La tradición latinoamericana
La historia nos ha dejado innumerables constancias sobre los modos de habitar de los sectores populares. Durante siglos éstos han construido sus asentamientos, ideado sus estrategias de sobrevivencia –signadas por sus diversas culturas-, casi siempre al margen de las llamadas prácticas y normas "oficiales", combinando resistencia y astucia.
América Latina tiene una larga tradición de expresiones de la cultura popular urbana, desde las artesanías y tecnologías apropiadas hasta la alimentación, ritos, fiestas, formas de intercambio, consumo y modos particulares de uso del espacio público. En estos últimos aspectos, la calle, junto a la plaza del mercado, constituye el escenario protagónico de la vida cotidiana con vigencia continua hasta el presente.
Contribución esencial a ese protagonismo son las innumerables actividades exclusivas del mundo callejero, como el tránsito vehicular y peatonal, el encuentro social, las manifestaciones políticas, la oferta sexual, el cartoneo, el vagabundeo y la venta ambulante, entre otras; todas ellas, finalmente, apropiaciones del espacio público, predecibles o erráticas, reguladas o incontrolables, formales o informales.
En las ciudades americanas, la reunión y el ambular de proveedores y baratijeros, ha sido, históricamente, un elemento primordial en la construcción de un imaginario callejero, no siempre coincidente con la perspectiva municipal.
Entre otros actores urbanos, consideramos a los vendedores ambulantes como imprescindibles para la valoración simbólica de la ciudad, como infaltables en toda representación urbana. Y sabemos que las representaciones (junto a la economía, el planeamiento y la arquitectura) también construyen la ciudad. Los ambulantes –a través de la experiencia colectiva – serían marcas de lectura del patrimonio cultural. En palabras de Armando Silva, constituirían "una sobrecarga imaginaria en la cultura urbana, (...) parte de una densa red simbólica en permanente construcción y expansión" (2).
En Latinoamérica, a la tradición sostenida que mencionábamos se suman, hoy en día, al calor de las políticas neoliberales (con deterioro general de la economía, cierres de fábricas y cesantías), una serie de factores de acelerada degradación y caos urbano que complejizan esa apropiación y modifican ese imaginario. Al aumento explosivo de vendedores ambulantes se sumaron últimamente, en cruces estratégicos de la ciudad, una pléyade de acróbatas, malabaristas, tragafuegos y limpiadores de parabrisas. Tras la crisis y el levantamiento popular del 19 y 20 de diciembre de 2001, varias ciudades argentinas vieron sus calles transitadas por un ejército de recolectores de cartones y papeles, popularmente llamados "cartoneros", constituido por miles de familias enteras llegadas todas las noches desde la periferia urbana en busca del pan diario.
Como sostienen Jorge Enrique Hardoy y David Satterthwaite, "los ingresos de decenas de millones de familias que viven en centros urbanos grandes, medianos y pequeños son tan bajos e inestables que están obligadas a realizar la mayor parte de sus actividades fuera de la ley (...) No se necesitan estudios detallados para apreciar sus problemas: hombres, mujeres y niños sobreviven vendiendo en las calles, acarreando bultos, (...) dedicándose a la prostitución, mendigando, robando, o simplemente están parados en una esquina" (3).
He aquí planteado el dilema clave: cómo preservar nuestra tradición americana, actualizar y enriquecer ese imaginario, recuperando la dignidad humana, a salvo de la exclusión, la marginalidad, la pobreza creciente y los abusos del poder municipal.
La tradición urbana de la venta ambulante y la sociabilidad en la vía pública se construyó a partir de la herencia indoamericana y los aportes de la cultura hispanoárabe. Desde tiempos prehispánicos, durante la Colonia y los procesos de Independencia hasta nuestros días, el comercio callejero tuvo fuerte presencia en las ciudades latinoamericanas; siempre vivo, casi siempre ilegal o al borde de la legalidad, de los úkases de Cabildos y Legislaturas.
