Contrariamente al principio de asociación, conjunción o reconciliación, lo que une a la fotografía de la periferia a la ciudad es el principio de la irreconciabilidad. La fotografía de Wim Wenders, la de Edward Weston y la de Eugène Atget son, para la ciudad, lo que la teoría puede ser para la práctica; lo que la crítica teórica y social puede ser para la arquitectura: no una reflexión, no un reto; un ‘atractivo extraño’ que nunca jamás será traducido literalmente hacia el discurso arquitectónico.
Cualquier intento por traducir el carácter de dicha fotografía con destino a la materialidad de la arquitectura ha de fracasar, pues al pesquisar la representación de la ciudad, ésta ejercita su experiencia ‘equivocada’, su lectura ruidosa y tormentosa, trayendo hacia la superficie vestigios subterráneos, cicatrices y murmullos difícilmente percibidos por las prácticas del urbanismo convencional.
Yo podría correlacionar los espacios urbanos de Wenders (el lugar del circo filmado en "El Cielo sobre Berlín", por ejemplo) al proyecto de Bernard Tschumi con referencia a la intervención en la Potsdamer Platz, en Berlín, en la que el vacío de la plaza Potsdamer continúa y lo cruzan los puentes y los andenes. O analizar las analogías formalistas entre la espontaneidad de la arquitectura de la periferia (descrita en el trabajo de la fotógrafa Margheritta Spiluttini) y la arquitectura deconstructivista de los años ochenta. O también describir paralelismos entre la fotografía posmoderna – preocupada con el tema de la producción y de la reutilización de las imágenes – y la arquitectura posmoderna de encolado, fachadas falsas y transcripciones históricas.
Pero no es así, no se trata de realizar parangones claros entre posturas de arquitectos y fotógrafos. Lo que se lleva a cabo es, a lo mejor, una narración "anticentro" que no discute el tema de la arquitectura, sino el lado oscuro de la periferia y sus connotaciones espaciales: la cuestión de otros espacios, otras geografías, la búsqueda quizás de otra lectura que pueda revelar las condiciones que estuvieron inmanentes o reprimidas en el tejido urbano, y que se revelaron por intermedio de la mirada del fotógrafo. La pregunta que formulo en este artículo es si tales fotografías pueden utilizarse como punto de partida para un enfoque multidisciplinario de la ciudad contemporánea (en una época en la que, como subrayó Italo Calvino, se desconocen las fronteras entre la experiencia real y la experiencia mediada por imágenes).
En la primera y en la segunda parte, haré una breve reseña de la historia de la representación de las ciudades seguida de un análisis crítico de la actual superproliferación de imágenes. En la tercera, presento los trabajos de tres fotógrafos como posibles respuestas a la pregunta arriba formulada.
I.
Desde el Renacimiento, la necesidad de ejercer un cierto control sobre el espacio dio como resultado una gradual racionalización de las representaciones espaciales. Si durante la Edad Media, el espacio externo se veía como una "cosmología misteriosa habitada por alguna autoridad externa" (2), el Renacimiento presenciaría una radical reconstrucción del espacio que, pasando por el desarrollo de la ciencia en el Iluminismo, culminaría en la superracionalización de los instrumentos de perspectiva y, más tarde, en la predominancia de la representación sobre su sujeto.
A partir de fines del siglo XIV, se produjo en Europa una compleja y gradual transformación de la teoría clásica de la visión, entrando en escena una nueva racionalización matemática y geométrica de la imagen. Es que, coincidiendo en época con los grandes descubrimientos y con el inicio de la colonización de América, la objetividad en representaciones espaciales se transformó en un atributo valioso, dado que la precisión en la navegación, la determinación de los derechos de la propiedad de la tierra, las fronteras políticas, etc., pasaron a ser económica y políticamente imperativas. Un conjunto de herramientas de representación se desarrollaron para dar mayor objetividad a un orden social cuyo dominio sobre el espacio era fundamental para el control de las guerras, colonias, ciudades y pueblos colonizados.
El ordenamiento racional del espacio en la arquitectura, así como en la geografía y en la astronomía, desempeñó un papel importante en la afirmación de la posición de los individuos en relación con sus territorios (edificios, localidades y ciudades). En el dominio de las artes, la perspectiva pasó a concebir al mundo desde la perspectiva del ojo del individuo y ayudó a poner énfasis en la habilidad para representar a aquello que es visto como algo "verdadero", comparándose con las verdades superpuestas de las religiones y de las mitologías medievales (3).
