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Me acerqué a una vieja casa en las afueras de la aldea minera. Un letrero anunciaba la visita a una gruta por dos reales. Pagué los reales y entré. Un guía negro, joven, robusto me hizo descalzar para caminar por pasadizos anegados. Velas tenues apenas rompían la oscuridad.
Caminaba a tientas y repentinamente me sentí rodeado de un cargado espacio. No podía imaginar ni su altura, ni ver su profundidad. Parecía una gran caverna.
– A vida do garimpeiro é muito sofrida – comenta al observar mi curiosidad por algo que parecía una escultura.
– O que é isso? – pregunté.
En la sombras se distinguía un pequeño altar rectangular, toscamente construido con planchas de latón. Luego percibí otras mesas similares más lejanas. Llegué a contar a la luz de las velas tres o cuatro hileras de aquellos fríos altares. Quizás cuarenta en total. Pude ver unas siluetas humanas. Realizadas probablemente en barro. Disparé al azar decenas de fotos mudando la dirección de mi objetivo hacia las tinieblas y un chirrido hiriente revoloteó en lo alto.
— Não tenha medo. Eles não gostam do flash – me consoló el joven minero al percibir mi estupor ante la desbandada de murciélagos.
— Mas quem é esse homem? Porque eles ficam aqui? — volví a interrogar.
Largas horas en la oscuridad de la mina, el peligro de las explosiones y el miedo a morir enterrado bajo la masa rocosa de la montaña, la convivencia con los animales subterráneos, las privaciones, la soledad: eso me dijo con el ritmo pausado y sensual del portugués de Bahía.
Había disparado a ciegas para poder ver en la computadora lo que no podía percibir en la oscuridad. Y comprobé lo que técnicamente podría llamarse instalaciones: un conjunto escultórico con materiales de textura tosca, una geometría rudimentaria pero armónica, la muerte de varios hombres, su figura repetida con escasas diferencias formales en cada altar.
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Carnaval de 2009; una aldea escondida de Chapada de Diamantina, Brasil. Cito esta situación como testimonio de algo que quiero llamar resistencia estética: la experiencia que se resiste a su volatilización electrónica bajo códigos, formatos e identidades técnicamente formateadas y fundamentalmente irreflexivas, y un concepto de lo estético reducido a los códigos lingüísticos sancionados por las corporaciones museográficas y académicas.
Definición provisional de esta resistencia estética como un proceso de conocimiento que entraña una transformación a la vez subjetiva y colectiva. Subrayo la palabra transformación. Negativamente, transformación no quiere decir formación (Bildung); no es la creatio ex nihilo, ni tampoco la Entfremdete Arbeit, la formación industrialmente alienada del ser humano. No me refiero a estas tres categorías elementales que han definido las formas predominantes de dominación y alienación en la civilización capitalista. Se trata más bien a una transformación expresiva por medio de la mano humana de unos materiales, colores y seres en el interior de una relación mimética entre nuestra psique y un universo, naturaleza o cosmos concebido como un ser increado y creador e infinito.
Se trata de una experiencia que es transformadora en la misma medida en que rebasa los códigos epistemológicos y las fronteras lingüísticas de la producción y representación instrumentales de la realidad, y de los lenguajes artísticos subordinados a estas mismas categorías epistemológicas.
Esta relación transformadora, expresiva y mimética posee, además, una profundidad ética, metafísica y mítica: los tres artistas que habían labrado aquella caverna hablaban de sí mismos como de una hermandad, y describían claramente la roca y la oscuridad, y sus animales, sus espíritus y sus aguas subterráneas como del misterio de un culto ancestral.
Llamo a este conjunto “expresión artística y estética” y “transformación estética” y no es ésta la definición de arte y estética que dan las extensiones de la filosofía analítica y de la comunicación electrónica. La definición corriente de arte es tecnocéntrica, semiótica y ficcionalista. Técnicas, escrituras y alegorías. Y aquí subrayo, por el contrario, el carácter secundario de los lenguajes y de la técnica con respecto a los procesos psicológicos profundos de la experiencia subjetiva. Como en esta experiencia y expresión artística de la caverna, que no es un objeto semiótico, sino una realidad mítica, mística y metafísica.
