Hablando claro, la arquitectura cubana que se produce hoy está en el peor momento de su historia. Exagerando un poco, sólo un poco, diría que no existe como expresión de la cultura material y espiritual de nuestro país. Ha desparecido del espacio ciudadano, rural, del paisaje global de Cuba, de manera lenta y progresiva ante los ojos de todos nosotros. Nada que ver y apreciar, nada que comentar desde hace más de 20 años a no ser algún ejemplo aislado debido al arq. José A. Choy y su estudio, y sí mucho que recordar y nostalgiar desde los libros editados por Eduardo Luis Rodríguez (1), y sobre todo el más reciente, en colaboración con varios autores, cuya compilación estuvo a su cargo y publicado en 2011 por Ediciones Union en su colección Docomomo (2).
Atrás han quedado aquellos tiempos en que el profesor, historiador y crítico Roberto Segre trazaba extensos e intensos panoramas de lo acontecido en específicas décadas de la cultura cubana que servían como instrumentos para reflexionar acerca de un fenómeno que cristalizó ejemplarmente en los años 1960 mediante las Escuelas de Arte, la ciudad universitaria José A. Echevarría, La Habana del Este, las obras de Walter Betancourt en el oriente del país, y posteriormente en ejemplos aislados de escuelas vocacionales, instituciones científicas, parques y plazas públicas de ciudades capitales provinciales, monumentos conmemorativos. Atrás ha quedado también el espacio conquistado por el pensamiento de Fernando Salinas y Eliana Cárdenas en varias direcciones de la historia y la actualidad arquitectónica, lamentablemente fallecidos, aunque por suerte contemos hoy con las incidencias críticas de Mario Coyula (3), en especial aquellas que abordan la significación de la ciudad y ciertas áreas de su geografía en la cultura nacional y universal.
Desde los años 1980, la crisis de la arquitectura cubana contemporánea se extendió a lo largo y ancho de la Isla, donde apenas sobresalía una que otra obra con marcado interés formal y espacial aunque sin llegar al nivel expresivo que aquellas iniciales edificaciones y conjuntos representaron.
Los años 1990, por su lado, desencadenaron una importante reacción constructiva en el sector turístico con vista a satisfacer las demandas planteadas por ese sector a raíz de intensas campañas publicitarias y la reinserción de Cuba en el panorama internacional. A nivel de diseño y realización muchos vieron en ese arranque inicial magníficas posibilidades para alcanzar una superior calidad en el orden conceptual, constructivo, ambiental, en su sentido cultural general, que elevara las esperanzas de renovación en el maltrecho paisaje edilicio que nos rodeaba. Pero poco a poco se desvanecieron.
Sería difícil hoy destacar logros en la arquitectura hotelera y recreativa: más bien lo usual es constatar el grado de homogeneidad de la mayoría de los proyectos realizados, intrascendentes por sus propuestas a pesar de contar con los mejores materiales y recursos disponibles en el país para la elaboración de cada obra. Tal ventaja – por no decir privilegio – sobre otros programas constructivos no fue lo suficientemente aprovechada por arquitectos, diseñadores de interiores y paisajistas con el fin de propiciar el ansiado salto cualitativo. Se perdió así una oportunidad, quizás la única, de revertir la situación lamentable en la que se encuentra la arquitectura cubana, distante en mucho de lo que en un momento dado de nuestra historia edilicia de la mitad del siglo XX acaparó la atención y admiración de expertos y público en general.
Edificaciones anodinas, plagadas de esquemas y tópicos al uso en cualquier región del Caribe y del Mediterráneo, inunda algunos de nuestros mejores escenarios urbanos, en su mayoría costeros, y principalmente en cayos adyacentes del archipiélago cubano. Un patético afán por parecernos a cualquier lugar del mundo, motivado quizás para no levantar demasiadas sospechas de originalidad, innovación y búsquedas en lo ambiental autóctono que pudieran molestar o desencantar a los turistas que nos visitan – y en igual medida a las empresas patrocinadoras que los sustentan –, permea la casi totalidad de los proyectos.
