se repetían con asombroso entusiasmo. Parecía que hubieran aprendido la lección elemental de la propaganda de guerra global: a fuerza de repetir la misma insensatez mil y una veces sus predicadores acaban por creérsela. Resultaba demasiado obvio, por otra parte, que la función psicológica de estas reprimendas era evaporar cualquier contenido, cualquier idea, cualquier proyecto que escapara a su control. Lo que yo había puesto en cuestión a lo largo de un sinnúmero de intervenciones ciertamente polémicas no eran las personas de mis hispanistas, sino la impersonalidad del sistema de enseñanza. Lo que protestaba era la destitución antihumanista de toda dimensión espiritual en la comprensión de la obra de arte, la eliminación de la búsqueda individual de la verdad en la experiencia ejemplar de la realidad que debería ser el objetivo sagrado de la educación humanística. Pero mis fiscales no quería oir esta crítica a la standardización del conocimiento y al esterilizante predominio del formalismo sobre la experiencia individual. Ni querían saber nada de mi no al tedioso principio de repetición que lo dirigía, y a la anulación de la espontaneidad y de toda originalidad que lo acompañaba. No querían reconocer mi crítica a la desinversión intelectual de la universidad en tiempos de barbarie. Esta había sido precisamente también la visión que la doctoranda Danielle Carlo había elevado sólo una semanas antes en aquel mismo departamento con su manifiesto No to silence/No al silencio: una denuncia de la ausencia de un espacio de expresión intelectual en la que los estudiantes pudiesen cristalizar una voz y un pensamiento propios.
Sofía me lo había advertido de todas maneras: “Aquí tuve que pasar por una situación comparable. Alguien agarró unas páginas mías y las destrozó con una sarta imparable de comentarios ad hominem, que yo era esto y aquello, mi tono arrogante, mis aseveraciones mandarinescas. Básicamente, puso en tela de juicio mi posición como sujeto pensante y hablante para referirme a cualquier tema, e incluso mi derecho a hacerlo. En un gesto típico mío –en el que sí revelé toda mi arrogancia y mi desprecio- le pedí disculpas por si en algo mis elucubraciones sobre el romanticismo en Hispanoamérica habían tocado algún punto que le ofendiera. Es decir, me negué a seguir una discusión intelectual con él y puse el problema a nivel puramente personal. Demasiado tonto el adviser para notar mi movida, terminó explicando que lo que le había ofendido era que yo hubiera escrito algo sin consultarle a él, es decir sin invocar su soberana autoridad intelectual. Narcisismo herido en todo su esplendor. No le había ofendido lo que yo decía, sino el hecho de que pudiera decirlo sin incluir un supuesto aporte suyo. Me había atrevido a presentar cosas que no habían sido sancionadas por su autoridad…”
Una lógica aplastante recorre todo este entuerto. En una organización del conocimiento en la que todo el peso recae en los códigos lingüísticos preestablecidos y en modelos de pensamiento predefinidos, en la que nadie puede cuestionar individualmente los magnificados “petit recits” y microanálisis departamentales bajo pena de ser silenciado, y en la que la así llamada ética institucional aviva y avala comportamientos plenamente gregarios, cuestionar su vaciedad sistémica desde un punto de vista reflexivo ligado a una experiencia personal y a un pensamiento propio supone la peor de las afrentas. Mejor dicho, es un crimen. Y lo es, nada más ni nada menos, porque significa poner de manifiesto la real ausencia de un proyecto intelectual que sustente reflexivamente este sistema.
Es necesario recordar a este respecto que la actitud distintiva del académico en estos años que han precedido a la Guerra global, y su mismo principio de identidad y de dignidad institucionales han partido de un sacrificio primordial: su renuncia como conciencias intelectuales autónomas en favor de los órganos corporativos de la ciencia y sus discursos sancionados. Y su rasgo psicológico e intelectual más característico ha sido en consecuencia un sombrío ascetismo que se encubría muchas veces con el aire pedante de quien esta de vuelta de todo, pero que de todos modos se ha traducido en un funesto silencio incluso en aquellas cuestiones que afectaban de manera inmediata a sus campos departamentales: de la demolición de las humanidades a la derribamiento de los derechos humanos. Todo han sido posts y todo han sido finales para esta generación de postintelectuales porsthumanos. ¿La responsabilidad política de la ciencia? ¡Una vana ilusión izquierdista! ¿Las desvencijadas tradiciones intelectuales del siglo 20, lo mismo en Europa que en América latina? ¡Romanticismo passé! ¿La crítica de lo real? ¡Ficción de ficciones! ¿La crisis del intelectual como hombre y mujer públicos? ¡Asunto archivado! Hasta el precioso momento en que las guerras del fin del mundo les han caído encima, y con ellas la derogación del pensamiento tout curt. Y pretenden que sus pupilos sigan la misma recta vereda de su profesionalizada falencia para coronarla con nuevos silencios.
Allí dónde los méritos institucionales del homo academicus no pueden medirse en términos de su participación real en un diálogo social abierto, ni en un proyecto intelectual consistente, ni de un horizonte político transparente, lo único y lo último que le queda efectivamente por defender es su propio narcisismo. El culto al star professor que la academia norteamericana practica como una de sus más conspicuas enseñas debe entenderse también en este sentido. Ese estrellato es la expresión de una individualidad y un conocimiento que se han vuelto opacas a sí mismas y sólo por eso se pueden elevar a la categoría de fetiche comercial. Su performance como espectáculo del conocimiento permite ocultar a la reflexión su real sacrificio como auténtica experiencia colectiva en un sentido humanista que de todas maneras es preciso redefinir. Les pasa a estos profesionales del show académico lo que a los actores de teatro que de la noche a la mañana se transformaban en estrellas de cine según el análisis de la moderna sociedad del espectáculo que Benjamin anticipó en los días esplendorosos de la industria fílmica alemana. Lo que aquellos actores perdían en los escenarios teatrales en cuanto a unidad de la creación a partir del centro espiritual de su personalidad creadora, lo ganaban el montage de la producción mecánica e industrial de la realidad fílmica, es decir, el aparato. Por eso el actor de cine tenía que compensar con los placeres ostentosos de los flashes y el fashion su real renuncia a la creación artística y la reflexión intelectual autónomas. El star professor reitera trágico-cómicamente esta involución espiritual en la era del desmantelamiento de las humanidades.