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Pero comencemos por el principio. Lo que presento aquí es un relato, notas de viaje a lo largo de una serie de obras artísticas de América latina. Y quiero dejar muy claro que no tengo ninguna pretensión de trazar un mapa representativo, ni exhaustivo. Hacerlo, en una edad de administración integral de la creación y recepción de las obras de arte por las cadenas museográficas, los canales comerciales y los aparatos adjuntos de la crítica sería otro fraude. Sólo pretendo relatar lo que la suerte me ha puesto en el camino.
La segunda obra artística que deseo mencionar es la de Jorge Castillo, argentino de origen celta y por tanto navegante sin morada. Castillo, que es uno de los artistas contemporáneos con una obra más prolífica y variada, pero que ha sido silenciado. Esta exclusión se sustenta en dos hechos. Uno es político; el segundo, lingüístico.
En 1963 cayeron accidentalmente un número indefinido de bombas nucleares sobre Palomares, un pueblo de pescadores de la más pobre de las provincias del antiguo Al-Ándalus. Castillo, entonces en Italia, pintó el tríptico Palomares. Con esta obra confrontaba, como nadie lo había hecho en la pintura, el Holocausto nuclear. Sus dos antecedentes históricos son el Guernica de Pablo Picasso, y Europa después de la lluvia de Max Ernst. Testimonios también de los waste lands de las guerras modernas.
Pintar sobre este accidente, que fue desmentido por el estado español precisamente por causa de la contaminación ambiental persistente y de las víctimas humanas que ocasionó, es en sí mismo una osada “acción comunicativa.” En consecuencia, este tríptico ha pasado una serie de siniestras desventuras, y ha permanecido y permanece inaccesible a la luz pública.
No tengo que subrayar la importancia de la guerra nuclear, de los estados y las políticas nucleares, y de la contaminación nuclear del planeta en el día de hoy. Sólo indicaré aquí la dimensión formal “surrealista” bajo las que este tríptico reacciona ante la irracional racionalidad tecnocientífica y militar de la destrucción. Sus tres categorías esenciales son: espacios virtuales no euclidianos y no-racionales, desmaterialización del cuerpo humano, y una expresión atmosférica “surreal” o “maravillosa.” Castillo pone de manifiesto a través de esta crónica de la destrucción que la estética surrealista, su liberación de la razón y su exaltación de la paranoia se han cumplido, no como la ficción del paraíso virtual que prometía, sino como un mundo realmente degradado, destruido y desesperado.
Pero Castillo ha construido un relato poético sobre una serie de aspectos de nuestra vida moderna, desde la soledad y el empequeñecimiento humano, hasta sus lembranzas y melancolías. No puedo dar más detalles. Lo que sí quiero es subrayar una característica ejemplar de esta reflexión artística: no se somete a un código lingüístico único y preestablecido. Por el contrario. Este es un artista que conjuga una filiación goyesca, con el expresionismo de Picasso y los colores del Cinquecento italiano, como en su Mujerona, Muchachita o la Celestina, todas ellas creadas a mediados de siglo pasado. O bien utiliza las técnicas dibujísticas y los colores del Renacimiento europeo para relatar el mundo de sueños y pesadillas y soledad, como en Le petit flaneur.
Insisto en que esta mirada crítica sobre nuestro mundo en el medio de la pintura es lo que otorga un valor humano a la permanente reflexión y redefinición por parte de este artista de los lenguajes históricos: el dibujo de Leonardo y Dürer, los colores de Piero della Francesca o Matisse, el constructivismo colorístico de Vermeer, o el constructivismo arquitectónico de Altdorfer, la soledad mística de Caspar David Friedrich... Es a partir de este diálogo con la tradición europea que Castillo confiere una forma a esta conciencia estética frente a nuestro mundo como flaneur de nuestro tiempo.
Este diálogo reflexivo con el pasado y la libertad de su expresión es el principio que la escolástica antiestética de nuestras administraciones no puede admitir: supone la destitución de la primacía del lenguaje y de la técnica como principio de administración cultural.