En la preperspectiva de la Edad Media, y teniendo en cuenta el arte, los objetos tridimensionales se pintaban de manera espontánea, los planos representados se mezclaban con las fachadas de iglesias, símbolos bíblicos, motivos regulares de formas curvas y entidades religiosas, configurándose así universos fantásticos de complejas armonías envolviendo dibujos y colores. Al artista medieval, con su superstición, lo acompañaba un enfoque intuitivo de la representación espacial. Él creía que describiría lo que tenía delante de sus ojos de manera convincente, probando estructuras casi de manera táctil por muchos y diferentes lados, en vez de emplear un solo punto general. Incluso los mapas medievales, uno de los pocos instrumentos de orientación en el mundo aún carentes de marcaciones precisas de tiempo y espacio, presentaban cualidades mucho más sensuales que racionales. Elevaciones, plantas, figuras humanas, detalles fuera de escala, caminos sinuosos y carreteras se agrupaban en un mismo diseño.
Siguiendo una larga tradición que se fue consolidando en el espacio homogéneo del siglo XIX, estamos ahora, en vísperas del siglo XXI, enfrentando serios problemas con nuestras ciudades y nuestra manera científica de concebir y planificar edificios y espacios urbanos (4). Las motivaciones funcionales del mundo actual de las redes de computadoras y de la fascinación por la telemática contribuyeron para transformar varios tipos de representación del espacio en proyecciones pragmáticas que dejaron los aspectos subjetivos de los diseños prerrenacentistas y los sustituyeron por formas de proyección incapaces de expresar, en el ámbito de las dos dimensiones, el orden simbólico del mundo. Las representaciones racionales suministraron una fundación efectiva para los principios cartesianos de la racionalidad, los que se transformaron, más tarde, en parte del proyecto Iluminista, pero señalaron una separación dramática en la práctica de los arquitectos; una transición en los métodos del artesano para con la actividad intelectual independiente:es el punto de partida de la fisión de las actividades de construcción entre arquitectos, ingenieros y constructores. Hoy, después de testimoniar los fracasos del funcionalismo del urbanismo moderno para generar espacios con significado, los arquitectos se hallan en la búsqueda de nuevas narrativas capaces de rescatar una conciencia crítica de las consecuencias culturales de las herramientas convencionales de representación, ya que la manera como vemos a las ciudades está directamente relacionada con nuestra potencialidad para crear ciudades más elocuentes en su dimensión social.
Los aspectos controvertidos de las leyes de la perspectiva, todavía, se denunciaron poco después de la popularización de dicho descubrimiento entre los artistas. Ya en el siglo XVI, Miguel Ángel entendía al cuerpo humano como una fundación para todas las artes, y criticaba al pintor Durer por su intento de fijar una imagen estática del cuerpo. En contraste con un número significativo de sus contemporáneos, Miguel Ángel no compartía la idea de la posibilidad de hacer arquitectura por intermedio de proyecciones. Su obra, por el contrario, se fundaba en una perspectiva incorporada de la tarea de construir (5).
En épocas mucho más recientes, el filósofo Walter Benjamin culminaría su "La obra de arte en la edad de la reproducción mecánica" (1939) con un singular análisis de la arquitectura:
"La arquitectura nunca ha sido inútil. Su historia es más antigua que otra arte cualquiera, y sus deseos de ser una fuerza vital cuenta con respaldo y significado en cualquier intento de entenderse la relación entre las masas y el arte".
Según Benjamin, la arquitectura no se capta apenas a través de la vista, sino también por el tacto; ella es vivenciada por el cuerpo como una presencia por intermedio de la ‘distracción’ o uso habitual, y no desde la contemplación óptica distanciada (6).
Es un hecho verdadero que el proceso de construir, carga consigo mismo con una dimensión que no puede reproducirse a través de pinturas o imágenes de la obra construida. De manera recíproca, las representaciones arquitectónicas tienen que considerarse como imágenes con la potencialidad de englobar todo un orden subentendido, como en cualquier otro tipo de objeto artístico. Así, sólo podemos considerar a la fotografía positivamente, tomándola como hecha por el agente cultural preocupado en desentrañar la distancia enigmática entre la realidad del mundo y sus proyecciones. La posibilidad de una arquitectura con significado depende de la realización de que una representación también tiene que hacer referencia a otra cosa, reconocida apenas cuando el mirar cuenta con la intermediación de la comprensión táctil del cuerpo humano en movimiento. En el proceso de entendimiento de nuestras ciudades, es importante que no tomemos como garantizados ciertos prejuicios sobre imágenes arquitectónicas y urbanas, y que definamos nuestros instrumentos para generar un modelo más amplio que pueda comprender las complejidades de nuestro medio ambiente ciudadano. De allí proviene la propuesta de "La fotografía y la periferia" dirigida hacia una postura del fotógrafo, de los editores y de los arquitectos. Ella pretende que no se parta hacia una actitud de rechazo radical de las imágenes y sí hacia una postura donde haya una cierta ecología de imágenes, en donde las imágenes más ricas en significados también contribuyan para la percepción de el medio ambiente en el que vivimos.