Sin duda fue el tianguis (4) (la feria de los poblados indígenas) la institución más significativa de venta a cielo abierto, periódica y móvil, en nuestro continente. Ese espectacular abigarramiento de tendidos de sombra, esteras de piso, gentes, colores, aromas, gritos y sabores, ya había asombrado a Bernal Díaz del Castillo en su visita al mercado de Tlatelolco: "...y desde que llegamos a la gran plaza (...) como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en ella había...". Y tras describir las cosas que se vendían agregaba: "...y después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto, tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí había sonaba más de una legua..." (5).
Otro tanto ocurría en el Incanato. Pedro de Cieza y de León, en su Crónica del Perú, de mediados del siglo XVI, con perplejidad y entusiasmo hablaba de los grandes tianguis del reino del Perú, y aun reconociendo la importancia del tan mentado del Cusco, decía que "...ninguna feria del mundo se iguala a la de Potosí." Y veía que "...en un llano que hacía la plaza de este asiento, por una parte dél iba una hilera de cestos de coca (...); por otra, rimeros de mantas y camisetas ricas delgadas y bastas; por otra estaban montones de maíz y de papas secas y de las otras sus comidas. En fin, se vendían otras cosas muchas que no digo; y duraba esta feria o tianguis desde la mañana hasta que escurecía la noche..." (6).
A través de las ferias de Medina del Campo o de las granadinas se transmitió a América, a su vez, la tradición mora del comercio ambulante, con sus caballetes, sombrillas, toldos y tenderetes que coexistieron con las mantas, petates y huacales indígenas. De alguna manera, se compartía así la fruición de las callejuelas de la casbah de Túnez o de Argel, con los vendedores de dátiles, túnicas y baratijas, con los que leen el Corán o el diario a las ruedas de vecinos analfabetos, con los bebedores de té verde y los fumadores de narguile.
¿Qué distancia trazar entre ambular por allí y caminar hoy las calles densas, morenas, de Cartagena de Indias, con las pregoneras de papaya y ciruela verde, las de cocada de piña y panela, los vendedores de lotería, los cafés y el Portal de los Escribanos que redactan cartas de amor y declaraciones de impuestos?
¿Cuán distintas se nos pueden presentar la plaza-mercado de Djema'a el-Fna en Marrakech, tan maravillosamente descripta por Juan Goytisolo y la de Chichicastenango en Guatemala?
El sector "informal"
El hoy llamado sector "informal", entonces, no es otra cosa que la modalidad actual del histórico protagonismo popular; es la América profunda que se apropia de calles y de plazas para vivir y sobrevivir en la ciudad. Y estos nuevos nómadas urbanos lo hacen como pueden, con la precariedad, la necesidad, la desesperación, la astucia y el desafío que les impone el desempleo y la economía "formal" del neoliberalismo avasallador, hoy en evidente retirada. La Paz, Lima y México (7) son expresiones extremas de esta nueva "informalidad", perseguida y no tolerada por las autoridades locales, con el argumento de la invasión del espacio circulatorio, la insalubridad, el robo de energía eléctrica, la evasión de impuestos, la competencia desleal y el fomento de la falsificación y el contrabando.
Estas escaramuzas urbanas ya son espectáculo corriente en el centro de Buenos Aires, desde los portales de Plaza Once hasta las terminales ferroviarias de Retiro o los alrededores de Liniers. Batalla reiteradamente perdida por los inspectores municipales.
Tengamos en cuenta que, en un arbitrario control de infracciones, no se persigue con el mismo celo ni con "tolerancia cero" a las obstrucciones o "prolongaciones" del comercio "formal" sobre el espacio público, con sus caballetes, percheros, mesas, enormes marquesinas y carteles en voladizo.
Pero la marginalidad no es el detonador excluyente del ambulantaje sino que, como ya tenemos dicho, hay que considerar la dimensión cultural americana y la "pregnancia simbólica" (8) de ese imaginario popular.