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Frans Krajcberg es un artista de la selva amazónica en el sentido más profundo de esta expresión. Es un artista cuyas construcciones escultóricas o arquitectónicas, cuya mirada fotográfica, cuyos materiales, texturas y colores nos acercan irresistiblemente a un universo natural y espiritual amazónico que nuestra cultura tecnocientífica ignora en cuanto a sus mismos fundamentos. Pero además Krajcberg nos atrae a una naturaleza obscenamente sensual y erótica, una naturaleza dotada de una gracia que podemos llamar pura, si a esa pureza y a esa gracia sensual y erótica le damos un sentido verdaderamente místico. Desde un punto de vista descriptivo sus obras muestran a través de la forma barroca y de los colores puros de su fotografía la perfección sensible del mundo animal y vegetal. Pero nos lo hace sentir ontológicamente, no semiótica o formalísimamente.
Quiero subrayar la diferencia “estética” que distingue a esta visión erótica y espiritual de la representación que la industria cultural ha impuesto a través de las escrituras electrónicamente administradas sobre el Amazonas: una mirada o bien documental y neutra – lo más neutra y antimimética posible — o tan trivial como los comerciales de eco-turismo. Quiero subrayarlo también para demarcar de manera cortante dónde comienza el universo de la imaginación artística y dónde se levantan las fronteras del diseño mediático y las semiologías de la acción comunicativa en la sociedad del espectáculo.
La sinfonía de colores puros, la plasticidad y dinamismo más sorprendentemente barrocos de las formas naturales, junto a las líneas de la abstracción más limpiamente cristalinas nos revelan la perfección a la vez espiritual y física de la vida de los seres. Por eso debería decirse de estas obras lo que Goethe del concepto de belleza en general: “manifestación de leyes naturales secretas que sin su revelación nos quedarían eternamente ocultas.” Y algo más todavía: Krajcberg logra captar y hacer captar una forma elemental que diluye en su expresión dinámica y viva las fronteras entre lo animal, lo vegetal y lo mineral. Se diría que sus fotografías y esculturas nos revelan la estructura vital y sustancial de todo lo que es. Y sólo quiero añadir, para poner un punto final a este sucinto comentario, que esta visión artística de Krajcberg nace de la misma espiritualidad religiosa de la que surgió el sistema filosófico de Leone Ebreo, Giordano Bruno o Baruch Spinoza. El concepto cabalista de esplendor y resplandor del ser se aplica solemnemente a esta revelación artística.
Pero Krajcberg huyó de los campos de concentración de Polonia al paraíso de la selva brasilera durante la Segunda Guerra Mundial. Esta transición es elocuente por sí misma. Abraza los dos extremos que define nuestro Zeitgeist: la violencia industrial y el resplandor del ser. Por eso sus obras se levantan también como un testimonio de la destrucción sistemática y creciente del Amazonas por aquella misma racionalidad tecnocéntrica, formalista y ficcionalista que representan los discursos de neoplasticismo al surrealismo y la tediosa letanía nihilista de los neo-posts que le han sucedido. Kracjberg nos confronta con la exuberancia erótica de la selva: erótica en un sentido sensualista, místico y metafísico; y nos confronta al mismo tiempo con la destrucción de la selva, sus habitantes y sus espíritus, y con el nihilismo que la sustenta.
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A comienzos del año 2008, el MoMa organizó una exposición bajo el venturoso y aventurado título de “New Perspectives in Latin American Art”. La selección de las obras de esta exposición ponía de manifiesto una refinada mano curatorial. Pero también una implacable unilateralidad. Sólo se exponían obras clasificables como “arte geométrico.” Superfluo es discutir la legitimidad o ilegitimidad de esta categoría lingüística. La cuestión aquí no reside sino en la supremacía institucional absoluta del lenguaje sobre la experiencia y en el dictado administrativo de un idioma único que esta clase de eventos pone normativamente en escena. El problema reside también en el carácter excluyente que estos lenguajes institucionales tienen con respecto a toda experiencia individual y profunda de las realidades que nos envuelven, desde la diversidad de memorias que configuran nuestras culturas, hasta la multiplicidad de los conflictos sociales y ecológicos de nuestra edad histórica. Y el problema reside en que una institución cultural global sancione, sin necesidad de argumentación ni explicación alguna, que sólo el arte geométrico es arte y que sólo sus productos etiquetados como arte geométrico pueden elevarse a la categoría de “New Perspectives.”