II.
La fotografía, cuya invención inició la actual predominancia de las imágenes sobre los textos, ha sido vista como un filtro nocivo entre la realidad y el sujeto desde sus orígenes.
En el prefacio de la segunda edición de La esencia de la cristiandad (1843), el filósofo alemán Ludwig Feuerbach, pocos años después de la invención de la cámara, ya observaba que en su tiempo se prefería la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad. Esas mismas observaciones, de un siglo y medio atrás, han sido transformadas, de acuerdo con la ensayista americana Susan Sontag, en un diagnóstico ya establecido: una sociedad se convierte en "moderna" cuando una de sus principales actividades es producir y consumir imágenes, cuando las imágenes tienen fuerzas para determinar nuestras voluntades en la realidad y son, ellas mismas, sustitutos para la experiencia a primera mano – imágenes que desempeñan funciones esenciales y se hicieron indispensables para la salud de la economía, para la estabilidad de la política y en la búsqueda de la felicidad individual (7).
Hoy, la posición del filósofo francés Jean Baudrillard en relación a la fotografía no es muy discordante de la de Feuerbach: "Si una cosa desea ser fotografiada, es exactamente porque ella no quiere ofrecer su significado, es porque no quiere tener una reflexión". En Simulación y Simulacro, Baudrillard afirma que las distinciones entre objeto y representación, cosa e idea, no tienen más validez. En su lugar, él cree en un nuevo mundo construido con los modelos del simulacro sin referencias en la realidad, excepto la suya propia. Una simulación, dice el autor, es diferente de una ficción o farsa porque ella no presenta solamente una ausencia como presencia, lo imaginario como real, sino también debilita cualquier diferencia con lo real, absorbiendo lo real para sí.
En el campo de las discusiones estéticas, el análisis de Baudrillard observa la corriente de imágenes no simplemente como una confirmación de las consideraciones de Feuerbach, sino también como algo capaz de extender su carácter maligno a todas las formas de expresión artística:
"Nosotros vemos al arte floreciendo en todos lados. Pero el alma del Arte – el Arte como aventura – el Arte con su fuerza de ilusión, su capacidad de negar la realidad, de inventar otra escena opuesta a la realidad, donde las cosas obedecen a un conjunto elevado de reglas; una figura trascendente en la que los seres, como las líneas y los colores en una pantalla, están dispuestos a perder su significado, a extenderse más allá de su propia razón de ser y, en un proceso urgente de seducción, de redescubrir la forma ideal – en este sentido, el Arte terminó" (8).
Baudrillard, después de descubrir el lado molesto de todo aquello que compone la sociedad contemporánea, propone estrategias (las "estrategias fatales") para dejar de lado las situaciones críticas que provienen de los "fenómenos extremos" del mundo actual. En relación a la fotografía en particular, él afirma lo siguiente en "La Transparencia del Mal":
"Ud. piensa que está sacando una fotografía de algo por placer, y en verdad es dicha cosa la que desea ser fotografiada. Ud. es tan sólo una parte de decór en el orden pictórico que la cosa quiere anunciar al sujeto. Este sujeto no es nada más que un embudo a través del cual las cosas, en su ironía, aparecen. La imagen es un medio ideal para la amplia campaña de autopromoverse puesta en marcha por el mundo y por los objetos – forzando a nuestra imaginación hacia una autodesaparición, a nuestras pasiones para desbordar, y astillando al espejo en el que nos agarramos (hipócritamente) para capturarlos".