En la propia ciudad de La Habana, sobre todo en El Vedado y en la zona de Miramar, esos ejemplos remedan imágenes trasplantadas de otros contextos con total ausencia de razones para estar ubicados en uno de los conjuntos urbanos más atractivos de esta región tropical y latinoamericana. Paradójicamente se vuelven transparentes tales conjuntos hoteleros pues nada en ellos es apreciable: pasan inadvertidos en tanto moles de hormigón y vidrio, “adornados” algunos a última hora con obras de importantes artistas cubanos en su interior en un intento desesperado por imprimirles una peculiar atmósfera cultural local, o ubicarlos “correctamente” en los estándares internacionales.
En líneas generales, se construye poco en toda la geografía insular: el mayor porciento, sin embargo, en los últimos años, recae en iniciativas por cuenta propia de remodelación y creación de viviendas, y en soluciones aisladas de organismos e instituciones locales a reclamos muy específicos de escasas dimensiones constructivas. Por otra parte, surgen con fuerza aquí y allá restructuraciones urbanas de antiguas calles y edificaciones en ciudades capitales provinciales como ingenuas simulaciones de bulevares, centros comerciales, calles peatonales y otras especies ligadas a una precaria gestión comercial del momento actual en ese intento por “recuperar divisas” tal cual reza el slogan de una destacada cadena de tiendas (TRD).
Nombrar aquí las causas de la escasa construcción reinante a nivel social general, y a nivel individual, sería redundante y, más que demostrado, inútil: por un lado, todos sabemos la situación económica por la que ha travesado y atraviesa el país y las dificultades que esto acarrea. Por otro, una impresionante burocracia ha reinado en los diferentes niveles del sector de la construcción, la cual ha desalentado sistemáticamente ideas renovadoras en materia de diseño – incluso en materia de enseñanza pues en un momento quiso que los futuros arquitectos se reconocieran a sí mismo como constructores y, en el mejor de los casos, tecnólogos – o ha impedido remodelaciones e intervenciones acordes con nuestras circunstancias culturales específicas pese a todo lo discutido y propuesto por profesionales honestos, entusiastas y optimistas hasta la saciedad en congresos, coloquios, seminarios en cualquier rincón de la Isla pero especialmente en la capital (recordamos recientemente la polémica vía email en torno a la planeada demolición al hotel Internacional de Varadero, y complejos adyacentes, que ha levantado una ola de indignación dentro y fuera de Cuba).
Sería cosa de llenar numerosas páginas de cualquier revista u otras publicaciones con elucidaciones insólitas, anécdotas divertidas, dramáticas y hasta absurdas y, para finalizar, abundantes quejas y lamentaciones. Todo para arribar a las mismas conclusiones de siempre entre nosotros mismo pues los responsables directos de esta lamentable situación no se enteran o no se quieren enterar, y brillan por su ausencia en el lugar de las discusiones y los análisis, afanados, como suelen estar siempre, de una reunión en otra.
Por mucho esfuerzo que haga, resulta imposible en este texto, pues, dedicarme a hilvanar un tímido y sencillo análisis crítico de arquitectura y urbanismo reciente… ya que no existen, a no ser lo escasamente vinculado al programa hotelero. Qué más hubiese querido pero con lo arriba sintetizado creo que es suficiente por el momento. No da para más.
Sin embargo, en medio de este complicado panorama resulta admirable saber que se desarrollan talleres impartidos por arquitectos con el fin de mover ideas, no dejarnos aplastar por realidades duras, y mantener viva la llama del diseño arquitectónico y ambiental aún cuando no sea posible por el momento llevarlos a vías de hecho. Me refiero al ejercicio teórico de refuncionalizar y rediseñar diversas escalas (dese el mobiliario urbano hasta intervenciones en edificios existentes) de ciertos espacios consagrados de la capital cubana, como es el caso del Taller llevado a cabo por el arq. Augusto Rivero Más –y en el que participan arquitectos, diseñadores industriales y gráficos graduados del ISDI, sociólogos, historiadores – respecto a diversas áreas o nodos urbanos de la capital como son el parque de El Curita, el parque Trillo, el Parque Maceo, en Centro Habana, el centro histórico de Cojímar y, por último, el nodo importante de Cuatro Caminos.
