Incrédulos, estupefactos, aterrados, anclados frente a la pantalla de TV, asistimos el 11 de septiembre a las espeluznantes imágenes del ataque suicida a las torres del WTC y su repentina desaparición del paisaje neoyorquino del Down Manhattan. Ocurría una nueva mañana de terror y destrucción que recordó la dolorosa visión de hace casi treinta años – quizás no tan espectacular pero igualmente trágica –, del bombardeo al palacio de La Moneda en Santiago y el asesinato de Salvador Allende, presidente de Chile. El primero, un magnicidio arquitectónico; el segundo un magnicidio de Estado. La prensa internacional afirmó que aquel hecho abría realmente el siglo XXI. Con anterioridad el parteaguas se identificó con la caída del muro de Berlín en 1989. En realidad, podemos interpretar ambos episodios como un cierre y un inicio: con la demolición del muro surgía la esperanza del fin del mundo bipolar, ahora unificado en la concreción final de la modernidad iluminista – desaparecido el antagonismo capitalismo y socialismo –, forjando las bases de una democracia universal (la Europa unida sería el primer resultado concreto de esta ilusión). Por el contrario, el ataque terrorista a las torres del WTC materializa la fragmentación postmoderna caótica y arbitraria, la ambigüedad entre lo real y lo virtual – se pretende declarar una guerra sin conocer la ubicación del hipotético enemigo – ; la pulverización de los ideales identificados con el progreso social y material; la exacerbación de las contradicciones existentes entre alta tecnología y prehistoria cultural – el fanatismo religioso –, entre el concentrado espacio de la opulencia y los vastos territorios de la miseria.
Desde la invención del cinematógrafo, las escenas apocalípticas de catástrofes y destrucciones en las grandes ciudades, pasadas y futuras, fueron un tema reiterativo: recordemos aquellas anticipadoras de Metrópolis y King Kong. En la segunda mitad del siglo XX arreciaron los temas de las hecatombes asociadas con las megalópolis. A lo largo de los últimos treinta años se multiplicaron las repentinas desapariciones de carreteras, autopistas, viaductos, puentes, monumentos y rascacielos, preanunciando la incontrolable furia de la naturaleza exteriorizada en maremotos y terremotos, así como también las imprevisibles consecuencias de la maldad humana y la exótica crueldad de seres extraterrestres deseosos de sojuzgarnos y exterminarnos: The Towering Inferno, The Day After, Independence Day, True Lies, Armageddon, The Siege, quizás ésta última, la más próxima a lo que acaba de ocurrir en Nueva York. En estos días, el estreno de Pearl Harbor, a pesar de las escenas truculentas del bombardeo nipón, la artificialidad de las reconstrucciones virtuales ajenas a la objetividad del hecho histórico suscitó reacciones negativas. Pero, como afirmó Gabriel García Márquez, la realidad supera siempre a la ficción: fueron más contundentes las imágenes del Holocausto, de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, la destrucción de Dresde, Hanoi, Bagdad o Sarajevo. A pesar de habernos insensibilizado el abuso cotidiano de la violencia, quedamos sin aliento ante la crudeza de un hecho concreto en el que, en pocos minutos ante nuestros ojos y nuestra amarga impotencia desde la inconmensurable distancia de la pantalla de TV, asistimos a la muerte inexorable de miles de personas inocentes.
La agresión a las torres tuvo como precedente los kamikazes japoneses en la Segunda Guerra Mundial – hasta ahora todos los actos suicidas de los palestinos se realizaron a nivel individual o en carros bombas –; pero mientras aquellos fueron actos bélicos desesperados contra la superioridad naval de los Estados Unidos, este resultó un ataque individual (o colectivo, ya que participaron casi veinte personas en la acción) contra un símbolo del capitalismo globalizado hegemónico de dicho país y al mismo tiempo, un intento de borrar del mapa el principal icono que resumía la memoria histórica de la comunidad urbana de Nueva York. Como afirmó el escritor francés Albert Camus, el acto suicida es “la suprema violencia contra la condición humana, una abdicación total y cobarde, una acusación demoníaca contra el mundo por parte de quienes desistieron en mejorarlo”. Es probable que los creyentes en Alá, los ortodoxos seguidores del Corán y los secuaces de Osama bin Laden logren la eterna felicidad del Paraíso con el absurdo acto del suicidio, pero sobre nuestra sufrida Tierra solo preanuncian un futuro de tinieblas y oscurantismo. Pese a las afirmaciones de Tariq Ali, el ideal de la muerte no puede predominar sobre el ideal de la vida.