La "ironía del objeto" que Baudrillard enfatiza se refiere a todos los profesionales que trabajan con imágenes, y explica la dificultad que tienen algunos fotógrafos en producir imágenes de objetos conocidos (o, por extensión a las ciudades, imágenes de monumentos, espacios públicos y edificios emblemáticos). Desde este punto de vista, las cosas se transformaron en soberanas y nos dieron sus espaldas a través de la propia tecnología que utilizamos para crearlas. En la actualidad, las imágenes de las ciudades vienen de todas partes, de su propia trivialidad, de su propio lugar. Esa personificación de las imágenes es el efecto colateral de un mundo en el que la desenfrenada producción y reproducción de imágenes terminaría transformándolas en un problema para las ciudades. Una situación que puede conducir el fotógrafo con destino a la nada, excepto abandonar la labor algo cuestionable de sacar fotografías, dado que todos sus esfuerzos correrán el riesgo de ser tragados por la propia imagen o por el insoportable menosprecio de la cosa fotografiada. La ciudad, en su más completa indiferencia para con el fotógrafo, adopta la estrategia del fingimiento: ella lo deja pensar para que él pueda comprenderla, y él, en contrapartida, produce imágenes de aquello que no es posible reducir a imágenes, de aquello que nunca ha de ser aprehendido exclusiva y únicamente a través de imágenes. Como paradoja, cuanto más se fotografía a una ciudad, más ella escapa a la comprensión racional, más ella fabrica huellas no aprehensibles.
Ella continúa internamente indivisible y por ello no analizable, infinitamente versátil, irónica y contenta al presenciar a todas las alternativas de manejarla. El fotógrafo intenta entonces y desesperadamente seguirla, conocerla, comprenderla – pero la ciudad continúa siempre en su condición suprema.
Podemos asumir que la ciudad, hoy, no necesita más que sea representada sino des-representada por el fotógrafo. Esa des-representación, acto seguido, será un punto de partida en la búsqueda de un retrato de la ciudad. Ella es la que permite que el fotógrafo no sea repetitivo. Es la que hace que la función del fotógrafo sea menos insoportable. Es la corporización del espacio citado en las líneas anteriores. Es el Exotismo Radical del que nos habla Baudrillard cuando considera la reafirmación del cuerpo en un mundo de imágenes.
"Los viajes ya han sido una manera de encontrarse en otro lugar o en ninguna parte. En la actualidad significan la única manera de sentir que estamos en algún lugar. En casa, rodeado de pantallas e informaciones, no estoy en ningún sitio. Estoy en todos los lugares del mundo al mismo tiempo, en medio de la banalidad universal – banalidad que es la misma en todos los países. Llegar a una nueva ciudad, o a un nuevo lenguaje, es encontrarse de pronto aquí y no en otros lugares. El cuerpo redescubre como ver. Libre de las imágenes, él redescubre la imaginación" (9).
Y son aquellas ganas de llegar a una ciudad nueva, a un lenguaje nuevo, que pueden transferirse a sectores aún no conocidos, a barrios no explorados, dentro de la geografía de una misma ciudad. Esto nos lo sugiere el fotógrafo y cineasta alemán Werner Herzog:
"Es un dato constatado que ya sólo hay pocas imágenes.
De hecho, cuando miro desde aquí, allá está todo tapado con construcciones, las imágenes son casi imposibles. Tenemos, casi como un arqueólogo, que excavar con una pala y mirar a todo, para que podamos encontrar todavía cualquier cosa en este paisaje ofendido. Esto se relaciona, lógico, con ciertos riesgos, pero ellos nunca me asustarían. Y veo justamente: existen tan pocas personas en el mundo que se arriesgarían ante la necesidad que tenemos, a saber, la de tener muy pocas imágenes adecuadas. Poseemos una necesidad imprescindible de imágenes que estén de acuerdo con nuestro estado civilizacional y con nuestro interior, nuestra esencia.
Tenemos que entrar, por cierto, y si es preciso, en el medio de una guerra, o donde sea necesario. Por ejemplo, no me lastimaría, aunque fuera difícil, escalar 800 metros en la montaña para lograr imágenes que sean aún puras, claras y transparentes.
Aquí es poco lo que sucede. Tenemos que, por lo tanto, buscar bien.
Yo incluso sería capaz de viajar a Marte o Saturno en el próximo cohete espacial en que pudiera entrar. Existe, por ejemplo, un programa de la NASA con aquella nave espacial, el Skylab, que a lo mejor un día transporte a biólogos o personas que efectúen nuevas experiencias técnicas en el espacio.
Me gustaría estar allí con mi cámara fotográfica, ya que, en verdad, no es fácil encontrar aquí en la Tierra lo que preanuncia la transparencia de las imágenes. Aquello que ya existió alguna vez. Yo iría a cualquier parte" (10).
III.
a.
En la fotografía, y desde sus inicios, el tema de las representaciones de los suburbios ha sido de exhaustiva investigación. Mientras la mayoría de las personas que producen fotos siguen sencillamente nociones preestablecidas de lo que es bonito, innumerable cantidad de profesionales ambiciosos intentaron cuestionar los conceptos de belleza tradicionales.