Pero las recriminaciones seguían lloviendo sin parar. Y la tensión psicológica ligada a su insidiosa vehemencia comenzaba a abatirme psicológicamente. Sentía que mis respuestas no eran capaces de romper la firme barrera de las acusaciones departamentales, que mis fiscales no estaban dispuestos a escuchar otra cosa que el dulce eco de sus reiteradas reprensiones y que, en suma, estaba perdiendo terreno. Además, una de las imputaciones de la que había sido objeto me había inquietado en particular hasta el punto de hacerme temblar la voz. Durante toda la sesión se hablaba de mi carta departamental como una retahíla de insultos personales combinados con citas fraudulentas de los estudiantes. Se silenciaba escrupulosamente que mis propuestas se sustentaban en un voluminoso trabajo crítico, e incluso que eran su última y predecible consecuencia. Las acusaciones implicaban una rotunda negación de mi trabajo intelectual incluso dentro de los muros departamentales.
Mis ensayos de interpretación de las premisas filosóficas y teológicas del colonialismo americano y su relación constitutiva con el sujeto moderno como “continente vacío”: ¡Tal cosa no existe! Mi crítica de la modernidad insuficiente de los mundos luso-hispanos y su radical significado para la teoría crítica de la civilización moderna: ¡Non sense! Mi larga discusión sobre las vanguardias artísticas brasileiras, su radical originalidad y su carácter paradigmático: ¡Eso no interesa! La crítica de las falsificaciones de las transiciones postfascistas en España y América a lo largo de una serie de artículos, conferencias y libros: ¡Bullshit! Mi análisis de la cultura del espectáculo: ¡Delirio! La teoría crítica de las vanguardias europeas: ¡Vana gloria! Mi reconstrucción histórica de la violencia en una era de guerra y escarnio: ¡Calla la boca! La crítica de la razón moderna que he arrastrado desde mis años de doctorando: ¡Quien te crees que eres! Mi presencia intelectual en la prensa latinoamericana. ¡Ridículo! La analítica de la “existencia sitiada” de nuestro tiempo: ¡No eres nada! Todo experimento o presencia intelectuales que rebase conceptual y políticamente los marcos de referencia microdepartamentalmente sancionados, todo lo que no sea simple clonación de siempre las mismas citas, los mismos autores y los mismos colegas, todo lo que no sea dejà vu, todo lo que posea una fuerza intelectual propia, todo eso no existe en los espacios enrarecidos de la academia. Tal es el significado subestructural de su blasonada ética. Reducir a la condición de subalternidad forzada a quienes no la abrazan como dogma de fe, ni como principio de identidad.
Sofía me había alertado también a este propósito: “Este fin de semana tuve que viajar en trenes y metros, y me llevé de lectura tu libro Viaje al fin del paraíso. Leí con cuidado tus Tesis contra el hispanismo. Noté algo, o me pareció notar algo: lo que tú planteas es un debate sobre la definición y delimitación de los estudios hispánicos. Postulas los dilemas históricos de esta delimitación. Planteas el problema fundamental de lo que encierran los nombres, la carga de sentidos que arrastran. A mi manera de ver, ese asunto es la pregunta con la que debería comenzar toda reflexión. Es decir, lo que esbozas es el proyecto mismo al que se debieran entregar los estudios hispánicos, la de enfrentar de manera real y contundente el sentido histórico de esos pueblos, su posicionamiento geopolítico, sus coartadas discursivas de negación y represión de su papel histórico, su cobardía para asumir su realidad ante los desafíos que se le han planteado a lo largo de cinco siglos…”.
Lo que mis fiscales querían evitar era una discusión abierta que pusiera de manifiesto su ausencia de categorías críticas frente a una limpia revisión del canon expuesta es esas Tesis y redefinidas un año más tarde en mi Informe para la academia en términos claramente didácticos. La persecución de aquellos manifiestos que sin embargo habían burlado las censuras departamentales rebosaba por lo demás anécdotas intrincadas. El secretario general había interceptado la difusión electrónica de las Tesis a los estudiantes. Cuando entregué el Informe al jefe departamental y a un comité subdepartamental designado con el objeto de ampliar y revisar un viejo y agujereado canon, la respuesta fue un apretado silencio administrativo. O peor todavía: en cuanto tuvieron noticia de que las cosas podían ponerse a semejante grado de complejidad, mis hispanistas cancelaron la operación prevista de una ampliación de las listas de lecturas para los estudiantes. Entre tanto había presentado mi propuesta en una serie de universidades, desde Londres y Berlín, hasta Florianópolis, pasando por México. Las Tesis se publicaron en un sin fin de revistas locales. En cuanto al Informe acabé presentándolo solemnemente en el Rectorado de la Universidad de Oviedo que la ditó de inmediato en el formato de un libro de poemas.
– ¡Lea este Informe para la Academia! – le respondí al improvisado fiscal que me había recriminado mi ausencia de reales soluciones constructivas a mis críticas barbáricas. – ¡Ahí tiene Usted la descripción bastante detallada de mi propuesta!
Debí dar a mis palabras el aire insolente de un Galileo insistiendo a sus verdugos eclesiásticos que viesen por sus propios ojos a través de su recién creado telescopio que los satélites de Marte no giraban alrededor de la Tierra. De otro modo no me explico su respuesta: – ¡No tengo tiempo para leer esos informes! Sus colegas asintieron con risas y muecas.
Pero la jactancia de semejante declaración no me impidió un sentimiento interior de alivio. Aquello parecía una sentencia final y ya estaba siendo hora de acabar con semejante farsa. El cuerpo departamental fallaba el veredicto concluyente de mi actividad académica y extra-académica como nula. Desde el punto de vista de la ética corporativa mi personalidad quedaba cognitivamente rebajada a la categoría negativa de anti-cuerpo. En términos administrativos suponía la condena indefinida a un absoluto silencio. Debía asumir la culpa y acatar la humillación que el tribunal había puesto en escena como la verdadera redención de mis ofensas. Pero me equivocaba una vez más. Mis jueces no se daban por satisfechos con revalidar su política de ostracismo. Algo mucho peor tenía que caerme encima.