Pueden incluirse en este esfuerzo los Coloquios Nacionales por la Arquitectura Cubana, convocados por la UNEAC de Camagüey dedicados a la “noble profesión de arquitecto”, con el fin de examinar la difícil situación en que se encuentra la arquitectura y el urbanismo actual, la profesión misma y su influencia en la comunidad. Y no dejar de mencionar la perseverancia en la formación universitaria de los nuevos profesionales a la que se consagran tantos arquitectos y expertos de distintas ramas del conocimiento, y el constante desvelo de instituciones especializadas del sector de la construcción y la planificación física, y las que tienen a su cargo la restauración y conservación histórica.
En el lado opuesto de estos esfuerzos hechos a puro corazón, alimentados por utopías dignas de elogio, observamos con pasmosa tranquilidad la proliferación creciente de un arquitectura “espontánea” – oficializada en muchos casos aunque ilegalizada en otros –, relativa al campo de la actividad constructiva privada en el sector de la vivienda que amenaza hoy con ocupar el escenario principal de nuestras ciudades pequeñas y grandes en todo el país y a la que no escapa en modo alguno La Habana, cuna de los más importantes ejemplos de nuestra historia colonial, republicana y revolucionaria por casi 500 años.
En efecto, día a día podemos ver como en barrios de cualquier ciudad cubana aparecen de la noche a la mañana muros de cierre exterior con balaustrada de copas en cemento, torsos de mujer o faraónicos, remates de pretiles a base de ánforas antiguas, delfines y leones coronando pórticos de entrada y techos, enrejados de diseño geométrico y vegetal para balcones y portales, retahíla de sapitos o ranitas, enanitos a lo Walt Disney y hongos decorando jardines minúsculos, fuentes, etcétera, y la escandalosa red de garajes, naves, habitaciones, terrazas y almacenes fabricados en fachadas de edificios múltiples y viviendas, ocupando parte del espacio público y denunciada ya por diversos medios de comunicación y hasta por las más altas instancias de gobierno.
Se trata de una “arquitectura”, quizás sería mejor hablar de “diseño”, construida sobre la base de remesas familiares, y como consecuencia de nuevos negocios por cuenta propia que socava la tradicional variedad y fuerza del eclecticismo imperante en casi todos nuestros pueblos y ciudades de Cuba: hablando en plata, se trata de una “arquitectura de nuevos ricos” sin apoyatura de profesionales del sector (aunque esto no me consta del todo.) De hecho, sin pánico ni exageración, puede corroborarse hoy el auge y expansión de la mayor epidemia de baja intensidad cultural (para evitar decir mal gusto) jamás vista. Lo reconocido años atrás en Cuba y en gran parte del planeta por expertos de toda índole, y mediante guías y libros como los nombrados al principio de este trabajo, tiembla hoy ante el avance impetuoso de un repertorio formal inusitado, generador de un “nuevo ambiente” que le debe más a la necesidad de renovación de viejas y depauperadas construcciones – así como a forjarse un status simbólico inédito – que al desarrollo edilicio que correspondería a cualquier grupo humano, comunidad y sociedad.
Burdas imitaciones de un pasado colonial (que no alcanza siquiera el calificativo de “neocolonial”) y de otro republicano reciente (ejemplificado en casas y mansiones de El Vedado de las primeras décadas del siglo XX y otras de la zona de Miramar bordeando los años 1950), más la posible influencia de ciertas imágenes de lo latinoamericano rural (pienso en México antes que todo) y lo norteamericano ramplón de las periferias urbanas del medio oeste, se condensan en un imaginario colectivo sin precedentes. Los que poseen, o comienzan a poseer, cierto poder adquisitivo por la vía que fuere requieren, por supuesto, de una imagen que así los distinga en el entramado arquitectónico, citadino, tal como correspondía en el pasado a cada clase social (aunque ahora no se trata de clases ni de algo parecido.) Para explicar pronto y mal este fenómeno, me decía un querido amigo: “el dinero es una de las pocas cosas que no se puede ocultar”: tenía razón, pues estos ejemplos así lo confirman.