Y tampoco hace falta decirlo: Castillo o Krajcberg son artistas que quedan eliminados a partir de este dictado gramatológico. Y subrayo esta exclusión epistémica porque son artistas que han expuesto clara y distintamente una concepción de la forma como el resultado de un dialogo con la historia de las expresiones artísticas y con las morfologías del crecimiento orgánico, en clara confrontación con el fetichismo postmoderno de las jargons y speeches institucionales. La experiencia de la naturaleza de Krajcberg se encuentra tan cerca del paisajismo oriental clásico, como la reflexión pictórica sobre la condición humana de Castillo nos aproxima al humanismo pagano del Renacimiento. Y es precisamente esta primacía de la experiencia original, de la reflexión individual y de la memoria artística la que hoy censura la torva burocracia electrónica del espectáculo cultural.
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Jesús Soto, y su extraordinario museo en Ciudad Bolívar, es mi cuarta cita en este viaje imaginario por América latina. Y menciono ahora su obra por estar incluida en este brand mark geometrista, subcategoría minimalista, que acabo de mencionar. Y porque el desarrollo de su obra, y en particular la de los años sesenta y setenta, señalan en un sentido completamente diferente de los códigos estipulados en este package museográfico. Es cierto que los célebres “penetrables” de Soto son grandes cubos de materiales plásticos atravesados por líneas paralelas en perfecta formación geométrica. Pero no lo es menos que configuran un espacio denso y fluido, y dinámico e interactivo. Se lo puede considerar arte abstracto/geométrico, pero si la experiencia artística fuera solamente una cuestión de nombres superfluos, se lo podría llamar también, y con mejores razones, arte “envolvente” o “lúdico,” o “arte cinético-interactivo.” Y se lo puede relacionar con el Op Art y el design, pero también se lo puede recordar cerca de los jardines geométricos de flores de oro que los reyes incas tenían en sus palacios de la antigua ciudad sagrada de Cuzco y cuyo significado tampoco era geometrista, sino misterioso y mágico.
El color, por señalar otro aspecto relevante, adquiere en estas obras de Soto un dinamismo y una energía plenamente autónomos con respecto a la construcción geométrica. Es como si el aria en que la Madre de la Noche amonesta y amenaza a Zarastro rompiera el contrapunto al que la someten las armonías del clasicismo que reclamaban las luces del Dios solar en La flauta mágica de Mozart. Y esto es el extremo opuesto al principio que informan los lenguajes del neoplasticismo y el constructivismo de los international styles modernos y postmodernos: la sumisión del color a la racionalidad geométrica.
El propio Soto reivindicaba la ambivalencia del color, su cambio de significado según la posición del observador. Su concepción del espacio, la forma y el color no era la de un geómetra en el sentido que lo podemos decir de Mondrian o de Mies van der Rohe. Era más bien la de un metamorfoseador de los espacios geométricos, espacios que en su obra nunca se cierran y nunca concluyen de una manera definitiva gracias a la presencia vibrante y autónoma de este color precisamente. Repito una vez más que esta es la dimensión que no reconoce la etiqueta de geometrismo o minimalismo.
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A comienzos de 2009 visité a Carlos Domínguez, alias el Chino, en su casa ubicada en uno de los suburbios más pobres de la ciudad de Lima. Me sorprendió encontrar allí a un fotógrafo que ha reunido a lo largo de medio siglo la crónica de los grandes eventos políticos y de los más miserables suburbios de América latina, desde la Revolución cubana hasta las favelas del neoliberalismo, pero cuya obra ha sido olvidada en los escenarios culturales peruanos y latinoamericanos.
Domínguez es un sociólogo, un antropólogo y un psicólogo de la mirada fotográfica. En este sentido un realista. Penetra por igual en las formas de la religiosidad popular y en los gestos de resistencia social. Sus fotografías revelan con la misma intensidad las máscaras del poder político y los rostros de los desesperados. Espacios distorsionados, fisionomías deformadas e intensas tensiones plásticas otorgan a su fotografía una fuerza expresiva y expresionista difícil de silenciar.