No sólo había propuesto una discusión abierta sobre los crasos dilemas del hispanismo, sino que había echado los dados en una apuesta concreta y polémica en casi todos sus aspectos, como el de integrar el pasado hispanojudío e hispanoislámico al curriculum hispánico, o reconocer oficialmente las literaturas precoloniales de América como momento central de sus culturas de ayer y de hoy. Había propuesto una reclasificación de los conceptos de Ilustración. Me había atrevido incluso a señalar la centralidad de las cruzadas medievales en la constitución de la identidad nacional católica y del proceso civilizador americano desde el punto de vista de la teología política de la colonización. Había puesto de manifiesto la irreductibilidad de las vanguardias latinoamericanas al concepto formalista de un “international style”, y a los conflictos y dilemas de las vanguardias europeas. Todo eso y algunas cosas más ya eran por sí mismas razón suficiente para imponerme los votos de silencio en la academia, en las fundaciones de investigación y en las editoriales norteamericanas, en las que siempre había chocado con los mismos fiscales, la misma intolerancia y la misma opacidad. Pero las cosas no acababan tampoco aquí. Existía una barrera política todavía más espinosa y de cuya existencia no me había dado cuenta hasta las puertas de este proceso.
El problema era, si así se quiere, simbólico, o por emplear una de las cartas trucadas de la baraja de los cultural studies: performático. Una especie de orientalismo adaptado a las nuevas condiciones geopolíticas de la Guerra contra el Mal. Pero dada la capacidad de clonación y repetición ad infinitum de los slogans y logos difundidos por la academia global norteamericana sus fatales repercusiones hemisféricas tampoco deberían dejarse de lado. Por decirlo pronto y redondo: se había decidido eliminar el canon literario luso-hispano. En un simple expediente expeditivo mis hispanistas habían evaporado las categorías y las jerarquías que de una forma más o menos precaria estaban llamadas a reconstruir una continuidad cultural, una tradición intelectual y unas memorias literarias en el ámbito geopolítico latinoamericano e ibérico, dotadas de un proyecto social, un sentido crítico y una voluntad emancipadora.
En términos fácticos no se hacía más que suprimir una chapucera lista de autores hispánicos y latinoamericanos que hasta aquel momento servía, más mal que bien, como marco orientador en la delimitación de un tambaleante campo de investigación literaria y filosófica ambiguamente clasificada como hispanismo. Su suspensión funcionarial se había decidido de todos modos furtivamente. Nadie quiso discutir sus premisas y nadie asumió la responsabilidad de la deposición. Fue una medida administrativamente naturalizada con el simple argumento de que “también se hacía en otros departamentos”. Obviamente, no se emplearon al caso los términos sonoros de invalidación o derrocamiento. El asunto se empaquetaba con el comedimiento de quien no mata una mosca. Un simple trueque de un reading list anticuado, por otro individualizado, a la medida de las idiosincrasias personales de cada cual, como se dice también en los anuncios de créditos bancarios. Eso permitía, además, presentar a los estudiantes la defenestración del canon con la fanfarre de una verdadera revolución anarquista.
Pero sería erróneo considerar la liquidación del canon literario y las tradiciones críticas lusohispanas como el resultado de la simple ceguera o de la mala rutina administrativa. Su decisión surgía en el fondo de una incapacitación intelectual aguda y en este sentido es de todo punto comprensible que mis hispanistas se sintiesen personalmente ofendidos al plantearles una alternativa de enormes posibilidades intelectuales que ni habían imaginado, ni eran capaces de comprender. Me permitiré recordar un par de situaciones incisivas.
En cierta ocasión le pregunté malévolamente a un multiculturalista qué lugar otorgaba al Zohar o Libro del Esplendor, la obra máxima de la espiritualidad ibérica, en las literaturas hispánicas: – ¡Eso es de ellos! – respondió con cierto aire de suficiencia – ¡Asunto de hebraístas! –cayendo de bruces en la misma torpeza que ya había denunciado hace algunos siglos el buen soldado del Retablo de las maravillas. Y cuando, más impertinentemente todavía, recabé sobre la relación entre el mesianismo de la cábala y Don Quijote, el mismo docente me respondió que eso era precisamente multiculturalismo, sin percibir ni de lejos que mi cuestión giraba en torno a un concepto místico y filosófico de mesianismo, no sobre la teología política del mestizaje o hibridación. Y, perdida ya mi paciencia, lancé terminantemente al subalterno en cuestión que no puede comprenderse el misticismo contrarreformista de Teresa de Ávila sin conocer el misticismo cabalista que le precedió en la mismísima ciudad de Ávila, a lo cual repuso con la mayor tranquilidad que una cosa no podía mezclarse con la otra.
En otra circunstancia, el objeto de mis alevosas averiguaciones fue Pedro Páramo. Me importunaba que ese feminismo academicista tan perfectamente acomodado al establishment de la cultura corporativa, y hoy incluso a las legitimaciones de la Guerra global, se inmiscuyese también en la interpretación de esta novela de Juan Rulfo por la simple y ostensible razón de que sus personajes psicológicamente más complejos y estéticamente más fascinantes son, efectivamente, mujeres. Pero la tal lectura feminista era en primer lugar hermenéuticamente inconsistente porque elevaba sin mediación reflexiva alguna los valores de la clase media blanca y calvinista norteamericana del siglo 21 a una universalidad sui generis y los aplicaba sin mayores reflexiones a una comunidad rural de campesinos de origen azteca agonizando en la profunda miseria postcolonial de los páramos mexicanos. En realidad, este aporte feminista no puede considerarse rigurosamente como una interpretación, sino como una proyección urbi et orbi de valores culturales sancionados como políticamente correctos en la era del imperialismo cultural global.
