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Hablar de vanguardias artísticas cuando se anuncia por todas partes la eliminación del arte, el anti-estética o el post-art es paradójico. Quizás sea también una tautología. Las vanguardias definieron en su día una estrategia militar de alta capacidad destructiva. A finales del siglo 19 el concepto de vanguardias fue retomado por las organizaciones políticas socialistas, anarquistas y comunistas. Seguía siendo una avanzadilla con un objetivo destructivo: el sistema económico capitalista. Las vanguardias artísticas han sido la expresión de una análoga voluntad de ruptura y destrucción: de la experiencia artística y las memorias culturales, y de las formas de vida a ellas ligadas. Pero ¿qué son esas vanguardias artísticas?
Los usos de esta palabra tienen una larga historia: desde la sorpresa que Baudelaire expresó en sus diarios por los poetas que usaban su camuflaje militar, hasta la homologación y neutralización académica del término en seminarios y congresos globales. Su concepto estético o artístico, en cambio, ha tenido una vida breve y leve. Picasso, a quien la museografía y la historia del arte han instaurado como uno de sus monumentales pioneros, rechazó este título con un gesto rotundo. Para artistas como Schoenberg o Kandinsky el concepto de vanguardia es un sinsentido. Klee subrayaba en sus diarios que la idea de progreso, de la que el concepto de vanguardia es subsidiario, no tiene razón de ser en la historia del arte. Si de las artes plásticas o la música pasamos a la literatura las cosas son todavía peores. ¿Kafka vanguardista? ¿Pessoa? ¿Fueron Guimarães Rosa o Juan Rulfo alguna vez avant-garde? ¿Qué clase de invención es entonces esta “vanguardia artística”?
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El formalismo intrínseco a esta palabra no quiere decir que carezca de referentes. Por el contrario, existen una serie de importantes casos particulares de esta universal vanguardia, y la eficaz función administrativa de su categoría está hoy fuera de toda duda. Algunos ejemplos.
Tenemos, en primer lugar, artistas marginales: los dadaístas de Zürich y Berlin, los futuristas de Milano. Llamarlos representantes de “movimientos”, como se ha hecho frecuentemente, presupone introducir de manera subrepticia una dimensión trascendente, ya sea histórica, política o civilizatoria, que las expresiones artísticas y las manifestaciones intelectuales de Marinetti, Tzara o Carrà no tenían. En las manifestaciones callejeras de Dada-Berlin uno puede ver desesperación, violencia, cinismo, y un rechazo brutal de la miseria, la guerra y la corrupción que el auge del industrialismo había traído consigo. Las fachas de Grosz son la anticipación desesperada del terror de los fascismos europeos. Es legítimo hablar a propósito de estas obras de una ruptura formal, una ruptura moral y una ruptura política y, hasta cierto punto, estos artistas representan una ruptura general con respecto a los valores estéticos y éticos del siglo 19. Pero sólo hasta cierto punto.
El más importante de los artistas de Dada-Berlin, según Tucholsky, era Grosz, y Grosz es un discípulo avanzado de las Caprichos y Disparates de Goya. Los manifiestos de Tzara ponen expone una visión lúcida y decadente de la crisis europea, pero nada que pueda catalogarse como vanguardia o primera fila, ni brecha ni brega de ninguna clase. Y de todos modos, el sentido de sus manifiestos sólo puede comprenderse a partir de la tradición de pasquines y manifiestos revolucionarios del siglo 19 europeo. Heartfield inauguró nuevas formas de comunicación artística, pero también anticipó los modelos para la industria publicitaria y la propaganda política del siglo 20.