En sus retratos, sin embargo, estas tensiones formales y emocionales parecen congelarse en un orden clasicista de horizontales y verticales y ritmos equilibrados. Incluso aun allí donde sus expresiones faciales ponen de manifiesto una situación existencial extrema, como sucede con sus retratos de líderes políticos encarcelados, la composición “clásica” les devuelve aquella dignidad humana que la violencia de las dictaduras coloniales de América les han repetidamente usurpado. Domínguez es un testimonio inolvidable del alma popular latinoamericana, de su dolor y su grandeza.
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Quiero rendir un homenaje a las obras de dos artistas mexicanos de talantes formalmente muy diferentes, pero que comparten un elemento común: ambos ponen de manifiesto la doble cara de un arte que vuelve su mirada hacia atrás, en busca de una tradición formal y una expresión original, para luego poder plantarla frente a nuestro incierto futuro. Ambos pintores, Francisco Toledo y Fernando Robles, se hacen conscientemente herederos de la gran tradición del expresionismo mexicano y europeo. Ambos confrontan ejemplarmente los dilemas civilizatorios de nuestro tiempo.
La pintura de Toledo pertenece al mundo mitológico zapoteca y es heredera de una concepción del mundo en la que el humano y la naturaleza conviven en una relación de diálogo que no es instrumental, y mucho menos agresiva, sino mimética, mágica y espiritual. Al mismo tiempo, este pintor confiere a este universo mitológico de chapulines, sapos, coyotes o escorpiones, reflejados con un dibujo que recuerda el arte oriental por su delicadeza y precisión, las expresiones más diversas, desde un humor pansexual y grotesco en un extremo, hasta una caligrafía nerviosa e incisiva que consigue contagiar al espectador un sentimiento opresivo de angustia. Su obra exhibe virtuosísimamente una rica gama de texturas, colores y expresiones.
Toledo pinta y dibuja a partir de un mundo espiritual remoto. Robles, a partir de los paisajes de degradación urbana y destrucción humana que ofrecen las ciudades de México. El primero construye una mirada minuciosa sobre los seres de la naturaleza. El segundo retoma las tradiciones artísticas de los grandes muralistas mexicanos, de Diego Rivera a Orozco, de Tamayo y Siqueiros, para reformular a partir de ellas los escenarios del drama humano en nuestro mundo. Ambos están empeñados en redefinir una tradición espiritual, una memoria artística y una resistencia cultural frente al violento proceso de globalización postindustrial en la sociedad mexicana de hoy.
Pero una gran diferencia les separa: lo que Toledo consigue con la escrupulosidad de su dibujo en un espacio bidimensional modulado por variaciones tonales, Robles lo logra a través de espacios violentamente dinamizados por contrastes de luz y color, y por volúmenes y fugas contrincantes. El primero es un gran dibujante, el segundo un gran escenógrafo. Robles consigue romper expresiva y expresionísticamente los límites del espacio racional, creando construcciones multidimensionales que los agudos contrastes colorísticos transportan a un mundo de ficción y pesadilla. Luego, en esas estructuras formales convulsivas apresa la figura humana, la violenta y deforma, la descuartiza hasta hacerla irreconocible; la deshumaniza. Allí dónde Toledo nos confronta con un humano perseguido interiormente por los espíritus de una naturaleza que ha destruido, allí Robles nos confronta con una existencia humana sometida y sitiada.
En 2008, una alta comisaria de la Comunidad Europea realizó una selección de pintura mexicana para una exposición políticamente relevante en Salzburg. Ciertamente no escogió a los pintores mexicanos que le hice visitar en sus respectivos estudios. La comisaria ya había decidido su propia selección antes de aterrizar en un México que visitaba por primera vez. Y en el catálogo de su exposición enumeró los principios programáticos de la selección preestablecida que ya llevaba en su equipaje: obras que rompieran con la tradición mexicana, obras ajenas a una reflexión sobre la realidad mexicana y obras que asumieran los lenguajes y tecnologías de las vanguardias globalmente sancionadas. En una nota de prensa, en Berlín, una crítica de arte independiente se preguntaba si eso tenía algo que ver con neocolonialismo cultural austríaco.