Pero eso no era lo más importante, ni tampoco lo peor. En razón de su perfecto carácter consabido y conciliador, ese feminismo servía, al mismo tiempo, de telón de humo para encubrir el conflicto entre el brutal poder colonial representado por el caciquismo español y la Iglesia católica, por una parte, y las desintegradas comunidades indias por otra. Y aunque el colonialismo cristiano es universalmente sexista, la crítica micropolítica del sexismo no debería servir para soslayar una teoría crítica de la teología política del colonialismo cristiano, para la cual, la novela de Pedro Páramo brinda precisamente un cuadro no solamente prolijo, sino precisamente paradigmático.
No es preciso subrayar que los conflictos coloniales de las Américas, los de ayer como los de hoy, son un tabú rara vez transgredido en la academia norteamericana. Sus significados genocidas, los procesos de hibridación y liquidación culturales que los acompañan, o sus estrategias de expolio y esclavitud son constelaciones lo suficientemente claras para poner en tela de juicio el endeble tablado de feminismo, derechos humanos y multiculturalismo de los signos que sostiene la buena conciencia del postintelectual académico. Los hispanistas en particular solamente se refieren al asunto desde perspectivas microtextuales y microhistóricas que puedan eximirse de las implicaciones teológicas, políticas y civilizadoras del proceso colonial. Y si en alguna ocasión pronuncian la palabra colonialismo es bajo los auspicios exóticos y exotéricos del postcolonialismo hindú instaurado en la academia como paradigma histórico universal.
Pero tampoco acaban aquí los desatinos del meanstream latinoamericanista. No sólo el feminismo se ha utilizado para liquidar micropolíticamente una perspectiva teológica y política más radical, sino que su instrumentalización retórica ha servido en este caso, y no solamente en éste, para ignorar sus propias dimensiones teológicas, mitológicas y simbólicas profundas. Debe recordarse en este sentido, y sólo a título de ejemplo, que las mujeres de Comala no son activistas feministas de clase media camufladas en los subsuelos de un pueblo perdido de la meseta castellana. Más bien se las debe de reconocer como epifanías de las diosas precoloniales mesoamericanas que rigen sobre la vida y la muerte, el infinito poder regenerador de la tierra, y un tiempo cósmico cíclico que tampoco es feminista, ni cristiano, ni mágicorealista. Sólo que este pasado precolonial (que de todos modos sigue siendo un presente histórico para los pueblos sobrevivientes de América) es precisamente un no-lugar en esos mismos cánones oficiosos y oficiales de nuestro hispanismo débil. En fin, y pongo con esto punto final a estos cuentos lerdos de la academia: en ambos ejemplos, el del Zohar o el de la Coatlique y sus diosas hermanas, chocamos graciosamente con la función hermenéuticamente estupidizante de retrógradas exclusiones y sus trivializadoras legitimaciones administrativas, que de todos modos se reducen a un postestructuralismo de bolsillo y un multiculturalismo de andar por casa.
Y me permitiré alargar todavía más la cuestión, y de hacerlo con una voluntad explícitamente didáctica. El problema más perturbador que arroja este desconcierto departamentalizado no es solamente la falta de imaginación, la falsificación y la irresponsabilidad hermenéuticas. En última instancia el dilema que refleja esta situación angustiante es la “la falta de espíritu de la universidad hoy” (K. Heinrich, 1987). Por explicarlo con pocas palabras: la dimensión estética de la verdad inherente al corazón espiritual de toda auténtica obra de arte es inseparable de esta radicalidad hermenéutica que en el caso del Quijote tiene la valentía de desentrañar sus momentos mesiánicos ligados a la tradición de cábala, y en el de Pedro Páramo se atreva a poner a la luz del día una cosmología vertebrada en torno a las diosas de la vida y la muerte, y su humanidad regeneradora de una existencia tan dañada como nuestra así llamada comunidad académica.
Pero no puedo dar aquí tampoco por terminados los disparates profesorales. Existe todavía una ulterior motivación burocrática para quitarse de encima la polémica en torno a la reforma del canon literario lusohispano como quien se quita el polvo de los zapatos, y optar por el expediente diligente de su simplicísima supresión administrativa. Una motivación que desde todos los puntos de vista resulta más relevante que la mera pereza intelectual o la estricta falta de rigor filosófico. Sus oscuras razones y argumentos se subsumen precisamente a una categoría universalmente contestada: la santa globalización. Ésta puede describirse positivamente, en lo que se refiere al ámbito de las culturas latinoamericanas, y por extensión ibéricas, como una contracción conceptual de sus expresiones sociales, artísticas y literarias bajo categorías uniformadoras como híbridismos y performances, y deconstruccionismos y micropolíticas, o estrategias de género e identidad; desde un punto de vidsta negativo esta globalidad supone la destrucción futurista del canon o de sus cánones literarios, arquitectónicos y artísticos precisamente en aquellas obras maestras que desde Simón Gutiérrez a José María Blanco White, y de Ramón del Valle-Inclán a Augusto Roa Bastos, y de José María Arguedas a Federico García Lorca, y desde los proyectos urbanísticos y paisajísticos de Burle Marx, hasta los proyectos de ciudad y cultura popular de Lina Bo, y, en fin, de la filmografía de Glauber Rocha a la crítica social de Gutiérrez Alea – por citar sólo unos ejemplos escogidos al azar – habían planteado un proyecto intelectual y político eliminado bajo la mortífera bandera de la Guerra fría y los aparatos fascistas hemisféricos sufragados en su nombre.