Nosotros arquitectos, desde los tiempos antiguos, dedicamos nuestra vida a la construcción del mundo material con el objetivo de lograr la felicidad de nuestros semejantes. Erigimos los monumentos que representaron los valores culturales de las civilizaciones surgidas a lo largo de la historia. Forjamos la imagen icónica de la memoria social. La evolución de la Humanidad puede resumirse en los hechos arquitectónicos que la representan, desde Stonehenge hasta el WTC. Sin embargo, no todos los miembros de la especie humana, participaron de nuestros deseos y aspiraciones. Rivalidades, antagonismos y enemistades atávicas encontraron en la destrucción de los monumentos la forma de expresar, no sólo la eliminación física del “otro”, sino también de negar el recuerdo, la memoria, la herencia cultural e ideológica de un pueblo para sus generaciones venideras. Desde Nabucodonosor, que destruyó el templo de Salomón en Jerusalén, hasta las Twin Towers o los Budas en Afganistán se sucedieron estas agresivas demoliciones: los romanos no dejaron piedra sobre piedra en Cartago; los españoles arrasaron con templos y pirámides de la América precolombina; los nazis borraron del mapa la ciudad de Varsovia. Paradójicamente, menos radicales resultaron los movimientos revolucionarios: Robesperre dejó intacto Versalles; Lenin conservó el Kremlin y los palacios zaristas; Mao no eliminó la Ciudad Prohibida; los campesinos mejicanos transformaron el Capitolio de Porfirio Díaz en monumento celebrativo de la Revolución.
Triste destino el de Minoru Yamasaki (1912-1986). Sin desearlo, la destrucción de dos conjuntos arquitectónicos que proyectara con gran esfuerzo y pasión lo convirtieron en el protagonista de bruscos y radicales cambios históricos y culturales: según Charles Jencks, el Movimiento Moderno fue enterrado definitivamente el 15 de julio de 1972 a las 15,32 horas y sustituido por el Postmodernismo, al demolerse el conjunto habitacional de Pruitt-Igoe en St. Louis (construido en 1952-55, y premiado por la American Institute of Architects), a causa de su irrecuperable deterioro, vandalizado por una población negra de escasos recursos. La prensa internacional ha sido unánime en reconocer que el mundo será otro a partir de las 10.28 horas de la mañana del 11 de septiembre, al desintegrarse las Twin Towers y desaparecer del skyline del río Hudson. Ellas asumieron el valor de icono neoyorquino por su tamaño desproporcionado, por la multitud cotidiana de trabajadores y visitantes contenidos en ellas, y lograr (por poco tiempo ya que fueron superadas por el Sears de Chicago y la Oriental Pearl Tower de Shangai) el récord de edificio más alto del mundo. Pero no se destacaron por sus cualidades estéticas, sin duda alguna inferiores al Empire Estate, al Chrysler Building o al Rockefeller Center. Su agresiva presencia en el contexto urbano del Downtown; el esquematismo formal; los acentos decorativos medievalistas y la inexistencia de atributos que delimitaran sus proporciones (nada cambiaría si hubiesen sido más altas o más bajas), las identificaban con la imagen del “rascacielos desnudo” elaborada por Rem Koolhaas, heredero de las torres cartesianas de Le Corbusier y del minimalismo del Seagram de Mies van der Rohe, opuestas a la riqueza formal de los edificios altos del entreguerras.
El polémico arquitecto holandés definía esta arquitectura como la representación del “espacio basura”, sólo caracterizado por elevadores, escaleras mecánicas e instalaciones de aire acondicionado. Sus palabras resultaron trágicamente premonitorias al decir: “...este (el espacio basura) que constituye el vientre del Gran Hermano, será nuestra tumba”. Es de esperar que no sea el destino manifiesto de las decenas de indefensos y frágiles rascacielos – en el siglo XIX, el Partenón sobrevivió al bombardeo turco que hizo explotar el polvorín contenido en su interior – construidos en todos los rincones del mundo y que este hecho, no sólo abra perspectivas políticas y sociales que impidan el Apocalipsis, sino también arquitectónicas, para que la vida sobre la Tierra sea más llevadera, menos sometida a los imperativos economicistas del gran capital globalizado, recuperándose el equilibrio ecológico perdido entre entorno artificial y entorno natural.
sobre el autor
Roberto Segre, arquitecto y critico de arquitectura, profesor de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Federal do Rio de Janeiro.