Tales esfuerzos corrió por cuenta de diferentes fotógrafos empleando distintos modelos de abordaje. El americano Edward Weston, por tratarse de un mito de la fotografía modernista americana y haber influenciado a una generación entera de profesionales, tanto en los Estados Unidos como en otros países, es el mejor ejemplo entre fotógrafos de la primera mitad de este siglo que buscó, entre los temas denominados "feos", mostrar aspectos que hasta entonces no se fotografiaban de las ciudades.
De una manera general, podemos simplificar el gusto convencional como centro=belleza; periferia=fealdad. No sólo Weston, sino también otros modernistas tomaron esas congruencias como un punto de apoyo y, además, definieron una jerarquía entre ellas como periferia>centro. La historia de la fotografía de los lugares "marginales" tiene profunda ligazón con el deseo de los fotógrafos de contradecir conceptos fijos de belleza, de contradecir la arquitectura oficial, de contradecir los patrones de buen gusto. En Ensayos sobre la fotografía, Susan Sontag analiza cómo los fotógrafos modernistas más "heroicos" buscaron utilizar a la fotografía como un instrumento para mostrar la naturaleza profética, subversiva y revelante de la alteridad de la belleza urbana anticlásica. Los fotógrafos de la primera mitad de siglo manifestaban que cumplían la función de purificadores de los sentidos, "declarando hacia los demás el mundo que los circundaba", como el propio Weston describía su trabajo, "dando a conocer aquello que los ojos menos atentos habían perdido". Sontag, tejiendo una balanceada atracción pasional por fotografías del "otro" y una distancia crítica para narrar las contradicciones de la fotografía, describe así la aventura fotográfica de buscar temas "ocultos":
"Existe en el mundo un heroísmo peculiar desde la invención de las cámaras: el heroísmo de la visión. La fotografía abrió un modelo de actividad independiente, permitiéndole a cada individuo una única y codiciosa sensibilidad. Los fotógrafos marcharon con destino a safaris científicos, culturales y sociales buscando imágenes que pudieran provocar impacto. (...) La vida cotidiana elevada a la apoteosis, es el tipo de belleza que sólo las cámaras dan a conocer – un resquicio de la realidad material que el ojo no ve o no puede ver" (11).
La fotografía modernista puede modificar, engrandecer y falsear nuestras nociones acerca de lo que vale la pena verse y de lo que tenemos el derecho de ver. El fotógrafo se transformó en un turista profesional, un superturista, una prolongación del arqueologista, descubriendo nuevos territorios y acercándonos nuevas experiencias o encontrar nuevas maneras de mirar hacia los objetos familiares. En las ciudades, el modernista era una versión del caminante solitario atravesando el caos urbano, el andarín viajero que descubría la ciudad igual a un paisaje de extremos voluptuosos: el flâneur de Baudelaire disfrutando las calles como el burgués disfruta el ambiente acogedor de su casa. Lejos del centro, escapando de los monumentos, conciente de la empresa de fotografiar el paisaje urbano, él nunca descubría la fealdad a través de las fotografías, aún cuando éste fuera su objetivo último. Aquí la fealdad tan sólo existía en la realidad pasible de ser domesticada. En realidad, ese fotógrafo heroico estaba siempre buscando descubrir la belleza – la belleza en la fealdad. Puede afirmarse que algunos se esforzaban por expresar lo que es más feo que la fealdad, la fealdad que quedó libre de la relación con su opuesto. De todas formas, la fotografía "fea" en raras oportunidades estaba bajo el control del fotógrafo modernista.
Ahora, los sectores decadentes de las ciudades pueden considerarse visualmente atractivos debido a la capacidad de la fotografía y de las otras artes de crear una especie de "trascendencia de la marginalidad". Al fotografiar escenas ciudadanas olvidadas, los fotógrafos le daban importancia a todos los objetos fotografiados. Si un fotógrafo dijera: "¡Qué feo, tengo que fotografiar esto!" estaría automáticamente invirtiendo su propia experiencia de la ciudad.