En el caso porteño, aun distante de las culturas andinas o mesoamericanas, también encontramos derivaciones de esa tradición. A principios del siglo XIX, indios pampas vendían –ambulando – plumas, ponchos y cueros trenzados; mientras que a lo largo de todo el siglo, con notable presencia de ciudadanos negros, nuestras calles y plazas se poblaban con el ajetrear de aguateros, mazamorreros, vendedores de velas, aceituneros, escoberos-plumereros, mimbreros, pasteleros y – ahora sí, con hegemonía vasca – lecheros con sus vacas. Tanto durante la Colonia como en las primeras décadas republicanas, cabildantes y ambulantes (gatos y ratones) hicieron las paces ante la situación de abastecimiento imperfecto y constitución incipiente de un comercio formal.
Con el cambio de escenarios, pautas de consumo, composición social y étnica, el imaginario callejero fue variando a través del tiempo. Fue así como "los vendedores ambulantes negros desaparecieron de Buenos Aires con la llegada de la inmigración masiva, que los desplazó de calles y plazas monopolizando la venta callejera" (9) de la cual muchos hicieron una ocupación permanente.
Estos inmigrantes, instalados fundamentalmente en ciudades, sin mayor experiencia de trabajos urbanos, optaron en gran medida por el cuentapropismo.
Aunque no conocemos datos oficiales sobre el número de vendedores ambulantes en la ciudad de Buenos Aires, contamos con una estimación de 9.000 para el año 1900 (10) y otra de 12.000, que en 1901 hace el diario La Prensa (11). Nos presenta la repartición de vendedores, la cual, junto a la cantidad total, ayuda a imaginar aquel mundillo callejero con sus ambulantes:
Vendedores de hortifrutigranjeiros | ||||
de fruta, carne y verdura |
8.000
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de masas, fainá y dulces |
1.300
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de pescado |
320
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de aves |
100
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Vendedores de frutos y otros | ||||
kerosene, velas, jabón, etc. |
600
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ruedas de la fortuna |
75
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lustradores de calzado |
450
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afiladores |
200
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varios |
955
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Total (sin contar canillitas ni vendedores de lotería) |
12.000
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Cabe destacar que para esa época, todos estos personajes, junto a barrenderos y otros trabajadores callejeros, eran casi exclusivamente italianos; quienes a pié con sus canastas, cajas, jaulas, perchas y carritos, con sus atuendos y gritos en cocoliche como "¡hay narranca y manana!" o "¡corbina fresco!" , en tonos de barítono y mezzo soprano, resignificaron el imaginario callejero en permanente desafío al ideario municipal.
Desde la institución municipal porteña, precisamente en 1900, se intentó suprimirlos "por razones de higiene". Nuevo esfuerzo vano del gato resistido con tozudez por ese poderoso gremio de los ratones contraventores. Así, el cuentapropismo y el ambulantaje reafirmaban su arraigo y presencia en los barrios. Ni bien desaparecían unos tipos surgían otros, como el cardador de lana, el "turco" mercachifle (vendedor de géneros), el "cuentenik" judío (con su venta a plazos) o el griego dulcero y caramelero.
La memoria reciente da cuenta de la bicicleta del afilador, los carros a caballo o motorizados del verdulero, el hielero, el lechero de la Santa Brígida, el panadero de la Panificación Argentina, el botellero o el canastero-sillero-plumerero. Hoy sólo quedan, de esos ambulantes movilizados – ahora por cuenta de terceros –, el sodero y los "deliverys" de comida china, pizza y videos, más tolerados que los cartoneros o los comerciantes de tablón.
Dos estrategias
Ante esta nueva realidad, ante las "fugas" del orden establecido, ante las "normas" propias de los ambulantes para el uso de la calle, se plantearon dos estrategias desde el poder municipal: la "limpieza social" y la reterritorialización.
La primera derivó, en todos los casos, en enfrentamientos con la fuerza pública o en sucesivos desalojos y reconquistas de la calle (un interminable juego del gato y el ratón), con el consiguiente fracaso de control oficial.
La segunda se practicó con diversos resultados.
En Buenos Aires y Montevideo tenemos el ejemplo de las ferias francas, que a lo largo del siglo pasado, desde 1918, ocuparon en forma rotativa algunas cuadras de los barrios con sus hileras de puestos desmontables. Por razones bastante endebles se decidió su localización "formal" con el sistema de ferias internadas, retrocediéndose notablemente en la vitalidad y el goce de la calle.
