Borrar la memoria
Hace algo más de 30 años el impresionante edificio de la Biblioteca Nacional comenzaba a levantarse sobre las huellas de la demolida Residencia Presidencial, que hasta 1955 ocupara el predio limitado por Austria, Agüero y Avenida del Libertador. Se intentaba así, una vez más, borrar la memoria colectiva y a renglón seguido escribir una frase monumental de nuevo signo.
Buenos Aires ya conocía estas conductas.
Este episodio nos trae a la memoria la noche del verano de 1899, cuando un influyente rematador de hacienda devenido Intendente Municipal, don Adolfo Bullrich, hiciera volar con dinamita la residencia Palermo de San Benito, popularmente conocida como Caserón de Rosas, en la intersección de las actuales avenidas Sarmiento y del Libertador, a pasos de la nueva Biblioteca. Para su desaparición, se adujeron razones de orden ideológico y de estética edilicia. Tomando partido por la conveniencia de la demolición, el diario La Prensa la consideraba un "acto educativo del sentimiento cívico" y aplaudía la decisión del Intendente de elegir como fecha la noche del 2 de febrero "de modo que el sol de Caseros no alumbre más ese vestigio de una época luctuosa, y que fue la morada del tirano".
En cuanto a edilicia, el mismo diario –en coincidencia con diversas opiniones del campo intelectual- planteaba que "ninguna razón había para empeñarse en mantener en pie una construcción vulgar, destituída de todo carácter arquitectónico (...) cuya vista sólo remueve memorias de sangre, de crimen y de opresión y barbarie".
Despejado el terreno, en 1900 dio comienzo una operación de ocupación simbólica con la inauguración del Sarmiento de Rodin (una magnífica obra escultórica implantada sobre los cimientos federales) y el rediseño de los jardines –ahora a la francesa- a cargo del paisajista Charles Thays.
Medio siglo más tarde, con argumentos similares, se borraba de la faz de la ciudad el casco de la ex-quinta Unzué, que luego había sido destinada a Residencia Presidencial. Esta vez le tocaba el turno a un símbolo de la cultura europeísta, un palacete ecléctico de inspiración anglo-franco-italiana, diseñado alrededor de 1890 y rodeado por un jardín, obra del mismísimo Charles Thays. El malestar oficial residía ahora, ya no en la "vulgaridad americana" de la arquitectura del Caserón de Rosas sino en la memoria de los últimos habitantes ilustres (uno "prófugo" y otra recientemente fallecida allí mismo): el Tte. Gral. Juan Domingo Perón y su esposa María Eva Duarte.
Las cuentas claras
En el caso de la Residencia, si por un lado el odio y la insensatez arrasaban con el patrimonio histórico, por otro lado se acertaba con la recuperación del paisaje, la apertura del predio al uso público y el destino cultural del nuevo edificio.
El albardón, tan negado en el borde urbano, sólo se disfrutaba esporádicamente en contados sitios, como el Parque Lezama, la Plaza San Martín, el área de Plaza Francia, el Parque Las Heras y las barrancas de Belgrano.
Fue decisión de la Comisión designada por el Ministerio de Educación y Justicia, en 1958, estudiar el emplazamiento de la nueva Biblioteca Nacional, elegir el terreno y llamar a concurso de proyectos, estableciendo en las bases la compatibilización de la nueva construcción con el uso público de la barranca parquizada.
Dicho concurso se efectuó en octubre de 1962
El jurado adjudicó el Primer Premio al equipo integrado por los arquitectos Clorindo Testa, Alicia Cazzaniga de Bullrich y Francisco Bullrich, elogiando la integración al sitio, la claridad expresiva, estructural y funcional, así como el aprovechamiento de las visuales hacia la costa y el río desde las salas de lectura, las terrazas y la plaza seca de acceso.
Tal como ocurriera con otros notables edificios públicos de Buenos Aires (Catedral, Correo Central, Banco Nación), las obras demoraron décadas. Pasaron 31 años desde el proyecto hasta la habilitación. Tras el trámite del concurso, la construcción se inició recién en 1971; diez años después sólo se había concretado la tercera parte; el 10 de abril de 1992 se inauguró protocolarmente y el 21 de septiembre de 1993 finalizó la mudanza del acervo desde el antiguo edificio de la calle México, recibiendo entonces al primer lector.
La obra
Los autores hallaron una solución original y de alto impacto en el espacio urbano, diferenciándose de otros partidos arquitectónicos contemporáneos que optaron por otorgar protagonismo al siempre inmenso volumen del depósito de libros. En la biblioteca de la Ciudad Universitaria de México, de 1952, Juan O'Gorman levantó un colosal mural prismático alusivo a las historias nacional y universal, custodiadas en sus entrañas. Del mismo año es la Biblioteca Central de la Ciudad Universitaria de Caracas, en la que Carlos Raúl Villanueva adoptó un lenguaje neutro y estructural para su imponente contenedor. Más recientemente, en 1997, Dominique Perrault nos asombró con su Biblioteca Nacional de Francia, cuyos depósitos son cuatro torres de cristal dispuestas a la manera de desmesurados libros abiertos.