Edward Weston soñaba con encontrar la belleza en todo, testimoniando que la naturaleza y la ciudad ofrecerían un número infinito de composiciones. Weston representa lo estándar de la belleza fotográfica que dominó el trabajo de los ojos abstractos de la fotografía de la primera mitad de siglo; los artistas-fotógrafos de los años veinte y treinta que estetizaban al máximo sus temas. En sus fotografías de fachadas mal conservadas de México, su intención era canonizar un objeto extraño a través de sus propios patrones de belleza, educando a nuestros ojos a apreciar el orden en el desorden, la poesía de las cosas no exploradas, lo poético del abandono. Mucho más que desentrañar la belleza de las paredes descascarando, él estaba diciendo que el arte moderno también estaba en las calles, en la belleza no estudiada de los burdeles y de los bares de la periferia. Sin embargo, también es verdadero que al sacar fotos con composiciones equilibradas, con la definición fotográfica de las cámaras de gran formato y con matices de gris cuidadosamente trabajados, el perfeccionismo de Weston dejava claro sus intenciones de variar y domesticar el carácter agresivo de temas como sus bares decadentes. Persistiendo en la superimportancia de la visión, mirando la realidad como un arreglo de fotos potenciales, él creó cierto desconocimiento por sus fotos ya que en vez de revelar el mundo oscuro que estaba al lado de todas las personas, las bellas fotos de Weston domesticaron todo el incómodo contenido que sus temas escondían; un contenido devorado por la obsesión del mecanismo de los objetivos, por la precisión racional de las cámaras y por el poder de resolución de las películas y papeles fotográficos.
b.
Los criterios técnicos que determinaron si una fotografía es buena o mala hace mucho tiempo que dejaron de ser referencia para el análisis de una fotografía. En función de eso, el fenómeno del reciente "redescubrimiento" del trabajo del fotógrafo francés Eugène Atget no se produjo por casualidad: actualmente, lo que se consideraba una regla para obtener una buena fotografía pasó a ser hecho por la inmensa mayoría de fotógrafos aficionados con sus cámaras Olympus automáticas.
Luego de ser marinero, Atget fue actor en un teatro de provincia y, al final, se hizo fotógrafo ya a mediana edad. Durante treinta años fotografió básicamente a París -la ciudad que era su único tema- haciendo lo que una placa en la puerta de su oficina llamaba de "Documentos para Artistas". En 1911 su proyecto de fotografiar a París y la vida moderna de la ciudad dio inicio a un proceso de cambio. Atget empezó a fotografiar a una ciudad que el crítico Molly Nesbit llamó de la ‘tercera ciudad" (12), marchando a los suburbios y barrios distantes de todo el élan característico de París. Su idea era, por encima de todo, producir un material sencillo y definido que sirviera para que otros hicieran arte: no había rasgos de virtuosismo o de manipulaciones. Era una persona objetiva, que trataba su tema de manera cruda y que sabía cómo adaptar sus fotografías a la función que ellas desempeñarían más tarde, en manos de los artistas que buscaban imágenes de la ciudad.
Su actitud en relación a la ciudad era de humildad y, simultaneamente, de respeto al asunto retratado. Las imágenes de Atget nos otorgan un mural de la moralidad totalmente diferente de aquél ideado por Weston, un escenario donde lo aleatorio y el acaso se manifiestan, y donde la mirada inmóvil del fotógrafo nunca está definido con claridad. Atget no buscaba aprehender la ciudad de manera visual, revelar la periferia de forma mística, embellecer la fealdad, aunque sin "dejar a la fealdad en paz". Él esquivaba monumentos, bulevares y la atractiva vida nocturna deliberadamente, buscando la ciudad de París aún no representada, buscando un lugar donde él propio pudiera sentirse caminando por la ciudad real.
A lo mejor en virtud de la aparente ausencia de perseverancia, talento y concentración, sus fotos comenzaron a valorizarse en nuestra época de crítica de la utopía moderna. El fotógrafo modernista, siempre deseando captar el mejor ángulo, limitaba su experiencia a una búsqueda tendiente a lo fotogénico convirtiendo así su percepción de la ciudad en un souvenir. Contrario a todo eso, Atget aceptó a la ciudad como un inmenso espacio en donde no cabrían mayores esfuerzos, como composiciones de vistas de callejones o pormenores de muros abandonados. Él no agregaba nada a su tema: ninguna ideología, ninguna polémica, ninguna excitación estética. Su distanciamiento del mundo de los grandes fotógrafos lo separó de la fotografía periodística convencional y de las nuevas naturalezas muertas de la modernidad, rechazando las extravagancias técnicas de fotógrafos "comprometidos" que le daban a sus fotos hermosos juegos de luz y de sombras y seductores ángulos inusitados.