No creo necesario añadir nada más para la comprensión e incomprensión general de esta propuesta y protesta que les presento aquí en la misma ciudad de México en la que viven estos artistas. Es superfluo poner en cuestión las inconsistencias doctrinarias de los misioneros globales del postmodern y del post-art. El programado proceso de igualación y empobrecimiento de los lenguajes y las experiencias artísticas es hoy ostensible en todos los foros de nuestra cultura. Subrayo la importancia de estos pintores mexicanos no solamente por el valor intrínseco de sus obras, sino también como un camino legítimo y necesario para una expresión veraz de los dilemas y esperanzas de nuestro tiempo.
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Mi siguiente estación es Nicanor Parra. A este artista se le relaciona comúnmente con su Antipoesía: un detournement de los lenguajes mediáticos y comerciales que utiliza soportes, medios y lenguajes artísticos no convencionales. Parra es un artista que también se ha asociado con los caprichos dadaístas o surrealistas de objetos paradójicos e irracionales, oníricos o simplemente exóticos. Sus obras reúnen todos los requisitos formales para ser aprobadas por el latinoamericanismo del main stream como clonación local chilena de los universales objetos discretos de Duchamp.
Semejante metodología surrealista o duchampiana no solamente es provinciana; sobre todo, es cómica. No diré que Parra represente todo lo contrario del antiarte dadaísta, pero un sólo ejemplo, su reciente instalación en el Palacio de la Moneda de Santiago, pone de manifiesto un horizonte menos ascético que Duchamp, a la vez que más irónico y mucho más lúdico que las vanguardias norteamericanas del siglo 20, llámense neodada, camp o pop. La instalación en cuestión consistía en ahorcar con sogas rudimentarias a las efigies fotográficas al tamaño natural de todos los presidentes de Chile, con las única excepción de la presidenta que inauguró la exposición, y por razones humanitarias. Se podría clasificar esta mise en scene como pop performance, obra neo-dada o estética post-camp. Se trata, en realidad, de una hiriente provocación, de una increpación y una corrosiva burla que entre otras cosas manifiesta la posibilidad de reducir los espectáculos de la democracia a la sátira artística.
Es el suyo un arte de la ironía en un sentido socrático, en un sentido mayéutico. Ironía en un sentido iluminador y liberador de la palabra. Pero es algo más. En su forma ambigua de actuar, Parra simula un respeto sagrado hacia las mismas normas sociales y lingüísticas que escarnece impunemente. Esta ha sido siempre la función del payaso-chamán en las culturas amerindias y en todas las tradiciones culturales. Pero el payaso Parra es también un cínico. No en el sentido moderno: cinismo como indiferencia ante una realidad absurda. Es cínico como Diógenes, que se hacía llamar perro para poner en evidencia la decadencia política de una Atenas que había degradado a todos los humanos a la condición de perros. Es un cínico Parra porque pone de cabeza a un mundo que efectivamente está del revés. Cínico porque en su transgresión de la insignificancia de los grandes significantes revela el sinsentido de su valor social. Y nos hace reír de nuestra propia realidad semióticamente invertida.
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El sistema global de festivales, mercados y bienales tejen las redes comunicativas e instauran las categorías normativas que predefinen lo que es y no debe ser arte, así como las categorías de su no-experiencia. La censura de una reflexión independiente, ya sea artística, ya sea intelectual, suele ser parte de este mismo sistema. Pero no vengo a hablar aquí ni de políticas, ni de comisarios culturales. Sólo quiero hacer un comentario al margen sobre la última Bienal de São Paulo de 2008.
Ésta abrió sus puertas bajo un título y un programa sombríos: el vacío. Su ejecución significaba la liquidación de una institución artística que había levantado en sus primeras ediciones la bandera del mismo espíritu de innovación y creatividad de la Semana de Arte Moderna y el Manifesto Antropofago, para dar paso a las expresiones artísticas más poéticas y originales de las modernas Américas. Paradójica o significativamente, la celebración de este vacío intelectual y cultural se legitimaba ahora en la circunstancia de sus arcas despojadas por una oscura administración anterior. Magnífica coartada para que sus nuevos directores se entregaran de brazos abiertos al nihilismo postmoderno del voided void con el aire distraído de quien acaba de inventar otro neo-post.