En la mayoría de los casos las soluciones arquitectónicas dejaron mucho que desear, con la honrosa excepción de las "ferias modelo" proyectadas por el arquitecto Juan A. Casasco en el marco de la Planificación y Diseño de Edificios para Abastecimiento y Control Alimenticio, impulsada en Buenos Aires por el Intendente Jorge Sabaté (1952-1954). Esta serie tipológica retomaba el ambiente público incorporando calles pasantes, placitas, fuentes y juegos infantiles, recuperando la característica de condensador social. Los conjuntos se completaban con murales de Clorindo Testa y el taller La Gotera(12). También es cierto que, cuatro años más tarde, el propio Casasco (como buen colaborador de Mies van der Rohe) se quejaba de los toldos, trastiendas y otros elementos "pintorescos" agregados por los puesteros.
Las experiencias de reterritorialización, en varias ciudades latinoamericanas, han sido bastante conflictivas debido a la rígida concepción de "orden urbano" de las autoridades competentes.
Dado que el territorio del comercio "informal" es la vereda y la calle, sería prudente que dicha reterritorialización (en puestos móviles, semifijos o fijos) no implique expulsión sino que atienda a dos condiciones básicas: el uso racional por los ambulantes de vereda y calle –si fuera necesario rediseñando esos espacios – y la garantía de sitios estratégicos de compra-venta (centros de trasbordo, puntos de concentración pública, etc.). Esto llevaría a crear un tercer espacio fronterizo entre lo "formal" e "informal" en las mismas zonas de demanda elegidas por los ambulantes.
El imaginario municipal
Si analizamos las disposiciones en vigencia para Buenos Aires, nos sorprendemos ante una suerte de esquizofrénico imaginario urbano municipal, dando cuenta de "una ciudad que sólo existe en la mente de tecnócratas y burócratas" (13).
Dichas Ordenanzas, tras distinguir la venta ambulante por cuenta de terceros de la realizada por cuenta propia, resuelven otorgar un máximo de 500 permisos para los cuentapropistas –cifra a todas luces superada ampliamente por la realidad-, quienes deben acreditar una residencia en la ciudad no inferior a 18 meses, debiendo llevar adherido al pecho el permiso normado. Permiso que no contempla la venta de alimentos y bebidas, salvo los siguientes artículos: aguas y gaseosas sin alcohol envasadas; maní en su vaina, descascarado, tostado o sin tostar; castañas, garrapiñadas, manzanas abrillantadas, higos, azúcar hilada, pochoclo y barquillos; golosinas y cereales en copos; fruta desecada, descascarada, tostada y seca. La venta de helados, café, té, mate cocido y otras infusiones, sólo se permite a elaboradores y distribuidores no cuentapropistas, y nunca en la calle (solamente en oficinas).
Entre otras utópicas disposiciones se exige que, por ser ambulantes, deberán circular permanentemente con carritos de mano, triciclos y bicicletas, recordándoseles que en el micro y macrocentro sólo lo podrán hacer con mochila, pudiendo detenerse en las Costaneras y en dos parques: Lezama y 3 de Febrero.
Las mismas Ordenanzas imaginan una "ciudad de papel" donde los lustrabotas deben ser mayores de 45 años (o de 18 con incapacidad certificada por el Hospital Manuel Roca). En este plan se confina, a su vez, a los fotógrafos, coloreadores y dibujantes al espacio de plazas y parques, permitiéndole tan sólo a los organilleros escaparse de allí para recorrer las calles. El pintoresquismo del imaginario municipal se realza con los cuidadores de vehículos, todos obligatoriamente disminuidos físicos (en más de un 66% de sus funciones vitales) y con certificado de buena conducta.
Este paisaje orwelliano no quedaría perfeccionado sin los uniformes obligatorios: saco azul o gris para los lustradores de calzado; guardapolvo celeste, verde claro o rosa para los floristas; guardapolvo gris para los fotógrafos y dibujantes; campera o blusa gris con gorra de visera del mismo color, chapa identificatoria de metal esmaltado blanco con números negros, para los cuidacoches; y chaquetilla marrón o verde y birrete, para el resto de los vendedores ambulantes.