Vemos hoy que la principal característica y cualidad que salta a la vista en las fotos de Atget es la sencillez. Ellas no nos traen un concepto de belleza original o algún secreto fotográfico revelado por el mirar privilegiado de un fotógrafo talentoso. La periferia de París es lo que ella es, y no lo que Atget querría que ella fuera. Comprender a la ciudad en su totalidad utilizando elementos de juicio establecidos finalizaría con una sobreposición de valores diferentes y seleccionados de acuerdo con las reglas del "centro", como un antropólogo intentando entender la cultura de otros pueblos usando únicamente sus propios valores. Se siente que sus imágenes son incompletas, que les falta equilibrio, que parecen torpes y producto de un aficionado. Fotos que presentan el incómodo punto de fuga celeste, y donde el asunto pocas veces se presenta en su integridad: la ciudad representada como fragmentos desconectados, lejanos a la organización simplificada deseada por la ideología del urbanismo funcional.
c.
El lado melancólico de las fotografías de Atget encontraron repercusión, en épocas más recientes, en las que el artista plástico americano Robert Smithson hizo en los años sesenta y setenta. Smithson, sin embargo, estaba más preocupado en "ruinas contemporáneas", en exponer la entropía de la modernidad, en fotografiar las contradicciones de un mundo industrial que empezaba a mostrar sus síntomas de decadencia. El desorden de Smithson mostraba los detalles de la arquitectura anónima, de obras en construcción, edificios deteriorados y materiales de construcción: la fragilidad y los aspectos efímeros del final de la modernidad. Por las fotos de Smithson, se puede destacar el despertar de una época que pasó a vislumbrar a la ciudad ya no como una víctima indefensa de planificadores urbanos y burócratas. Ella comenzó a ser descrita como un organismo demasiado complejo para que sea criticado con simples motivaciones políticas: ahora ella es un calidoscopio de imágenes individuales, un teatro, un laberinto, un circo; todo eso junto formando un extenso rompecabezas de las subjetividades colectivas de la metrópoli.
Un ejemplo de lo que podría llamarse como representación "posmoderna" de la periferia está en la obra de una de las figuras más interesantes entre los constructores de imágenes actuales. En las fotos y películas del fotógrafo-director Wim Wenders, la periferia puede interpretarse no sólo como espacios vacíos sin significado o terrenos que tienen que ocuparse, sino como el alma propia de las ciudades. Si la periferia no puede representarse apenas como fuente de abordajes formalistas o investigaciones sociopolíticas, y si ella realmente puede transformarse en una alternativa razonable, dada la reciente falencia del urbanismo como una práctica proyectiva, la visión poética de la periferia de Wenders cumple un papel y un símbolo en la condición del urbanismo contemporáneo. Claro está, todo ello no garantiza una ligazón directa entre la fotografía de la periferia y el valor de la periferia para arquitectos, pero, de cierto modo, demuestra que el carácter especulativo de esa relación fotografía-periferia puede encontrar ecos en la situación de las ciudades de hoy.
En el cult místico de Wenders, ‘El Cielo sobre Berlín’ (Francia/Alemania Occidental, 1987), los actores Bruno Ganz y Oto Sander actúan como dos ángeles que circulan por una Berlín fotografiada en blanco y negro, donde ellos observan, recogen, atestiguan y preservan el mundo que los envuelve, y nadie los ve, salvo los niños. Tras el intento angustiado de ayudar a estos mortales, uno de los ángeles lucha contra sus deseos de ser capaz de sentir, no apenas en el plano emocional sino también en el físico, la ciudad y sus habitantes. La Berlín de este filme se describe también como una ciudad impar y como una ciudad más entre otras mil, en el espacio de relaciones vinculares globales. Ella existe en el mundo cosmopolita de internacionalismo y homogeneización universal, pero también queda clara la intención del cineasta de forjar una imagen personalista de la ciudad. Dos lugares se destacan: en primer lugar, el vacío de Potsdamer Platz, la plaza que era el antiguo centro de Berlín y que se dividió por la mitad con el Muro de la Vergüenza (Potsdamer Platz, en el tiempo en que se hizo la película, no era sino un extraño terreno vacío entre Berlín Occidental y Oriental). Es en ella donde el poeta, confundido con la tal tierra de nadie, se sienta en la butaca e insiste que su causa – la importancia del narrador como el vigilante de la memoria colectiva y de la historia – no es ni imposible ni desinteresante. El aspecto mágico y desolador del que antes fuera el centro de la vida de Berlín, contrasta con la desesperación del poeta, como si su descripción coincidiese con la poesía visual del film – el poeta como el fotógrafo, en la ambiciosa labor de buscar lugares con significado en la ciudad. El vacío de Potsdamer es descrito como un sitio que tiene funciones indescriptibles. Mejor dicho, es su aparente no función que la vuelve sublime y melancólica. Wenders:
"No creo que haya alguien capaz de hacerle entender a la Municipalidad, desde un punto de vista urbanístico, que las partes más atrayentes de una ciudad, son, con exactitud, aquellos sectores donde nadie ha hecho nada. Creo que una ciudad, por definición, piensa hacer algo en dichas áreas; esa es la tragedia" (13).