Los situacionistas del París de 1968 escribieron en las paredes de la Sorbonne con letra legible y clara: “L'art est mort, ne consommez pas son cadavre!” Esta Bienal elevaba su cadáver a sublime obra de arte. Y lo hacía en un Brasil todavía dotado de una inmensa, aunque inmensamente depreciada diversidad cultural y artística.
Ciertamente no se trata de un signo de decadencia local. La muerte del arte, el post-art, la anti-estética son hoy un dictado institucional en las corporaciones académicas y los museos globales. Junto a ella se ha generado una burocracia semiotextualista obsesionada por embalsamar lingüísticamente y departamentalizar institucionalmente a las expresiones artísticas más diversas bajo nomenclaturas geopolíticas, étnicas, sociológicas, electrónicas o de género, sin otra pretensión que la de homologar a toda experiencia estética que pudiera evadirse del dictado posthistórico de semejante estupidez. La subordinación de la obra de arte a la primacía de sus medios técnicos, en detrimento de sus momentos expresivos y reflexivos es una de sus efectos colaterales. La performance que consideraré a continuación pone sobre sus pies esta perspectiva invertida.
Técnicamente hablando, la obra de la artista venezolana Marisela La Grave abraza el ancho espectro de los medios electrónicos de reproducción: la fotografía y el film, y la imagen y el sonido digitales, el video y, no en último lugar, el performance multimediático. SX STREET: A live Performance for Public or Private Space (M. La Grave/ Magnetic Laboratorium, New York 2002) es un ensayo que reúne esta riqueza de medios. Su material artístico es un carnaval de rúa, con elementos tradicionales de la commedia del arte, del circo y del musical, y una voluntad social y formalmente transgresora que remonta a las experiencias más transgresoras de las llamadas vanguardias latinoamericanas y europeas del siglo 20. Su efecto es cómico porque parodia el colorido y la expresividad, junto a la alienación y el aislamiento de la vida urbana.
SX STREET integra sutilmente la fantasía, el juego y la farsa teatrales en las situaciones reales de una bulliciosa avenida del Lower East Manhattan, con sus intensidades excéntricas de prostitutas, homeless y turistas. Y lo hace hasta el mismo extremo en sus escenas prediseñadas se confunden con situaciones espontáneas, como la inesperada intervención de la policía o la casual controversia de un paseante con uno de los actores, intensificando con ello el carácter estrafalario de un espectáculo que revela el absurdo de nuestro tiempo y afirma al mismo tiempo el color, el dinamismo y la libertad de sus expresiones. No es intrascendente la fecha de esta performance: Diciembre de 2002. Histeria belicista, militarización de la vida cotidiana, estado de terror.
Pero el interés del performance SX STREET no terminaba, ni mucho menos, en sus intempestivas acciones callejeras. La calle era el lugar de la actuación situacionista, no el espacio de su representación espectacular. Esta se revelaba en otro tiempo y otro lugar: en un loft ubicado en un primer piso y a pocos metros de la encrucijada de avenidas en las que se celebraba la acción performática. Era ahí, a una distancia confortable y segura dónde se concentraban los espectadores propiamente dichos, con ticket de entrada y número de asiento. Sólo que esta distante audiencia contemplaba el evento por partida doble: por medio de una serie de monitores conectados con cámaras fijas y móviles en la calle, y a través de los ventanales. La acción en el espacio real de la calle podía verse y escucharse simultáneamente en los monitores y a través de los cristales, sin que esta simultaneidad significara una coincidencia. Todo lo contrario. Las imágenes de los monitores eran locales y fragmentarias, reproducían aspectos individuales de una acción en la que intervenían actores en diversos ángulos. Pero ignoraban el conjunto. También el sonido estaba sujeto a esta desigual reduplicación. Se podía escuchar directamente los cláxones de los automóviles, la sorda vibración de buses y camiones, los murmullos de los viandantes y los chasquidos de puertas, rejas y frenazos. Al mismo tiempo, se oía el sound-track de las voces de los actores y la música instrumental que los acompañaba, junto a los ruidos y murmullos de la calle, diseñados y editados con anterioridad a la actuación y sincronizados a través de un sofisticados sistema de controles electrónicos. El resultado no solamente era la multiplicación de imágenes y signos, sino sobre todo, su disparidad, discrepancia e incongruencia. SX STREET establecía así un inestable equilibrio entre diseño electrónico y situación performática; entre actuación espontánea y espectáculo; y entre script y realidad. Parodia digital de la sociedad del espectáculo.