En rebeldía, invisibles al ojo municipal, ambulan hoy miles de "buscas", bolivianas con sus ajos y limones, vendedores de choripán, todos sin permiso ni uniforme, a excepción de los camuflados veteranos de la guerra de Malvinas.
Olvidémonos también, en esa ciudad radiante, de aquel bullicio, tan americano y tan metropolitano –un mundo donde "más es más" – al que aludíamos anteriormente, pues según decreto, "les está absolutamente prohibido pregonar su mercadería, así como también exhibir carteles (...) tendientes a atraer sobre sí la atención de los transeúntes."
El diseño ambulante
Saliéndonos de esta pesadilla proscriptiva, pensamos que el diseño industrial, la arquitectura y el planeamiento, junto a políticas de justicia social, tienen mucho que aportar al campo del ambulantaje, en la construcción del imaginario moderno americano.
De una u otra forma, el diseño siempre estuvo presente en esta actividad: ya sea en las caravanas de los turcos, persas y bereberes; en los zocos y callejuelas de la casbah; en los tianguis indoamericanos; en los cargadores precortesianos; en los mercados coloniales o en las actuales ferias de artesanías.
Un ejemplo notable de estas situaciones urbanas son los bouquinistes de París, quienes comenzando en el siglo XVI como libreros ambulantes, tras un período de clandestinidad (14) lograron, desde 1606, la instalación semifija de sus módulos (sin anclaje al suelo) en la vía pública. Hoy, a lo largo de tres kilómetros, existen 242 módulos dispuestos sobre los veredones de ambas márgenes del Sena, exponiendo aproximadamente 300.000 obras en la más grande librería a cielo abierto que se conozca, asegurando una animación permanente de los quais. Una verdadera "marca de lectura" a lo largo del río urbano.
En sede americana y a nivel popular, contamos con algunas prefiguraciones espontáneas del tercer espacio al que hacíamos referencia anteriormente; tal el caso de los libreros que rodean la Plaza de Armas de La Habana, los de Tristán Narvaja en Montevideo o, en Buenos Aires, los puesteros del Parque Los Andes en Chacarita, de la Plaza Dorrego en San Telmo y la Feria de los Pajaritos en Nueva Pompeya.
A nivel de proyectos urbanos, cabe citar algunas experiencias interesantes de ambulantaje, que han explorado alternativas de ese tercer espacio, respetando los respectivos imaginarios urbanos.
En consonancia con las ferias de Casasco, con tecnologías y códigos de la modernidad, Pedro Ramírez Vázquez y Félix Candela proyectaron, en 1956, el mercado de Coyoacán en la ciudad de México. Allí coexisten el mercado cubierto con paraboloides hiperbólicos (a modo de paraguas invertidos) y el tianguis adyacente al aire libre, con largas mesadas de hormigón y tendidos de lona sobre una gran explanada seca.
Siempre en México, vale aprender del Programa de Ordenamiento y Reubicación del Comercio en Vía Pública de la ciudad de Querétaro (1999). Se trata de una experiencia reconocida internacionalmente, con su propuesta de "corredores comerciales" abiertos, sobre boulevards, veredones y plazas secas, complementados con carritos móviles para el Centro Histórico. A tal efecto se definieron cuatro territorios pactados con los ambulantes: Centro Histórico, Zona Hospitalaria, Alameda y Periferia. El programa benefició a 1.700 vendedores reubicados en igual número de módulos y carritos de excelente diseño.
Un proyecto similar de tercer espacio, sin negar la calle ni el paisaje urbano y de alta calidad arquitectónica, es el camelódromo del Calçadâo dos Mascates en la ciudad brasileña de Recife, obra de los arquitectos Zeca Brandâo y Ronaldo L'Amour (1993-94). El término proviene de los camelôs, como se denomina a los vendedores ambulantes en Brasil.