Se trataba, además, no de idiosincrasias literarias individuales, sino precisamente de un proyecto intelectual, cultural y político, o más bien de una serie de proyectos en íntimo concierto, que ni coincidían ni coinciden con los objetivos del colonialismo corporativo neoliberal, ni con las estrategias asociadas de deconstrucción postintelectual de las culturas latinoamericanas bajo el principio logístico de la cultura espectáculo mercantil y objeto de administración semiótica. La neutralización de las grandes tradiciones intelectuales y artísticas latinoamericanas e ibéricas del siglo 20 se lleva a cabo hoy ciertamente por medios más dulces que los empleados por las dictaduras de ayer. Que son también métodos más eficaces. Ahora ya no se persigue a sus portavoces con las armas en la mano. Ni se los expulsa a innominados exilios. Más bien se los elimina en nombre de una descentralización postmoderna de la razón globalizadora, de la departamentalización y fragmentación administrativa de tradiciones intelectuales y artísticas, y la pulverización lingüística de saberes – con lo que estoy llamando la atención sobre las gallinitas ciegas de un “Posrtmodernism Debate” que los departamentos de Spanish&Portuguese pusieron ominosamente en venta en los años de las transiciones postfascistas como el presunto gran debate de y en América latina para cortocircuitar precisamente una silenciada discusión en torno al proyecto político e intelectual decapitado por los comisarios políticos de la Guerra fría. Y esa no era de todos modos la única estrategia de liquidación intelectual que se ha puesto en marcha bajo la púdica bandera de lo políticamente correcto. Paralelamente se ha volatilizado también esta tradición crítica de la inteligencia luso-hispana en el nombre sagrado de una emancipación surrealista del canon, epistemológicamente sancionada con el cinismo del “anything goes” esgrimido por los Feyerabend y Lyotard.
Pero tampoco terminaban aquí los enredos departamentales. Implícitamente y con el gesto distraído de quien llega del shopping center el latinoamericanismo preponderante en el mundo anglosajón ha identificado estos escritores canónicos, ya sea Darcy Ribeiro, ya sea Augusto Roa Bastos, o el mismo João Guimarães Rosa con la “ciudad letrada”, o sea, con proyectos intelectuales nacionalistas y fundamentalmente reaccionarios, que la cultura del espectáculo y sus misioneros hemisféricos de los cultural studies habrían superado con su comprensión global de las cosas – en realidad otra operación de fraude hermenéutico sobre el proyecto intelectual y político que atraviesa la obra de Ángel Rama y la tradición crítica latinoamericana del siglo 20.
Sofía me había amonestado severamente en este sentido: “Las editoriales anglosajonas no publican nada que tenga que ver con las literaturas de América latina. Editan "cultural studies" de algún tipo y cualquier espécimen de “teoría". ¡Tú siempre te confundes en ese punto, Eduardo! Crees que la reflexión es "para" esos lugares y sujetos que constituyen el “objeto” del latinoamericanismo. En realidad lo que importa es lo que América latina es para Estados Unidos y Europa como espacio de colonización. La "teoría" producida por la máquina académica sirve para deslegitimar los discursos de la tradición crítica latinoamericana y someterla a una dependencia de elaboración teórica desde el centro. Los que no se subsumen a esa teorización como tú quedan silenciados. Se estudia de América latina lo que quepa dentro de los preceptos de las nuevas teorizaciones, a su vez en permanente estado de re-formulación. Con ello, se lanzan periódicamente proyectos de reflexión que siempre quedan truncos, pues la nueva tendencia teórica exige tornar la mirada hacia otras cosas. En esa rápida reconversión de las teorías en el centro, Latinoamérica siempre parece rezagada. Y los latinoamericanistas se quedan siempre reclamando una vocecita en un escenario académico global en el que de todos modos están relegados de antemano al honroso papel de watch’n wait”.
Plantear reflexivamente el canon de la literatura y las artes en las culturas luso-hispanas significa, primeramente, debatir su no-lugar en el panorama de la cultura global. Significa pensar los antecedentes, las causas y las consecuencias de los fascismos del siglo 20, y su prolongación en las renovadas formas de colonización económica y militarización de América latina en la era de la Guerra global. Significa poner de manifiesto las estrategias intencionales de falsificación, deformación y desinformación por parte de las industrias culturales de Europa y los Estados Unidos, desde sus cadenas corporativas de televisión a sus políticas editoriales. Supone también y necesariamente una reflexión de las funciones de la academia global. Pero comprende algo mucho más escandaloso todavía: un concepto radical de literatura y de arte, de estética y filosofía, y de los significados de la crítica intelectual – en una edad de escarnio mediático, censura académica y editorial, y degradación espectacular de la cultura.
En lugar de examinar reflexivamente estos dilemas, que encierran con su riqueza de matices un potencial inmenso de ideas y renovados proyectos literarios, artísticos e intelectuales, este hispanismo preponderante ha optado por una versión antihumanista de laissez-fair neoliberal: dejar que los grandes autores del siglo 20 se diluyan bajo el peso muerto de su olvido en la hojarasca de la producción comercial de ficción, y desguazar los momentos álgidos del ensayo, el arte y la propia literatura lusohispanos en el cementerio de automóviles de los cultural studies, donde fungen como material de desecho para un positivismo sociológico sui generis destinado a un irrelevante consumo intradepartamental. No satisfecho con esta carnicería hermenéutica, el hispanismo anglosajón ha puesto en marcha otros fraudes complementarios: la reconversión de la cultura a objeto de administración y espectáculo, la reducción de la literatura a ficción (o lo que es peor, a su parodia académica como “creative writing”), la subsiguiente colonización de las expresiones artísticas bajo la preeminencia antiartística del Pop en las artes plásticas, y la gasificación de la música y el arte populares latinos bajo los lenguajes y los flujos monetarios globales, para coronar triunfalmente esta orgía de la “irresponsabilidad intelectual organizada” (Wright Mills) en la evaporación del ciudadano como consumidor en las redes de una sociedad civil electrónicamente volatilizada.
– How can you talk about the department as a panocticum? – me espetó entonces uno de los más entusiastas foucaultianos departamentales. Reconozco que su indignación estaba plenamente justificada. En mi carta denunciaba la impostura de hacer obligatorios a unos cursos de teoría que no tenían concepto de sí mismos, y a un workshop para aprender a cocinar tesis doctorales cuya ostensible función era la homologación de sus productos bajo normas filosóficamente opacas y literariamente dudosas. También me había negado a participar de una “review of student performance” que califiqué, efectivamente, como “concepción panóptica de la creación intelectual que todo lo reduce a performance, a todos convierte en reviewers de todos, y a todos controla por medio de lenguajes y espacios espiritualmente vacíos”. Pero llamar a todo eso panóptico foucaultiano significaba por mi parte una extrapolación epistemológicamente arbitraria y una palmaria ofensa a la dignidad de los postsujetos académicos.