A diferencia de los casos citados, en nuestra biblioteca, Testa y los esposos Bullrich (ahora Bullrich constructores) excavaron un hueco enterrando los depósitos, y a expensas de preservar el terreno en barranca para el goce colectivo, rediseñaron el parque acoplándolo a nuevas terrazas y a una plaza cubierta, sobrevolada ésta por una torre de hormigón (que no de marfil) rematada en una sala-mirador para los lectores, con vistas hacia el lejano horizonte del Río de la Plata. De esta forma, sótano y salas flotantes ensayan un juego estratigráfico entre la memoria y la lectura de la memoria.
Ahora, el volumen a horcajadas sobre la loma ya no alude literalmente a los libros abiertos, como en las torres de Perrault, sino más bien a la caja ("theké") de la "bibliotheké" griega; o más precisamente a dos cajas: la caja hundida y la caja eminente.
Con una sabia sensibilidad ambiental, esa caja eminente, ese cuadrúpedo erguido, se alza por sobre la arboleda existente, como un periscopio oteando el río, a la vez que dialoga con nueva lengua, a prudente distancia, con la masa de edificios vecinos, generando una particular situación urbana.
Refiriéndose a sus últimas obras, que orillan entre lo maravilloso y lo osado, alguien dijo que Clorindo es el que mejor agujerea una pared; quizás también sea el que mejor hace una moldura en clave contemporánea. Ahora bien, en la Biblioteca Nacional ¿no estamos ante una gran moldura? Pues sí; una gran moldura severa y lúdica a la vez, paradojalmente pesada y aérea, como las máquinas sucesoras de los aeróstatos.
Sin duda, nos encontramos ante un ícono urbano del saber, un monumento inquietante de gran potencia expresionista, el que más de una vez fuera asociado a la corriente neobrutalista de los años '60. Sin embargo, deberíamos reconsiderarlo como una obra en clave testiana (si nos atenemos al rol influyente de la estética de Testa en el equipo de diseño), que se aleja críticamente del puro funcionalismo para poner en acto una poética parlante de cierto nudismo dramático, con una osatura modelada casi artesanalmente; una obra de dimensión metropolitana moderna y arcaica a la vez, con esa ambigüedad radical tan propia de lo americano.
Y forzando los valores, diríamos que más que parlante, desde el pié de la lomada la biblioteca se nos muestra con una poética aullante, dejando asomar desde sus fauces la gran lengua-auditorio. Arriesgando metáforas, quizás se trate del grito de los ranqueles del excursionista Mansilla, o del moreno desgraciado por el gaucho Fierro, o el coro de todas las voces de la raza cósmica.
¿No podríamos suponer, acaso, que entre las estanterías subterráneas, en ese pozo letrado de la Argentina profunda, en torno al caparazón del gliptodonte hallado en la excavación de los cimientos, aún se agitan en querellas interminables los fantasmas de los antiguos moradores de la quinta: Evita, Unzué y Cornelio Saavedra? Si hasta creemos haber escuchado, alguna vez, sus murmullos e insultos, que elevándose por las patas del cuadrúpedo retumbaban en sordina, allí arriba, en el salón de lectura.
Pero más allá de las inevitables sugerencias, recordemos lo que nos dijera Clorindo Testa: "lo que quise decir es lo que dicen las obras que hice".
Empecinadamente, los autores sostuvieron el diseño original a lo largo de tres décadas. Al respecto Testa afirmaba: "después de tantos años sigue siendo una obra válida, aunque más tarde se la prefiera distinta. De la misma forma en que un cuadro no vuelve a ser trabajado una vez que lo dimos por terminado, el edificio de la Biblioteca se seguirá haciendo de acuerdo con el proyecto".
Suponemos que, a la luz de la obra reciente, hoy hubiera diseñado un objeto diverso, alejado tanto del monumentalismo como de ese tono "gris Buenos Aires".
Inconclusiones
Aunque habilitado en 1993, el edificio permanece inconcluso, sin el ala de su sombrero: los sutiles e indispensables parasoles que harían flotar la mole pétrea sobre el parque. Mientras tanto, hoy remata en un neutro gavetón vidriado. Al respecto, Testa sostiene que el sistema de parasoles –suprimido por razones económicas- "nunca fue un agregado, sino que formaba parte de la concepción global del edificio, y tampoco era una cosa gratuita desde el punto de vista funcional".
Con este destino de catedral interminable, mientras lleguen los parasoles, quizás el gran armadillo siga escarbando al compás de los escribidores, para extender por el subsuelo de la pampa urbanizada la madriguera de las letras de la memoria.
Cerrando estas reflexiones, apostamos a que la Biblioteca, a manos de algún nuevo "iluminado", no corra la suerte del pampeano Caserón ni de la opulenta quinta Unzué. Sepámosla cuidar como patrimonio del futuro.
notas
NE
Articulo originalmente publicado publicado en “La Biblioteca”, revista de la Biblioteca Nacional, N° 1, 3ª. época, Buenos Aires.
sobre el autor
Jorge Ramos de Dios, arquitecto, investigador y director de la Sección de Estudios Históricos del Instituto de Arte Americano (Fau-Uba, Buenos Aires).