La poesía, la pintura y la arquitectura futuristas, el Movimiento Moderno en la arquitectura, o bien su prolongación en otras corrientes artísticas pioneras de la modernidad europea del siglo 20, como la que representaban Malevich, Tatlin o Tziga Vertov, arrojan aspectos más complejos. En los manifiestos de Marinetti, al contrario que en los dadaístas de Berlin, advertimos la legitimación estética de la guerra industrial, la exaltación de las masas industriales, la glorificación de la producción industrial, el culto a la racionalidad industrial, y a una estetización general del industrialismo basada en dos simples categorías: el “dinamismo”— un dinamismo que abarcaba de un solo golpe a los transportes motorizados, los lenguajes industriales y las masas urbanas — y la violencia, una violencia universal, a la vez gramatical, arquitectónica y militar, verdadera anticipación de la violencia de las vanguardias fascistas europeas. Lo que las realizaciones y programas de Sergei Eisenstein o Tziga Vertov, o Tatlin o Malevich añadieron a este proyecto universal futurista solamente fue una retórica comunista, un lenguaje formal abstracto y unos productos artísticos programaticamente integrados en el proyecto y el proceso de configuración de un sistema civilizatorio comunista estilizado como una salvación de la humanidad que acabó naufragando en las paradas militares del totalitarismo corporativo moderno.
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Los ejemplos pueden y deben multiplicarse. En Mondrian la llamada “dialéctica de las vanguardias” se cumple con transparencia cartesiana. De un realismo epigónico y banal que nunca fue poseído por las intensidades emocionales de los colores de van Gogh ni la fuerza mitológica de la naturaleza de Courbet, el postimpresionista Mondrian descendió a un “cubismo” del que también había eliminado las intensidades expresionistas picasianas. Y de este cubismo semióticamente domesticado Mondrian ascendió a su famosa construcción de espacios geométricos y colores puros. Al igual que en los dadaístas y expresionistas de Berlín, y al igual que en los dramáticos manifiestos de Malevich o el Lissitzky, Mondrian asumía una protesta artística contra una realidad histórica que llamó “trágica.” Lo mismo que ellos asumía esta protesta como final y muerte del arte en tanto que experiencia y reflexión expresivas de la realidad. Pero a diferencia de los futuristas y de los constructivistas rusos su subsiguiente redefinición del arte se apartaba de las contingencias políticas e históricas de su tiempo. Mondrian asumió un concepto metafísico de arte de connotaciones platónicas inspiradas en la teosofía de Helena Blavatsky. Y confirió a la construcción esencialista de valores abstractos, universales y absolutos un significado civilizatorio: la creación ex nihilo de un nuevo orden total que comprendía desde los colores que debemos ver hasta las calles por las que tenemos que transitar. Todo debía someterse a una y la misma estética cartesiana explícitamente identificada con los valores teológicos y tecnológicos de la producción industrial.
Estos casos proporcionan las claves de una “dialéctica de la vanguardias” en un sentido riguroso: un progreso estricto que comprende desde la abstracción del color en Cezanne a la composición plástica pura de la ciudad lecorbuseriana; un progreso de l’art pour l’art al arte como producción industrial; el ascenso de la estética romántica de lo maravilloso a la producción surrealista de simulacros y del espectáculo. El punto de partida de este logos histórico de la estética de las vanguardia o de la modernidad estética tout curt es negativo: la supresión del arte en tanto que experiencia de la realidad — sumariamente confundida con un concepto positivista de realismo. Esta negación general y abstracta ha legitimado y sigue legitimando su “superación” en un siguiente paso progresivo: la redefinición del arte como teología y tecnología de la organización industrial de la percepción de la realidad y de la interacción humana. En este sentido el neoplasticismo es un modelo paradigmático de racionalización de la percepción visual bajo las limitadas coordenadas espaciales y la pobreza colorística que sus cuadros contemplan programáticamente. El racionalismo de la arquitectura industrial formulado en el Modulor fue el modelo efectivo de planificación del comportamiento humano a escala industrial en las megalópolis del siglo 20. Esta superación tecnocéntrica de la obra de arte se coronó con una visión metafísica de banalizadas connotaciones místicas que ha coligado los idearios positivistas y socialistas del progreso tecnológico e industrial con la trascendencia secularizada de un orden cartesiano universal de ángulos rectos, colores puros, espacios planos y materiales cristalinos. Mies van der Rohe y Le Corbusier fueron sus maestros absolutos.
