Antes de viajar a Bilbao nosotros también teníamos nuestras serias dudas acerca del trabajo de Frank Ghery y su gran museo de fin de siglo, cuestiones políticas y sobretodo económicas (y de difícil solución constructiva) daban vueltas y vueltas por nuestras conciencias de lo que "debería ser"... sobre lo "que es".
Con este mar de dudas y esperanzas de encontrar algo grande salimos de Barcelona rumbo a Bilbao y al encuentro inevitable de fin de siglo: el Museo Guggenheim.
Vale decir que todas las posibles dudas se esfumaron, un espacio lleno de sensaciones, de ternuras gestuales que las envidiarían muchos grandes arquitectos, un encuentro fantástico con un paisaje inhóspito, un gran arquitecto que le hizo más que un guiño, una seducción a ese siempre amante urbanismo, que nos acompaña y nos guiña el ojo.
Una Ría seca, casi muerta, renacida en un gran buque de titanio en capitas, como lonchas de la mas excelente imaginación posible, una estructura a base de acero por todos lados, una veces se muestra desnuda, otras, oculta su silueta angelical tras paneles secos de tabla-roca, la ría se cuela hasta el centro del edificio y nos habla a través de su tranquilidad de charca silenciosa, salimos y entramos del exterior al interior, Andy Warhol se muestra soez con su arte simple y contundente.
Volvemos a salir y la gran cubierta se erige como dueña del balcón, supuestamente para cubrirnos de una lluvia que nos empapa y permite al frío colarse hasta los huesos, dejamos de admirar esas extrañas escamas de pez titanio, cruzamos el umbral de aquellas vidrieras fantásticas y llegamos otra ves al vestíbulo, que se elevaba mágico en su casi cuatro alturas, allá, arriba el cielo gris se cuela hasta nosotros y un ligero chirriar de dientes nos invade la mente, por el frío. Las motos en su exposición histórica se nos muestran orgullosas de su evolución humana, por el telefonillo Ghery nos explica porqué este material y no otro, nos dice que nos acerquemos hasta la pared y la toquemos, vemos nuestras huellas que quedan allí, junto a las huellas de los otros que también dejaron atrás esta constante estupidez humana de no tocar lo prohibido, el titanio se nos muestra como delgadas hojas de papel, algunas mal dobladas, algunos acabados en detalle horribles, Juan Manuel Dávila se acerca y nos susurra "el buen arquitecto está en los detalles", nosotros reímos en silencio, la gente nos mira y se miran, a ver si nos reímos de su bragueta que la llevan abierta, la mas discreta tapa sus senos que se desbordan del vestido azul metálico, nosotros seguimos caminando, el Dávila se va, también riendo.
Llevamos ya varias horas andando, llegamos al restaurante después de pensar ¡ carajo, tener que salir para volver a entrar!. Pedimos mesa ante aquel tumulto de gente hambrienta, no hay sitio, debíamos haber llamado desde Barcelona para reservar un par de sillas y un menú, ¡vaya mierda!. Nos acercamos a la barra de nuevo y el camarero nos acerca (no sin tardanza) una ración de croquetas, otra de queso y una de lomo ibérico, pagamos de mala gana las casi 3,500 pesetas de aquella comida entre apretujones, otra pifia del arquitecto californiano, ¡se ve que nunca se queda a comer en sus museos!
Salimos a las terrazas nuevamente, las colas para entrar son enormes, el sol casi se ha ido, los reflejos naranjas y morados se fusionan con el titanio de la cubierta y produce un efecto digno de fotografiarse, se nos cansa el dedo de tantos disparos de cámara.
Ghery cumplió su cometido, esta ciudad gris de antaño cuenta hoy con un colorido enorme, montones de personas que viene a curiosear, y curiosean, que vienen a opinar y opinan, que vienen a fisgonear, y lo hacen de lo lindo, lo importante es que la gente viene, curiosea, opina, fisgonea. La arquitectura sale de sus libros de elite, sale de la revista de alto estanding, donde ofende vérsele entre usuarios, sin darse cuenta salió de su cristalera y se instaló en la ciudad, y Bilbao hoy se enorgullece de tan preciada presencia de la diva, Ghery nos mira de reojo por entre sus gafas y ríe también, tirando al lado de su sofá su smoking, saca se ropa de domingo, su gorra de los Dodgers y se nos une, atónito a lo que su pluma alguna vez le indico que por ahí estaba la idea, la forma cruza el cielo sinuosa, las cubiertas se confunden con las paredes, que a su vez se confunden con este cielo gris de invierno, la ría se refleja y nos avisa que esta ahí, a nuestros pies, acechando los cimientos de aquella mole metálica, nos percatamos que el río sale y entra, entra y sale sin siquiera tocar tierra, entonces vemos a aquel enorme pez metálico retozar entre sus aguas, feliz de regresar a sus raíces y Ghery sonríe, se recuerda a él mismo jugando con los peces que pescaba su abuelo y sus abuela dejaba retozando en la bañera hasta guisarlos, una anécdota sin importancia para los usuarios que nos acompañan, pero Ghery esta convencido de que aquel recuerdo se ha convertido en formas y espacios, las exposiciones van y vienen, la crisis de una nueva oleada terrorista en el País Vasco parecen menos importantes estando allí.
Llegamos a la salida, regresamos los telefonillos y salimos, volteamos y encontramos de nuevo aquellas letras que se leen: Museo Guggenheim Bilbao... nosotros nos vamos, la noche nos ha invadido y aquel enorme buque de titanio retrocede a su protagonismo del día, la noche se adueña de Bilbao, las luces de los carros, las calles y sus farolas, las fachadas alumbradas, la gente anda y habla y tirita de frío, el buque Museo saca su ancla y se queda inhóspito de nuevo en la oscuridad de la noche, como cuando el mar se esconde, dejando solo su fuerza en forma de olas y sales que vuelan por los aires, aquella imagen del negro profundo envuelve a la ría de Bilbao, el Museo sigue ahí, la gente hace cola para entrar aun, pero la noche guarda sus secretos dicen, y el Guggenheim se esconde, guarda sus velos metálicos y fríos y simplemente nos acompaña, mirando, nuestra retirada.
sobre el autor
Humberto González Ortiz es Doctor en Arquitectura por la Universidad Politécnica de Cataluña y arquitecto de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Humberto González Ortiz, Barcelona España