Los nuevos, o renovados propietarios, necesitan expresar la nueva condición asumida, el nuevo status adquirido y qué mejor que “nuevas casas”, y parejamente nuevos muebles, nuevos autos, nuevos adornos, nuevos etcéteras. Aclaro que esto no me parece indecente, indigno, inmoral, ni mucho menos: es el resultado natural, digámoslo así, o artificial si se prefiere, de quienes tienen la posibilidad de invertir su dinero en algo que les sea útil, efectivo, práctico para satisfacer necesidades apremiantes acumuladas a lo largo de décadas. Hemos vivido demasiados años con escasez y limitaciones, sin posibilidades de remodelar el espacio privado y único de la vivienda que poseemos (o ampliarla debidamente); demasiados años sin que las autoridades municipales o empresariales de cualquier tipo ofrezcan a plenitud a la población materiales o nuevos espacios para vivir, ya fuese cualquier modelo alternativo (excluyo aquí ciertos planes de vivienda llevados a cabo en zonas rurales y urbanas en el pasado, mayormente construidos con sistemas prefabricados de pobrísimo valor arquitectónico, y las delirantes propuestas de viviendas de “bajo consumo” de materiales, que han satisfecho una ínfima parte del déficit nacional.)
Lo que está en juego ahora es la aparición súbita y añorada de recursos financieros en determinado sector poblacional, que no encuentra de inmediato un respaldo cultural apropiado en términos de diseño ambiental, de asesoría profesional para encauzarlos del mejor modo posible dentro del tejido urbano o rural. Tales recursos son utilizados rápidamente sin tomar en cuenta tradiciones, historia, contexto social. Los propietarios, al no disponer de fuentes documentales contemporáneas en consonancia con los avances de la arquitectura y el diseño actuales, acuden a repertorios formales que mejor puedan proporcionarle, de cierta manera, los símbolos adecuados a su “nueva condición”, independientemente del lugar y entorno. Y cuál mejor opción entonces que imitar las imágenes arquitectónicas de la pequeña y alta burguesía, incluso de la aristocracia criolla, persistentes todavía en la mayoría de nuestras ciudades debido a la riqueza de sus materiales, durabilidad, prestancia, y que popularmente son invocadas – con cierto grado de admiración – no como viviendas ni casas sino como castillos, palacios, mansiones.
Sin ir muy lejos de La Habana y su periferia (Jaimanitas, Santa Fe, Baracoa), se encuentran hoy también en Matanzas, Camarioca, Varadero, Santa Marta, Cárdenas; es decir, dentro y alrededor de nuestros mayores emporios turísticos, por lo que no estaría mal preguntarnos: ¿se trata de una consecuencia natural, y artificial a la vez, de la creciente actividad de este sector de la economía? ¿son las instalaciones turísticas “nuevas” las que han creado y exacerbado en la población este resurgimiento de viejos símbolos arquitectónicos y estéticos? ¿irremediablemente volveremos a ese pasado cultural? ¿no avanzaremos hacia delante como lógicamente nos correspondería, con imágenes visuales acordes con una nueva cultura? ¿no hemos sabido desarrollar una nueva cultura en términos arquitectónicos, materiales, formales en general?¿nos hemos detenido fatalmente en el tiempo? ¿nos corresponde solo imitar? ¿es ese el pasado que nos espera?