Sofía ya me había puesto de manifiesto la gravedad de semejante situación con mucha mayor elocuencia: “En el primer año los estudiantes entran como mariposas aladas, bellas y coloridas, y al cabo de cuatro o cinco, salen hechas unas orugas que a duras penas se arrastran por el suelo. La academia es una máquina biopólitica que tecnifica los cuerpos y quiere construir sujetos bien temperados. De ahí la obsesión con el método, con una concepción tecnológica y tecnocrática de educación, para poder templar el conocimiento. Las tesis son un género en su definición más literal: la reproducción de convenciones de escritura que sólo son posibles a través del disciplinamiento. La creación y la creatividad son justamente lo que ha de quedar fuera. Tratar de incorporarlas es un ejercicio inútil que se aproxima al intento de lograr la cuadratura del círculo: no se encuentra dentro de su definición”.
Pero insisto en que ese académico foucaultiano, más pedante todavía que los escolásticos de Giordano Bruno, tenía toda la razón en sus manos. Mi metáfora panóptica era imprecisa, imprudente e impropia. La había invocado tan alegremente como suelen hacerlo los postintelectuales de la newest left académica, o sea, a título de gadget legitimatorio, y a sabiendas de que el sistema de control corporativo del conocimiento discurre por canales diferentes y mucho más expeditivos. Durante el último año académico, sin ir más lejos, los estudiantes departamentales se quejaron en numerosas ocasiones del control administrativo de su correo electrónico, y protestaron por sus teléfonos pinchados, y por las presiones y chantajes personales que recibían por parte del cuerpo profesoral.
En nuestra era orwelliana la crítica de los panópticos es una artimaña retórica tan piadosa como la defensa de los derechos de los animales en tiempos de tortura posthumana en prime time. Sofía también me había avisado sobre este fenómeno. “Un amigo estaba dictando un curso en ese departamento y los estudiantes se quejaron porque hacía divagaciones y se desviaba del tema. Se le hizo una "investigación", se le sometió a una "vigilancia" de las clases. Estos son los términos con los cuales sus colegas le explicaron el procedimiento, mientras él sostenía en su mano un ejemplar de "Vigilar y castigar" de Foucault, un "prop" que habíamos preparado de antemano para probar hasta qué punto podrían darse cuenta del doble discurso que manejan. Pues, obviamente, los señores, que con rostro severo y leves inclinaciones de cabeza hacia un lado u otro para indicar su grado de consternación, en las horas en que no se dedican a juzgar a sus colegas leen Foucault, lo incluyen en sus cursos y se hacen pasar por críticos del orden imperante. Ciertamente, esto podría inducirnos a pensar hasta dónde la crítica de Foucault encuentra fácilmente una inserción dentro del mismo orden de vigilancia y castigo que supuestamente denuncia. Es decir, hasta dónde las "teorías" que encuentran una amistosa recepción y una fructífera reproducción académica no son apenas unos paliativos para estos "willing executioners", quienes a través de ellas encuentran una figura para distanciarse de lo que hacen. El verdugo del Soviet actuaba en nombre del partido, un ente abstracto sobre el cuál recaía la responsabilidad. Aquí se reclama la "obediencia debida" sobre la base de que, hélas, il n'ya pas de dehors.”
Esta abolición primordial de toda alternativa experimental, de cualquier fuga intelectual fuera del reino monolítico de un pensamiento único y un único destino apocalíptico de la historia, lo mismo se trate de la guerra de misiles con cabezas micronucleares, que la reclusión de toda crítica en los campos de exterminio intelectual de los cultural studies se efectúa, en primer lugar, en el medio del lenguaje, no del panóptico. Tiene lugar a través de palabras, mediante las construcciones categoriales y la producción admninistrativa de modelos de pensamiento predefinidos, sobre los que hacerse preguntas en la academia es tan aventurado y expuesto hoy como lo era hacerse cábalas en tiempos de la Inquisición. Y cuya función reside asimismo en filtrar la realidad, incapacitar el pensamiento, y eliminar cualquier proceso autónomo de reflexión y conocimiento.
Sin embargo, hubiera deseado responder a mi engolado foucaultiano por lo menos con su misma insolencia. – No, no es un panóptico – le habría replicado. – La estructura de este interrogatorio departamental al que Ustedes me someten obedece más bien a la regla de oro de los juicios inquisitoriales: ocultar en los términos del interrogatorio disciplinario el real motivo de la condena. Recuerden a Luis de León – pudiera haberles dicho como colofón erudito y pretencioso –. Todavía hoy el rancio hispanismo hispánico se entretiene perezosamente con la casuística de un malentendido pornográfico que los tribunales eclesiásticos invocaron contra su traducción del prohibido Cantar de los cantares. Los frailes de la Inquisición habían husmeado en uno de sus versos el bello vello del pubis femenino, dónde el erudito de origen judío traducía del hebreo por la seducción de la mirada de Sofía a través de sus cabellos caídos. Pero el motivo real que los inquisidores no querían ni podían poner de manifiesto no eran sus retorcidas fantasías sexuales, sino el significado reparador y restaurador de la unión amorosa, y sus dimensiones místicas y cósmicas de un retorno al paraíso, el centro espiritual que anima aquellos poemas bíblicos, y cuyo sentido la Iglesia cristiana tenía que destruir si pretendía erigir su falso mesianismo en principio constituyente de su imperialismo apocalíptico.
Todo eso hubiera debido de responder a mi vigilante y castigador foucaultiano. Pero no lo hice. Llegado a aquel extremo del interrogatorio departamental me sentía abatido y sin fuerzas. La insidia de las preguntas, la ceguera de sus absurdas acusaciones, la prepotencia que les daba actuar gregariamente como un solo cuerpo, todo ello me había dejado rendido, aplastado, derrotado. En mi profunda desolación recordaba las desesperadas palabras finales que Sofía me había confesado: “La academia anglo-sajona ha hecho todo lo posible en los últimos veinte o treinta años por declarar la liberación como una meta no necesaria ni deseable. Con una impostura pseudo-Nietzscheana – y por supuesto, sin haber leído a Nietzsche – se ha dedicado a la preparación del "último hombre". Coincide en ello con la forma más descarada del sistema económico, el cual ha adoptado el deseo secreto del apocalipsis y el fin del mundo como horizonte. Nada hay que salvar en un mundo que se ha entregado a su deseo de muerte para no tener que involucrarse con la vida.”