El partido consistió en un espacio único de doble crujía, de 800 metros de largo, con 1.600 módulos para igual cantidad de ambulantes, en un sector urbano con circulación diaria estimada en 150.000 personas. El camelódromo se interrumpe rítmicamente en cada intersección de la cuadrícula urbana. Tiene una estructura porticada de perfiles de acero, depósitos en planta alta y torres de agua, abriéndose hacia el pasaje central y las calles laterales, en armonía con las características de la ciudad histórica. Según Roberto Segre, "la imagen final rescata tres elementos arquitectónicos: a) el pórtico, ancestral símbolo de articulación entre el templo y el espacio urbano; b) la torre, presente en las múltiples iglesias del centro; c) los etéreos toldos, rememoración de sombrillas indígenas y lonas tensadas en el zoco árabe" (15).
En los últimos años, una toma de conciencia de las secuelas de las autocracias neoliberales –como la indigencia y la desocupación – ha impulsado a varios ediles progresistas de nuestras ciudades a rever las normativas excluyentes y persecutorias.
Un ejemplo a destacar es el Plan de Modernización del Comercio Popular de Quito (2000-2003), dirigido por el arquitecto Diego Carrión: se reubicó a 10.000 vendedores ambulantes del Centro Histórico en núcleos de locales comerciales refuncionalizados, otorgándoseles los puestos en propiedad, pagaderos en bajas cuotas mensuales.
En Buenos Aires, en cambio, tuvimos una desafortunada experiencia de tercer espacio: el "ambulantódromo" de la zona ferroviaria de Retiro, recientemente demolido, ubicado sobre el veredón de la Avenida Dr. Ramos Mejía, junto al acceso de la Terminal de Omnibuses. En un intento de ordenamiento se diseñó –a manera de obligado y penoso desfiladero peatonal – una larga y estrecha galería metálica compacta, abierta sólo en sus extremos y con cerramientos laterales ciegos.
Además de su deficiente diseño, ignoraba el entorno inmediato sin rescatar la calidad de la calle ni de los paseos aledaños. Y si nos preguntamos por sus evocaciones urbanas no encontramos correspondencia ni con el mobiliario urbano moderno de la ciudad, ni con la tecnología y estéticas ferroviarias, ni con las arquitecturas de esa suerte de "sector soviético" de la ciudad (los edificios oficiales de Puerto Nuevo). Quizás se trató de un tardío homenaje, en clave aburrida, al tren fantasma del desaparecido Parque Retiro.
La gestión del espacio público de Buenos Aires, con políticas acertadas en áreas verdes, recreativas y culturales, se mostró impotente ante el creciente ambulantaje urbano de recolectores y vendedores "informales". El reciente intento del Paseo del Retiro, una feria de 1.000 puestos, ausente de diseño, en esa suerte de Perspektiva Nevsky que dimos en llamar el "sector soviético" de la ciudad, tampoco parece una solución aceptable. Funciona sólo los domingos en un área desolada, convocando a paseantes de fin de semana, privando a los ambulantes del trabajo diario y de su público tradicional: las multitudes que en horas pico se concentran en los nudos de trasbordo.
En fin, estas reflexiones tienen el propósito de marcar la relevancia del ambulantaje desde la perspectiva de los imaginarios urbanos.
Consecuentemente, repensar el comercio en vía pública, aceptando la presente situación socio-económica de los ambulantes urbanos (desempleados, "informales", nuevos pobres, migrantes), respetando la tradición americana (con la singularidad porteña, poco comparable a las urbes andinas o centroamericanas) e inventando diseños, espacios y normativas conformes a esta realidad.