No cabe duda: los surrealistas fueron celebrados en este panorama como la expresión de una libertad que Europa no había vuelto a conocer desde los días de la Comune. La crítica de la razón tecnocéntrica, el rechazo de la moral cristiana de la culpa, la liberación de las fantasías del inconsciente, y la integración de los mitos y la magia de las culturas colonizadas por la razón occidental en el seno de la razón occidental misma: ¡Todo eso prometíó el surrealismo en su primer y segundo manifiestos, y a lo largo de una amplia serie de expresiones artísticas y literarias! Nada de eso impidió, sin embargo, que la “amarga victoria del surrealismo” significara el triunfo de sus productos degradados, como en su día escribió Guy Debord: objetos anagógicos, deconstrucción y manipulación metonímica de los lenguajes, producción de una realidad virtual paranoica, apología mercantil de fetiches y simulacros, la estética realmaravillosa… Bajo el programa general de la producción de simulacros irracionales Breton y Dalí anunciaron un consumo semiótico de simulacros complementario a la conversión del arte en medio de producción industrial de la realidad. La revolución surrealista anticipó la sociedad del espectáculo de la misma manera que la teoría de las máquinas de habitar de Le Corbusier anticipaban una planificación industrial totalitaria de la vida humana.
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La dialéctica de las vanguardias parte del prejuicio numero uno de la teología cristiana: la historia como manifestación del espíritu. Todas las expresiones vitales del humano, desde las revoluciones científicas hasta las revoluciones políticas, serían la expresión de aquel supremo principio. Así también el arte. Pero el arte, de acuerdo con la formulación secularizada de este espíritu del cristianismo y su despliegue en historia no es “die höchste und absolute Weise dem Geist seine wahrhaften Interessen zum Bewusstsein zu bringen”— no es el modo superior y absoluto de traer al espíritu los verdaderos intereses de la conciencia, en palabras de Hegel. El arte no puede alcanzar los misterios últimos de nuestra condición histórica, de acuerdo con esta tradición ascética que comienza con el apóstol Juan y culmina con el “Testamento” de El Lissitzky. Sólo la concepción cristiana de la verdad y su encarnación en la razón capitalista son la verdadera expresión de lo absoluto. Y esta manifestación de lo absoluto se encontraría en algún lugar más allá de la experiencia del arte y el artista. De ahí la sentencia anti-estética de Hegel y del espíritu capitalista de nuestro tiempo: “el arte es y permanece un pasado.” (1)
La declaración de la muerte del arte, la negación institucionalizada de la posibilidad del arte, la exaltación comercial, museal y académica de la anti-estética no han dejado de propagarse y repetirse a lo largo de dos siglos bajo modalidades y modulaciones diferentes. Proudhon, Marx y el socialismo cantaron la misma canción sin demasiadas variaciones. No el imperialismo capitalisdta, sino la revolución comunista era la manifestación superior de la Vernunftbildung y, por consiguiente, debía celebrarse como la única y verdadera expresión objetiva del espíritu. Su triunfo histórico revelaba el carácter superfluo del arte. Muchos artistas asociados a la revolución comunista, de Alexander Block hasta El Lissitzky, asumieron esta escatología antiartística. En la medida en que el arte geométrico y la estética del maquinismo integraba en su proceso de creación formal la racionalidad industrial, también adquiría una nueva aura metafísica y práxica. Su objeto ya no era el reino trascendente de la belleza, ni la reflexión trágica sobre nuestra mala realidad. Su lugar tampoco se encontraba en una esfera sui generis del sentimiento, ni de la experiencia subjetivos. De lo que trataba y de lo que se trata es de la construcción industrial de la realidad, de la organización racional de la realidad y de la constitución de una nueva realidad total. La arquitectura se elevó a instrumento de la razón instrumental e industrial. El arte se transfiguró en design y fashion, y en performance y espectáculo. La literatura fue convertida en ficción y entertainment. Los mass media sublimaron las experiencias pioneras del cine en sistema de producción de identidades individuales y modelos sociales programados.