No despegué los labios. Por el contrario. Me dejé hundir en el sillón con un gesto de cansancio e indiferencia. Nada había que decir a un tribunal que sólo deseaba amortajarme en su ceguera. Y dejé que las cosas fluyeran como las aguas turbias de un río después de la tormenta. Aconteció entonces lo que de todas maneras se podía preveer. Lenta, morosa, torpemente, como si se tratase de una procesión mortuoria, las cosas volvían a la normalidad de sus cauces rutinarios. Paulatinamente los postsujetos académicos recobraron sus voces de ventrílocuos. Sus miradas se serenaron. Desapareció la vehemencia de sus gestos. Sus rostros recuperaron su regular palidez mortecina. Y se reconfirmó que el canon se lo dejaba de lado. Y se habló de dinero. Se aumento el número de jueces para la aprobación de tesis doctorales. Se leyeron los nuevos reglamentos del workshop. Y se volvió a hablar de dinero. Se admitieron a dos estudiantes destacados por el director para un comité de seis a titulo de generosa cogestión departamental. Se pasó finalmente revista a la performance de los estudiantes de doctorado. Y se dio por terminada la sesión.
En un gesto de fingido relajamiento se sacaron entonces Coca-colas y se repartieron sándwiches de jamón y queso. Me puse en pie. En el aire sórdido de la sala se podían presentir los vaticinios de un aciago futuro. Durante unos minutos contemplé en hermético silencio el desplazamiento hormigueante de aquellas personas en la angosta sala. Ninguna de ellas se atrevió a cruzar mi mirada. Tal vez les quedaba algo de vergüenza y eso pudiera interpretarse como un último signo de esperanza. Me despedí con un gesto mínimo que no encontró respuesta. Y cuando ya cruzaba el umbral de la puerta, uno de los profesores se acercó a mí, y con un gesto seductor, casi femenino, me susurró al oído: – ¡Todo ha sido un malentendido!
***
Epílogo
“…Me gusta tu juicio bufo y me divierte el uso que haces de mis citas. Te di mis razones más materiales y banales para no querer figurar con nombre y apellido. Las hay de forma también. El juicio gira alrededor de lo que te pasó en esa situación concreta -representativa de todo el establishment, como bien muestras- pero una situación de la que no participé directamente. Las citas parecen como intervenciones mías directas. Hay una que dice que "no saben nada" lo que parece incluso un ataque personal. No quiero meterme de esa manera con ellos. Justamente porque lo mío no es personal.
Mi reflexión busca entender lo que está pasando dentro de estos recintos, no para descalificarlos como personas capaces o incapaces de hacer su labor. Me interesa el proceso de metamorfosis que los convierte en funcionarios. Me produce enorme curiosidad entender qué tipo de personas pueden hacer este trabajo sin que esto les produzca una crisis espiritual, psíquica, emocional.
La academia, mi querido, se ha convertido en un bastión de la intolerancia. Tú y yo hemos heredado de nuestros ancestros judíos y aprendido en nuestra formación alemana de pos-guerra esa alerta permanente ante el peligro. Las situaciones por las que han debido pasar los Adorno y Horkheimer, Benjamin, Bloch o Arendt se me hacen cada vez más claras. La diferencia es que ellos sabían por qué, la razón de la persecución se publicaba por todas partes. En el mundo que nos ha tocado vivir, el terror se hace en nombre de la democracia, de los derechos humanos, de la tolerancia.
La cólera que suscitaron tus intervenciones no tiene que ver con los estudios hispánicos, ni tu visión de ellos. Ese es un punto menor y la supuesta libertad de cátedra hace que todo debate se disuelva en cuestión de gustos y preferencias. Creo que los ataques contradictorios, los disparos desde distintos ángulos y en toda dirección tienen que ver con el desespero mismo de ver cómo se fractura la máscara, cuán poco se puede sostener en el mundo de hoy, y cómo en esas condiciones se desmorona la pretensión de que uno trabaja dentro del sistema pero no para él. Tus analogías con la Inquisición son más certeras de lo que a primera vista parece. Tú comparas en términos de forma, yo diría que es cuestión de contenidos: lo que hay en estos procesos de disciplinamiento es una expurgación de herejes, de conversos falsos, de impíos.
Hace unos días tomé un café con un amigo que escribe crítica de la economía política y ataques muy bien montados contra los economistas de la globalización. Me contó que en la Unión Europea ya se ha regulado de manera unificada que NO se dicta historia del pensamiento económico en las facultades. En las de literatura hace un buen rato que se disolvió la enseñanza de las dimensiones históricas al convertir todo en juego de lenguaje. Aunque no parezca posible, incluso en los departamentos de historia no se hacen trabajos diacrónicos. La investigación suele hacerse sobre casos específicos en periodos específicos; se meten en un rinconcito del pasado y desentierran momentos de cositas que componen nuestra realidad presente, pero no se ocupan de procesos.
En este mundo de la democracia comunicativa, cuanta más información haya sobre cada cosa, pues mejor. No hay posibilidad alguna de que se produzca una síntesis, ni se comprenda un proceso. Esta es la censura al revés. No prohíben que se diga nada. Lo que han logrado es que todo decir se pierda en la insignificancia. Sólo había que deshacerse de dos cosas: la filosofía y la historia. Para eso, la filosofía se redujo a juegos lógicos y la historia se relativizó como si fuera tan sólo un relato más. Una vez retirados los obstáculos que exigen que las cosas se piensen en profundidad, estamos en el mejor de los mundos posibles. Si nos aseguramos de que la gente no se entere de las posibilidades que se han pensado para la humanidad, opciones cuyo curso tal vez no se tomó, pero que están llenas de potencial creativo, tenemos a todos concentrados en la eterna prolongación del presente.
