El 10 de diciembre de 1960 caía definitivamente el telón para el montaje de West Side Story en Broadway. Después de tres años en cartel y una gira por todo el país, se despedía el musical que había llevado a escena las calles de Nueva York, sus conflictos y sus nuevos pobladores, en una adaptación de Romeo y Julieta donde los Capuletos eran ahora los Sharks, una banda juvenil de portorriqueños, y los Montescos se habían convertido en los Jets, el grupo rival formado por blancos sajones. West Side Story (y su versión cinematógrafica de Robert Wise y Jerome Robbins, estrenada en 1961) está estrechamente imbricado con la vida y morfología de la ciudad de su tiempo, a la vez que representa un paso adelante en la historia del musical americano, tanto por el tema que aborda como por la manera en que lo presenta. Ciudad y arte quedan unidos, retroalimentándose para crear una de las más influyentes obras de Broadway.
La trama de West Side Story (una trágica historia de amor que acaba con tres muertos sobre el escenario) es su primer punto de ruptura respecto de una tradición que asimila musical a comedia de asunto intranscendente. En segundo lugar, tanto la partitura de Leonard Bernstein como las letras de Stephen Sondheim conciben las canciones como elementos que hacen evolucionar la historia, huyendo de la situación clásica donde los personajes, literalmente, se detenían a cantar. Además se incorporan elementos de sarcástica crítica social en las letras, como sucede en América, donde las portorriqueñas alaban irónicamente las comodidades de su nuevo país, o en Gee, officer Krupke!, punzante descripción del periplo de los jóvenes conflictivos por jueces, psicólogos y educadores sociales. La coreografía de Jerome Robbins es otra de las señas de identidad de West Side Story y en ella recae también buena parte de la fuerza dramática y de la acción. Descriptiva y emotiva, su escenario básico son las calles y de ellas parece recoger los movimientos fundamentales, rodillas flexionadas y brazos elevados como en cualquier partido de básquet callejero. Todos estos elementos formales convirtieron a este musical en un punto de referencia, el antecedente del musical conceptual moderno que estallaría en la década siguiente de la mano de dos participantes en esta obra: el letrista y compositor Stephen Sondheim y el productor Harold Prince. Pero todos estos rasgos consiguen su carácter realista, moderno y dinámico al tomar como trasfondo elementos del Nueva York del momento.
El título del musical anuncia ya el lugar de la acción, el sector oeste de la ciudad que en la década de 1960 sufrirá una importante remodelación urbana. Lugar de edificios obsoletos, era en ese momento un foco residencial de clase trabajadora donde se ubicaba parte de la inmigración hispana que llegaba en ese momento a la ciudad buscando vivienda a precios asequibles. De aquí los conflictos etnico-sociales que el musical aborda. Aunque solo las imágenes de apertura de la película se rodaron en la ubicación real (la calle 68 West entre las avenidas Amsterdam y West End), los decorados reprodujeron fielmente tanto el aspecto físico como el ambiente característico de esta parte del West Side.
Resulta interesante comprobar cómo el tejido edificado en la ubicación concreta de la acción desapareciera pocos meses después (1962-1964) para dejar paso a una de las intervenciones más significativas de la parte alta del West Side: la supermanzana conocida como las Lincoln Towers, donde los arquitectos S.J. Kessler & Sons proyectaron 8 bloques de apartamentos de 28 plantas. El conjunto albergó a más de 3800 viviendas que dan cobijo aún hoy a unas 10.000 personas. Arquitectónicamente, la operación no suscita especial interés (son bloques prismáticos de ladrillo marrón visto) salvo por sus dimensiones. Es reseñable detectar cómo la presencia cercana de un importante centro cultural –el Lincoln Center– y la conflictividad retratada en West Side Story, convierten al vecindario en foco de atención para las autoridades neoyorkinas, que no dudan en promover importantes operaciones de renovación, que obvian la trama de Manhattan imitando modelos europeos, para atraer a las clases medias de la ciudad.
Dentro de ese gran espacio que es el West Side neoyorquino, el libreto sitúa las diferentes escenas preferentemente en espacios públicos (la calle, las canchas de básquet, bajo las autopistas, la cafetería, el gimnasio) o semi-privados (azoteas, escaleras de incendios). El móvil de la acción es el control del espacio público por parte de las bandas, otorgando así a la calle (y otros lugares de paso) un papel central y reconociendo su preeminencia como escenario fundamental de la vida contemporánea y como espacio de la formación de la identidad personal. El espacio público, la calle, el nivel 0, el lugar denostado por el manhattanismo, donde la altura es todo un indicador económico, es donde el individuo de la contemporaneidad adquiere sus características principales: anonimato, cruce con desconocidos, movimiento perpetuo. En términos de Marc Augé, el conflicto surge cuando un no-lugar intenta ser territorializado por diferentes grupos sociales.
Un último elemento: la coreografía. También aquí se vuelve a poner el acento en ese mismo lugar, la calle, de la que parece tomar algunos de sus elementos. De hecho, los movimientos característicos en el trabajo de Jerome Robbins son de tensión-extensión (los bailarines arrancan de una posición con las rodillas flexionadas y saltan extendiendo los brazos sobre la cabeza) en lo que podríamos leer como una asimilación de las dinámicas urbanas tanto sociales como morfológicas, con una ciudad que estalla de sus márgenes. Quizás, aquí sí, Robbins se deja llevar por la característica fundamental del desarrollo urbanístico de Manhattan: la espontaneidad del movimiento vertical derivado de la libertad en la tercera dimensión.
Sobre los autores
Isabel Aparici, antropóloga y periodista
David Hernández Falagán, arquitecto