Las vanguardias han cerrado con ello su ciclo vital. Han suprimido la autonomía del arte para integrarlo a tiempo completo en la verdad absoluta de la producción industrial y el espectáculo capitalista. Por eso los futuristas defendieron la guerra industrial; por eso Vertov se puso al servicio de propaganda del estado soviético; por eso Le Corbusier subordinó la forma arquitectónica a las necesidades de la producción y expansión industriales sobre el Tercer Mundo. Y por eso Henry Russell Hitchcock y Philip Johnson proclamaron un nuevo internacionalismo industrial y la igualación de todos los lenguajes planetarios bajo el concepto formalista de un nuevo y único estilo global.
La dialéctica de las vanguardias culminó en un concepto instrumental de forma, el llamado funcionalismo, elevado a principio de organización total. Cumplía con ello el ideal romántico de obra de arte total a la vez que invertía su sentido. Su finalidad no era ahora la integración de las artes para la consecución de la expresión artística de una época, sino su homologación bajo una sintaxis formal universal. La última consecuencia política de la dialéctica de las vanguardias es totalitaria.
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Todos estos casos sólo justifican en su realidad localizada en el tiempo y el espacio el concepto de vanguardia: no justifican la dialectica de las vanguardias, ni el concepto de vanguardia como principio de coerción antiestética universal a la que deban subsumirse las expresiones artísticas más importantes del siglo 20. Picasso rechazó explícitamente la concepción de sus obras como momentos de un proceso. Contra la nomenclatura vanguardista afirmó la individualidad única e irrepetible de toda verdadera obra de arte. Paul Klee incorporó al arte occidental las expresiones artísticas y las concepciones cosmológicas de la miniatura hindú o la cerámica inca. Su concepción de la naturaleza es oriental. La pintura de Kandinsky remonta a una espiritualidad de reminiscencias platónicas y plotinianas, al misticismo de la cabala y a las raíces orientales de la iconología bizantina. Huidobro se opuso radicalmente a la teleología de las vanguardias. La poética de García Lorca no parte de una ruptura histórica, sino que hunde sus raíces en el misticismo sufi de Al-Andalus. Schoenberg y Villa Lobos ensalzaban el artesanado musical de las tradiciones populares centroeuropeas y de la música popular brasilera. La obra de Beckmann sólo puede comprenderse a partir de su rerflexión mitológica. El concepto de color de Rothko remonta a tradiciones espirituales orientales. Juan Rulfo y Mario de Andrade hunden sus raíces literarias en las mitología y concepciones sagradas de la América antigua…
Ninguna de estas dimensiones estéticas, metafísicas y culturales caben en el disco compacto de esa “dialéctica de las vanguardias.” Ninguna de ellas deja subsumirse bajo una razón histórica capitalista como expresión del absoluto más allá del arte en el sentido en que lo definía Hegel y lo ha seguido repitiendo una larga tradición que ha acabado en los vertederos del post-art. Por el contrario, la concepción animada del cosmos de Arguedas, la teoría de la naturaleza creadora, infinita y sagrada de Klee, la captación espiritual del color de Rothko, la teoría de la nueva armonía de Schoenberg, la arquitectura cristalina de Bruno Taut, la dimensión “espiritual en el arte” que desarrolló Kandinsky, el “matriarcado de pindorama” que reivindicó Oswald de Andrade… todo ello apunta a una dimensión estética y política autónoma ajena a las teleologías y teologías de la razón en la historia y sus vanguardias políticas y militares o artísticas. Esta crítica de las vanguardias tiene una importante consecuencia programática para la filosofía del arte, y para la historiografía y la crítica artísticas de nuestro tiempo que quiero subrayar a tíotulo de conclusión: plantea la necesidad de replantear, redefinir y rehacer sus premisas estéticas, metafísicas y políticas.
notas
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Hegel vol. pp. 23, 25.
sobre el autor
Eduardo Subirats es autor de una serie de obras sobre teoría de la modernidad, estética de las vanguardias, así como sobre la crisis de la filosofía contemporánea y la colonización de América. Escribe asiduamente en la prensa latinoamericana y española artículos de crítica cultural y social