Debo aclarar que este no es un fenómeno privativo de Cuba: se expande sin cesar por zonas de la geografía centroamericana como resultado también del envío de remesas familiares, provenientes de los Estados Unidos en primer lugar, y que ha dado lugar a reflexiones de arquitectos, diseñadores y sociólogos de esa región y, incluso, exposiciones fotográficas de ejemplares connotaciones culturales que mucho pueden servirnos como material de estudio si decidiéramos encarar este asunto en un futuro inmediato. La situación económica que atraviesa dicha región no parece estar lejos de la que actualmente tenemos en nuestro país: algunos, los más agudos, hablan en términos de una centroamericanización de las ciudades cubanas, cuando ya el término “ruralización” había sido aplicado años atrás a expresiones formales conocidas como “ranchones” para cobijar sillas y mesas donde comer y beber en pleno entramado urbano de hormigón, aluminio y acero; o para definir variantes del legado indígena nuestro como soporte de ferias y exposiciones transitorias, y de cafeterías y restaurantes en ciudades y a lo largo de carreteras, o también como soluciones formales provisionales y permanentes a cualquier programa constructivo o evento que se realice.
Las tribulaciones de la arquitectura y el diseño ambiental ligados al turismo han encontrado eco también en el entorno de La Habana Vieja, emplazamiento ejemplar llevado a cabo por la Oficina del Historiador de la Ciudad y que le ha valido reconocimiento nacional e internacional justamente merecido, y que sitúa a la mejor arquitectura patrimonial en los terrenos de la contemporaneidad por aquello de que toda buena arquitectura, no importa su época, es contemporánea en su sentido cultural cabal. No digo de lo realizado para la estricta remodelación y refuncionalización de los edificios patrimoniales sino de objetos e imágenes “añadidas” al espacio público urbano, cuya proliferación en los últimos años, paradójicamente, impide el goce pleno de la arquitectura legada y rescatada con rigor y profesionalidad por arquitectos y constructores de la institución: me refiero a la cadena de mesas y sillas que obstruyen el paso en determinadas callejuelas y pasajes del área principal del centro histórico, a macetas y arecas en abundancia de orden y tamaño, a muros bajos para la protección de murales, a profusos afiches e infografías montadas sobre estructuras metálicas en fachadas, esquinas y plazas.
Precisamente, lo extraordinario de ese centro histórico (y de áreas aledañas cuando pensamos en El Prado y su extensión hacia el Parque de la Fraternidad) radica en una balanceada heterogeneidad estilística de sus edificaciones (que a veces parece homogénea) en cuanto a detalles exteriores en tanto elementos sígnicos y simbólicos de piedra, madera y herrería; en esa atmósfera umbrosa y soleada que asoma a ciertas horas del día por sus calles para resaltar estos y otros elementos; en las variantes de color aplicadas a muros y fenestración; en su pavimentación diversa; en la asombrosa variedad de pórticos, balcones y remates de techo, cenefas, arcos, escaleras, pisos, en fin. Por eso me resulta incomprensible el abigarramiento propiciado por un mobiliario urbano que no permite disfrutar a plenitud esos acentos privilegiados que posee nuestra arquitectura colonial, nuestro extraordinario Centro Histórico.
Fotografiar la Plaza de la Catedral, por ejemplo, es en la práctica casi imposible pues las sombrillas y mesas extendidas del restaurante El Patio lo impiden, así como la Plaza de San Francisco debido a numerosas estructuras metálicas anunciando museos, emisora de radio, revistas. Algo similar ocurre en la Plaza Vieja, en los bordes del Museo de la Ciudad con la extensión hacia el exterior del restaurante La Dominica y en los cruces de las calles Mercaderes y Obrapía. Mención aparte merece el tinglado permanente de estantería para libros que obstaculizan la visión global y particular de la Plaza de Armas, donde se halla uno de los mejores conjuntos arquitectónicos más importantes del período colonial, aún con sus añadidos de principios del siglo XX. Y no me refiero solo a las dificultades vinculadas al hecho fotográfico sino a veces al más sencillo acto de caminar y observar lo que a nuestro alrededor se muestra con persistente belleza.