En segundo lugar, el espacio vacío donde un circo ha sido montado, y un terreno abierto de casualidad y donde un espectáculo lleno de recuerdos tradicionales, como un circo, puede suceder. Ese terreno – un paisaje común en los continentes americanos -, llama la atención por ser, quizá, el lugar de la esperanza y de la libertad americana en campo europeo: un terreno que simboliza una nueva Berlín lejos de las cadenas que la sujetan al pasado y que apuntan hacia el futuro. Una reserva espacial abierta a improvisaciones en un continente europeo de ciudades completas, "acabadas", cerradas. Símbolo de otimismo y desesperación, la calidad no funcional de ese terreno le garantiza una cierta atracción e inestabilidad y, en forma simultánea, delinea un paisaje urbano que diferencia a Berlín de todas las otras ciudades europeas: la periferia se describe como un lugar de identidad y de fuga; como lo que encanta y provoca desafíos; un lugar donde las fronteras entre las voluntades de preservar y renovar se mezclan de manera criptografiada; un sítio feo cuya fealdad, todavía, es un símbolo de liberdad.
Al filmar a Berlín o fotografiar a las ciudades de Texas, parece que Wenders nos dijera: ‘¡Qué bueno que estas ciudades no están acabadas!’ Los vacíos urbanos y las improvisadas construcciones, componen un conjunto de elementos que hacen de todas las ciudades inacabadas, una reserva geográfica de futuros más humanos, ciudades que puedan dialogar más acerca de la vida cotidiana de sus habitantes.
Si el posmodernismo, de acuerdo con ciertos pensadores, es en definitiva superficial, el realizador de imágenes no puede consentir de manera pasiva delante de esta condición. En vez de una simple connivencia , aún se puede cultivar una estancia de "superficialidad crítica" dentro de nuestras ciudades ya bastante simuladas. El valor de la Berlín de Wenders está en el descubrimiento de que las imágenes sirven no sólo para filmar Nueva York en un conjunto de actos seguidos de cortes de un videoclip hecho para consumo rápido, sino también para observar las partes invisibles de la ciudad. La fotografía, mientras reduce a todas las ciudades al turismo y/o periodismo, tal vez pueda traernos de vuelta lo que ella hizo más difícil: la posibilidad de pensar espacios urbanos como una traducción de los conflictos y deseos urbanos.
Talvez.
Para finalizar, quisiera mencionar al crítico Deyan Sudjic en La ciudad de mil millas:
"Aceptar esas imágenes de las ciudades, es aceptar cosas incómodas que se refieren a nosotros mismos, y nuestras ilusiones sobre cómo queremos vivir. Aún así, aceptar que la ciudad tiene un lado oscuro e incomprensible no merma su fuerza y vitalidad. Esto es lo que refleja el hombre y todo su potencial" (14).
notas
1
Articulo originalmente publicado en la revista CA, nº 83.
2
Harvey, David: The Condition of Postmodernity, Blackwell, Cambridge y Oxford, 1990.
3
Harvey, David: Idem.
4
Pérez-Gómez, Alberto: Architectural Representation Beyond Perspectivism, in Perspecta nº 27, Yale University Press, New Haven, CT.
5
Pérez-Gómez: Idem.
6
Citado en Rosler, Martha: In the Place of the Public: Observations of a Frequent Flyer, in Assemblage nº 25, MIT Press, Cambridge, MA.
7
Sontag, Susan: On Photography, Penguim Books, Londres, 1979.
8
Baudrillard, Jean: The Transparency of Evil, Verso, Londres, 1993.
9
Baudrillard, Jean: Idem.
10
Citado en Wenders, Wim: A Lógica das Imagens, Edições 70, Lisboa, 1990.
11
Sontag, Susan: Idem.
12
Nesbit, Molly: In the Absence of the Parisienne, in Sexuality and Space, Princeton Architectural Press, New York, 1992.
13
The Berlin City Forum – Jacques Derrida, Kurt Foster and Wim Wenders, in Architectural Design vol. 62, Londres, 1992.
14
Sudjic, Deyan: The 100 Mile City, Flamingo, Londres, 1993.
sobre el autor
Carlos M Teixeira es arquiteto en Belo Horizonte y autor del libro "Em obras: história do vazio em Belo Horizonte".