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Casi hemos llegado al término de este viaje imaginario – de este itinerario iniciático. Ya sólo me queda resumir sus pasos. Todo comenzó en las cavernas de un arte institucionalmente desterrado como culto arcaico a la tierra y la supervivencia, y a la muerte y la memoria. Hemos atravesado los territorios prohibidos del humanismo pictórico de Piero de la Francesca a Picasso y a Castillo; y el humanismo clásico de un fotógrafo de los slums y las barricadas de la agonía social de América latina: Domínguez el Chino. Caminamos a continuación a lo largo de dos visiones exaltadas de la naturaleza, la de Soto y Krajcberg, el primero desde la tradición cartesiana de la arquitectura moderna, el segundo bajo el signo de un concepto mesiánico de naturaleza. También recorrimos los paisajes frenéticamente dislocados y escuchado los gritos de agonía de los animales sagrados a través de los lienzos de Robles y Toledo. Finalmente nos hemos encontrado con las sátiras grotescas del clown-chamán Parra, y la síntesis de performance digital y cabaret callejero bajo la que La Grave escarnecía la cultura del espectáculo.
Cada una de estas estaciones entraña un nuevo concepto de arte, de creación artística y de experiencia estética. A todos ellos por igual les atraviesa la resistencia contra los códigos institucionales y electrónicos de la cultura mercantil, de la performática administrada de museólogos y academicos, y de la antiestética del espectáculo, para los que la experiencia estética no existe. Antes de despedirme permítanme recordar una última parada:
En la Serra do Cipó, en el corazón de América del Sur, Ailton Krenak, líder, filósofo y chamán, reúne en el equinoccio de la primavera austral, comienzo del ciclo anual indígena, a los pueblos sobrevivientes del genocidio colonial y postcolonial de las Américas. Se canta a dioses milenarios y se danza al ritmo cósmico de tambores y sonajeros sagrados para restablecer la tierra dañada y sanar a una humanidad alienada.
Este rito de reparación de la tierra y la existencia humana significa la superación de todas las vanguardias, de todos los Land Art y Pop Art, y ciertamente de todos los post-arts. Significa también algo mucho más profundo. Este ritual artístico coincide en lo fundamental con el de los antiguos misterios. Su razón de ser es mantener unido al género humano como principio sagrado sin el cual es imposible perpetuar la vida en esta tierra. “Lugar de encuentro de un humanismo universal sin límites en un tiempo y una tierra libres.” (E.S., A existência sitiada, São Paulo 2009).
notas
[Este ensayo se originó a comienzos de 2008 como un proyecto curatorial para la ciudad de São Paulo. Agradezco a Cristina de Carvalho, curadora del Palacio de Gobierno del Estado de São Paulo, el aliento y apoyó que desde un comienzo dio a dicho proyecto. Técnicamente posible y económicamente viable (incluso llegó a encontrar un sponsor) su propuesta, sin embargo, fue a parar, tras una serie de consultas, en la misma computadora de la Bienal cuya última edición polemizo. A partir de aquel instante consideré inútil seguir en mi empeño. Me disculpo cerca de algunos de los artistas que menciono por haberles abierto una esperanza de emerger del silencio, y que luego naufragó en aguas burocráticas en las que no sé navegar. Agradezco a Karla Villegas, directora artística del Festival Internacional de Artes Electrónicas, en su tercera edición celebrada en la ciudad de México en octubre de 2009, por darme la oportunidad de presentar este ensayo en sesión plenaria. Algunos amigos brasileiros (a quienes dedico especialmente este ensayo puesto que ha partido de São Paulo y estaba concebido originalmente para esta capital cultural) protestaron que era New York dónde debía haberlo propuesto. No saben qué condiciones de censura y vigilancia rigen sobre las expresiones culturales y sociales de América latina, y que he analizado con relativa amplitud en mi ensayo y mi libro Las poéticas colonizadas de América latina]