No albergo dudas de que la actividad comercial vinculada al turismo que inunda el Centro Histórico requiera de soluciones capaces de satisfacer a todos y cada uno de los visitantes lo mejor posible, pero siento una excesiva invasión de elementos arquitectónicos, ambientales, de mobiliario y diseño gráfico, en espacios por lo general pequeños, discretos, atentos a la escala humana, nada comparables a los grandes espacios patrimoniales que gozan Europa, Asia, Medio Oriente donde esos mismos elementos no serían un problema.
Tampoco debo obviar la plaga de atriles, cordelería, mesas, tablillas, anuncios, colocados indiscriminadamente en fachadas de viviendas para anunciar la venta de comida y bebida, adornos y objetos personales, instrumentos musicales, discos, libros, artesanía de todo tipo. Aún cuando sospecho toman en cuenta regulaciones propias del centro histórico habanero, y de otros pertenecientes a Trinidad, Camagüey, Matanzas, los propietarios de los nuevos negocios y oficios comerciales se extienden más allá de lo establecido en su “lucha” por atraer clientes, como si fuese imposible, por momentos, zafarnos de ese “maleficio” visual, de esa sal que nos ha caído encima sin apenas darnos cuenta.
No está de más señalar que oportunidades no nos faltaron en los últimos años para recuperar parte de lo extraviado para contribuir al mejoramiento de nuestro entorno. Sin embargo, muchas de ellas no supimos aprovecharlas: me refiero específicamente a la experiencia de las microbrigadas en La Habana, donde se suponía que un espíritu de verdadera transformación formal y ambiental –si se prefiere: arquitectónica a secas – enriquecería los ambientes deteriorados o habituales de El Vedado, Centro Habana, Habana Vieja, Playa, Santa Fe. No fue así: la mayor parte de las soluciones dadas a edificios de 3, 4 y 5 plantas, desde los años 1980 hasta hoy, se mantiene muy por debajo del nivel de proyecto alcanzado en los años 1940 y 1950 (ni qué decir de los 1960) para edificios con similares propósitos y que permanecen a la vista de todos.
Todavía, hoy, a 11 años del siglo XXI, los proyectos realizados en estos y otros enclaves habaneros padecen de extremas debilidades en su concepción y articulación en el contexto urbano, de interés formal aunque se atisban soluciones audaces e inteligentemente contemporáneas en el Nuevo Vedado, las cuales prometen dar un vuelco total a ese estado de cosas, al menos en la capital del país. ¿Cómo puede ser posible tal retroceso o estancamiento? ¿Qué esperar entonces de nuevos desafíos y oportunidades en estos y otros programas constructivos? Y me refiero también a proyectos de animación urbana llevados a cabo en barrios de La Habana hacia fines de los 1970 y principios de los 1980 –con sus supergráficas, intervenciones y objetos escultóricos, entre otros elementos— de sencilla realización y ejecutoria que no han continuado desarrollándose. ¿Por qué se detuvo esa experiencia de diseño ambiental si en la práctica requería de tan exiguo financiamiento? ¿A qué se debió tal indiferencia?
Lo único que nos sacude de vez en cuando, y que trae a colación el asunto de la arquitectura cubana contemporánea entre profesionales y expertos en nuestro país, y fuera del mismo, es el entusiasmo internacional aún existente por las Escuelas de Arte (ENA) construidas, a medias, a principios de los años 1960. Seminarios y coloquios así como un reciente documental exhibido en un Festival norteamericano vuelve de nuevo a debatir la importancia cultural, y ya histórica, de tal conjunto arquitectónico. Sus principales protagonistas, y críticos de un lado y otro, argumentan sus orígenes, propósitos, y su compleja significación como paradigmas simbólicos de la polémica relación entre contexto cultural y político, contexto arquitectónico y social, economía y estética, vanguardia artística e historia, a partir de los proyectos específicos para cada escuela.