notas
1
Trabajo expuesto en el SAL X – X Seminario de Arquitectura Latinoamericana, llevado a cabo en Montevideo, República Oriental del Uruguay, del 17 al 20 de septiembre de 2003. El tema, en esta oportunidad, fue "La ciudad latinoamericana", con 4 subtemas: 1. Gestión territorial-urbana: teoría y práctica. 2. Transformaciones y permanencias. 3. Patrimonio urbano. 4. Reflexiones teóricas y discursos histórico-críticos. El primer Seminario de Arquitectura Latinoamericana fue organizado espontáneamente en la I Bienal de Arquitectura realizada en Buenos Aires en 1984 convocada por la Sociedad Central de Arquitectos de Argentina y el CAYC (Centro de Arte y Comunicación). El segundo SAL fue organizado por la revista Summa y se realizó en Buenos Aires en el año 1986. Se trataba de crear un espacio para reflexionar y debatir entre quienes valoraban los esfuerzos de la arquitectura latinoamericana por tomar actitudes más reflexivas partiendo de la necesidad de un análisis crítico de la producción de nuestro continente en respuesta a la marginación y alienación imperante en la región. La convocatoria de los SAL es amplia, con la única restricción del verdadero interés en nuestra realidad ambiental. Los SAL se realizaron en Buenos Aires, Argentina (1984 y 1986) – Manizales, Colombia (1987) – La Trinidad, Tlaxcala, México (1989) – Santiago de Chile, Chile (1991) – Caracas, Venezuela (1993) – San Carlos, Brasil (1995) – Lima, Perú (1999) – San Juan, Puerto Rico (2001) – Montevideo, Uruguay (2003). El Sal XI se realizará en México D.F., México (2005). En cada SAL se entrega el Premio América en las categorías diseño e historia/crítica/teoría. Hasta la fecha fueron galardonados Luis Barragán (México), Marina Waisman (Argentina), Fernando Castillo (Chile), Víctor Pimentel (Perú), Eladio Dieste (Uruguay), Gabriel Guarda (Chile), Lucio Costa (Brasil), Ramón Gutiérrez (Argentina), Rogelio Salmona (Colombia), Mariano Arana (Uruguay), Silvia Arango (Colombia), Manuel Moreno (Chile) y Claudio Caveri (Argentina).
2
SILVA, Armando. Imaginários urbanos, Tercer Mundo Editores, Santafé de Bogotá, 1998.
3
HARDOY, Jorge Enrique; SATTERTHWAITE, David. La ciudad legal y la ciudad ilegal, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1987.
4
Tianguis: del náhuatl, tianquiztli, plaza o mercado, y de tiamiqui, vender o traficar.
5
DÍAZ DO CASTILLO, Bernal. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Madrid, 1985.
6
CIEZA E DE LEÓN, Pedro de. La crónica del Perú, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1945.
7
El Censo de 1999 consigna 100.000 vendedores ambulantes en el Distrito Federal.
8
Término empleado por E. Cassirer.
9
PANETTIERI, José. "los 'cuenta propia'", en Historia popular argentina, tomo 3, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.
10
Caras y Caretas, 13 de octubre de 1900.
11
La Prensa, Buenos Aires, 23 de septiembre de 1901.
12
Entre otras obras de Casasco, cabe citar las "ferias modelo" de Constitución, Once, Belgrano, Liniers, Parque Patricios y Plaza Lavalle. Ver Nuestra Arquitectura, n. 351, febrero 1959, Buenos Aires, p. 17-50.
13
HARDOY, Jorge Enrique; SATTERTHWAITE, David. Op. cit.
14
Durante la segunda mitad del siglo XVI, cuando ambulaban con sus libros a cuestas, se los persiguió por entorpecer la circulación, hasta que se fijó un cupo y se los obligó a empadronarse, designándole zonas de venta y obligándolos a coserse sobre su chaqueta una placa de cobre identificatoria, con un número.
15
Roberto Segre, "Mercaderes estáticos", en Enlace, N° 4, México, abril 1995. Ver documentación completa en Projeto, n° 190, Sâo Paulo, octubre 1995, p. 54-59.
sobre el autor
Jorge Ramos de Dios, M. en Arq. Director Adjunto del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas "Mario J. Buschiazzo". Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Universidad de Buenos Aires. Profesor de Historia de la Arquitectura I, II y III en Universidad de Buenos Aires y de Mar del Plata, Argentina. Profesor del Posgrado en Historia y Crítica de la Arquitectura y el Urbanismo, FADU/UBA