La gran transformación es en dos frentes: el sistema jurídico y el educativo. O sea, lo mismo que la evangelización en la América hispana, con su disciplinamiento de los cuerpos. Como siempre, las diferencias se manifiestan de maneras muy concretas a nivel de los ingresos, pero se construyen al nivel de los órdenes de la ley y la cultura. La obsesión con la ética es una parte funcional de esto, en la medida en que busca la construcción de una mores, una Sittlichkeit. El nuevo sujeto bien temperado del nuevo orden está siendo disciplinado por una Sittlichkeit del consumo, para el consumo. Sus temporalidades han de ser cortas. Su necesidad de renovación ha de ser constante. Lo que era una subversión al orden burgués y su apego a la familia como unidad social es hoy por hoy una exigencia del sistema: más individualismo, transformación y cambio permanentes, nueva pareja cada cuatro o cinco años, tal como se renuevan coche, casa, televisor, computadora, lavadora, teléfono celular u otras cosas. Lo que construya continuidades y trascendencia en el tiempo es lo que se rechaza...”
Sofía
(7 de Agosto, 2006)
***
Epistola Departamental
Princeton, 11 de mayo, 2006
Distinguidos profesores,
Quiero plantearles cuatro dilemas. El primero tiene que ver con el curso de teoría. Este curso nunca ha tenido un concepto de si mismo. Cuando hace tres años propuse una introducción estética como alternativa a su perfil volátil, me dijeron que no podía darlo porque una cosa era teoría y otra estética, lo que cito a título de oscurantismo departamental. En la práctica este curso es un collage arbitrario y sin una función transparente. Esta clase de programas híbridos se pueden justificar como un overview elemental. Pero incluso o precisamente en este caso no es intelectualmente legitimo hacerlo obligatorio. Es obvio que los estudiantes deberían realizar cursos teóricos. Constantemente he recibido protestas contra la banalidad de estas introducciones. “Pretender que un par de sesiones sobre Lacan significa hacer teoría es irresponsable” – me decía recientemente un estudiante que no quiere dar su nombre. Y no de dejado de recibir demandas de auténticos cursos teóricos con problemas intelectuales definidos. Pero en ningún caso deben tener un carácter compulsorio, ni someterse al principio de pass or fail.
Segundo: el Workshop. Escuche una vez a una profesora del departamento decir que eran verdaderas orgías colectivas de creatividad. Pero un estudiante también lo definió como ejercicio de uncreative writing destinado a mutilar la imaginación, someter a los estudiantes a modelos controlables de uniformidad intelectual y atemorizarlos bajo el ultimátum de la profesionalidad. Creo que este worksop debe sustituirse por tres medidas simples:
1. Las normas formales de redacción y composición, bibliografías, puntuaciones y otros requisitos administrativos se pueden redactar en un par de cuartillas y distribuir a los interesados sin mayores preámbulos.
2. Las definiciones sobre lo que las tesis, la investigación y la creación literaria académica puedan, tengan o no deban de ser han de hacerse de manera abierta, como discusiones en torno a concepciones y criterios diferentes de los diferentes profesores y estudiantes.
3. Las definiciones de método, forma, composición y estilo de las tesis doctorales no son únicas, ni unívocas. El estudiante puede y debe discutirlas y negociarlas con los advisers que considere más próximos a su sensibilidad y conciencia intelectual.
Tengo que mencionar en este contexto la limpia propuesta del doctorando Chris van Ginhoven:
“El workshop (debe) consistir en el cuestionamiento de las definiciones existentes y en el planteamiento de nuevas formas por parte de los estudiantes, y no en un recetario sobre como escribir un proposal exitoso. Es decir, tiene que haber una discusión abierta sobre las limitaciones en las formas existentes y las posibilidades de redefinición de un genero tan desdichado como la tesis.”
En tercer lugar quiero plantear el tema del reading list. Hace un año se asumió su necesidad y se planteó su reforma. Luego, por algún motivo inespecífico, el asunto quedó olvidado. Quiero recordar que esta lista no tiene que ser la instauratio magna del hispanismo. Mucho menos es sinónima de un canon provisto de poderes normativos bajo los que se deba someter al estudiante a exámenes compulsorios dotadas de dimensiones punitivas. Es, por el contrario, un instrumento didáctico. Su función es orientadora y constituye un horizonte teórico imprescindible en torno a categorías historiográficas, filosóficas y políticas de los estudios latinoamericanos, hispanísticos e ibéricos. Por esto no la concibo tampoco como un corpus cerrado, sino como una geopolítica literaria en perpetuo dinamismo. No necesito subrayar que la actual reading list es un monumento a la desinteligencia.
Por último, señalaré un conflicto abierto. Este año ha estado marcado por una huelga que ha puesto de manifiesto más sombras que luces de nuestro sistema académico. Contamos, sin embargo, con un testimonio privilegiado: el de la estudiante Danielle Carlo, por mucho que algunos de ustedes no quieran ni siquiera reconocer su existencia. Les recordaré los dos motivos musicales dominantes de su manifiesto. Primero: la conciencia de un vacío espiritual, el predominio de un deprimente silencio y su manifestación inmediata en la ausencia de una auténtica comunidad intelectual en los espacios académicos. La insistencia de esta reunión de profesores en la categoría de profesión y profesionalidad, cuyo arcaico origen confesional es cómplice de su postmoderno sentido antiartístico y antiintelectual, y su apertura con una “review of student performance” me parecen problemáticos precisamente desde esta perspectiva. Ponen de manifiesto una concepción panóptica de la creación intelectual que todo lo reduce a performance, a todos convierte en reviewers de todos, y a todos controla por medio de lenguajes y espacios espiritualmente vacíos: en lugar de generar espacios abiertos de diálogo transparente, de confrontación real y no performática de ideas y realidades, y de una creación intelectual no uniformada.
No to silence, el manifiesto de Carlo describe un segundo y valioso motivo: la reivindicación de los estudiantes como voces intelectuales autónomas en una edad de uniformidad cultural, escarnio institucional y violencia global.
Gracias por su inmerecida atención:
E.S.
sobre el autor
Eduardo Subirats es autor de una serie de obras sobre teoría de la modernidad, estética de las vanguardias, así como sobre la crisis de la filosofía contemporánea y la colonización de América. Escribe asiduamente en la prensa latinoamericana y española artículos de crítica cultural y social.