Desde su inicio, las ENA han provocado a más de una generación de expertos en casi todo el mundo y sobre ellas se ha tejido un número considerable de teorías y juicios de valor que colocan, a ese complejo edilicio, en el cénit de lo producido a nivel global en esa década, con repercusiones hasta hoy. Lamentablemente, su influencia desapareció en el ámbito nuestro a partir, sobre todo, de dudosas argumentaciones en torno a su costo de producción: es más, las ENA se ignoraron y hasta despreciaron durante los siguientes años cuando una oleada de prefabricación insulsa y anodina dominó el paisaje rural y urbano de la Isla en el que hoy muy poco de ese gigantesco esfuerzo merece ser valorado. Una leyenda negra se tejió en su torno, las opacaba cuando en realidad 2 de ellas terminadas y 3 inacabadas, ruinosas y maltrechas hoy, se alzan todavía con fuerza y entereza para admiración y asombro de muchos… como si hubiesen sido “abandonadas” para ese fin último.
Para finalizar: ESBEC, comunidades rurales, microdistritos y distritos urbanos prefabricados (recordemos solo Alamar y San Pedrito como los más grandes del país), policlínicos, hospitales, vaquerías, viviendas de microbrigadas, hoteles, círculos infantiles, escuelas primarias, sedes universitarias… ¿qué queda de todo ese impresionante esfuerzo constructivo en nuestra memoria? ¿qué recordamos de manera ejemplar en lo arquitectónico y cultural? ¿cuál ha sido su significación en términos estéticos, en producción de sentidos, en valores a tomar en consideración, más allá de urgencias constructivas que en un momento pudieron satisfacer?
Si hiciésemos un repaso de algo más de 50 años de arquitectura y urbanismo a lo largo y ancho de la Isla: ¿qué podríamos mostrar como una contribución verdadera a la formación de las nuevas generaciones de profesionales del sector? ¿qué podríamos mostrar al mundo más allá de importantes ejemplos del pasado colonial y republicano y las ENA? ¿cómo devolverle a la arquitectura en nuestro país su espacio históricamente alcanzado en la cultura desde los siglos pasados? ¿cómo hacer para que se comprenda el rol de la arquitectura en nuestro país en igualdad de condiciones que la música, la danza, la literatura, y no como mera actividad constructiva condenada a la mediocridad? ¿qué hacer para que se entienda que ese espacio físico y poético del hombre (al decir de Ricardo Porro), es decir la arquitectura, debe ser concebido y elaborado para que éste desarrolle su vida a plenitud, a puro goce?
Las respuestas se hallan por doquier. Todos las conocemos. No es necesario nombrarlas ni insistir en ellas. Solo me asiste la esperanza pues se trata de un proceso reversible, sin dudas. Hemos superado cosas peores en otros campos de la cultura. Tal vez por ahora lo mejor sería recordar aquella famosa y vieja canción norteamericana: …no es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós….
notas
1
Em especial, su importante RODRÍGUEZ, Eduardo Luis. The Havana Guide, Modern Architecture 1925-1965. Nova York, Princeton Architectural Press, 2000.
2
RODRÍGUEZ, Eduardo Luis (org.). La arquitectura del movimiento moderno. Selección de obras del Registro Nacional. Colección Docomomo, Cuba, La Habana, Ediciones Unión, 2011.
3
NE – Ver SEGRE, Roberto. Mario Coyula. Entrevista, São Paulo, n. 07.026, Vitruvius, abr. 2006 <www.vitruvius.com.br/revistas/read/entrevista/07.026/3303>.
sobre el autor
Nelson Herrera Ysla es arquitecto, curador y crítico de arte. Fundador y Experto principal del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam y de la Bienal de La Habana. Ha publicado varios libros de textos críticos sobre arquitectura, arte, diseño así como de poesía. Colabora regularmente en diversas revistas especializadas de Cuba, Canadá, España y América Latina. Ha sido Curador de Cuba en varias bienales internacionales de arte y en 2008 fue Curador General de la Bienal Paiz de Guatemala. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Crítica de Arte "Guy Pérez Cisneros" en Cuba. Es crítico de artes visuales en varios programas de la televisión cubana.